Tenía solo seis años cuando regresó del colegio con varios lápices que según dijo se los habían regalado. Luego siguió trayendo objetos que realmente robaba a sus compañeritos. La mamá del niño no le daba importancia a los hechos y hasta lo tomaba como una cosa graciosa. Eran parte de una familia numerosa que vivía en una zona peligrosa, donde campeaba la delincuencia. Dos de sus tíos estaban en prisión y uno tercero llevaba casi a diario nuevos objetos robados a la casa paterna y por cierto le parecía graciosa la conducta del sobrino.
La madre del niño decía que quería para su hijo lo mejor y que evitaría que siguiera los pasos de sus tíos. Sin embargo, jamás se preocupaba por las cosas que traía el niño y aceptaba como ciertas las excusas sin fundamento que siempre le daba. Cuando el menor llegó a la secundaria ya era conocido como un desadaptado quien golpeaba a sus compañeros de colegio, se apropiaba de lo que le gustaba y presionaba a sus víctimas para que se callaran. La madre no quería entender razones y cuando lo expulsaron del colegio fue a reclamar airadamente porque según decía no había comprensión para el hijo.
Sorprendido con las manos en la masa en un robo en banda con otros jóvenes, fue conducido al centro de menores de Maranga, donde pasó un par de años. Al salir dijo haber cambiado pero abandonó sus estudios. Por las noches se dedicó al pandillaje y también se convirtió en asaltante. Ahora, llevaba a su casa celulares caros, tablets, ropa nueva zapatillas de marca y siempre disponía de dinero en efectivo. La madre seguía creyendo que el hijo había cambiado, que era poco menos que un santo y que todo lo que llevaba lo había obtenido gracias a los cachuelos que conseguía. Le agradecía que siempre le llevara “regalitos”.
La verdad de este caso es que la madre estaba cegada y se negaba a creer que “su hijito” hacía mucho rato que había elegido el camino del mal.
Una madrugada la policía rodeó su casa y detuvo al hijo que acababa de cumplir la mayoría de edad. Se encontraron en su habitación armas de fuego, varios DNI, drogas y diversos objetos de procedencia dudosa. El llanto de la madre y sus gritos podían escucharse en todo el barrio. Afirmaba que habían “sembrado” a su hijito y que era una injusticia que lo detuvieran. A pesar de las pruebas no quería reconocer que tenía en casa a un delincuente quien inclusive era acusado de varios asesinatos.
El cariño mal entendido permitió que esta persona hiciera carrera en el mundo del delito. Tal vez otra hubiera sido la historia si en la primera ocasión en que apareció con cosas que no eran suyas, la madre le hubiera exigido que las devolviera y mejor aún hubiera ido personalmente para comprobarlo.
Cuando el árbol se empieza a torcer es el momento de aplicar procedimientos para que se enderece. Las cosas hechas a tiempo evitan males mayores ¿No les parece?.