En España desde las elecciones del pasado 20-D hay políticos que están en el burladero esperando que amaine el griterío de los tendidos y tratando de adivinar qué es lo que quiere el respetable. Algunos voluntariosos intérpretes de la voluntad general nos aseguran que la gente lo que desea es que haya estabilidad en el país, otros aseguran que está claro que apetece cambio, los hay que vislumbran una reclamación de entendimiento entre unos y otros. Lo cierto es que el mensaje no ha quedado nada claro: más bien hay varios que se superponen cacofónicamente, sin entenderse nada de nada.
Yo diría que los españoles piden que sus elegidos en las urnas supriman los males, fomenten los bienes y sobre todo acierten a distinguir claramente entre unos y otros. Porque lo cierto es que lo más temible y peligroso de muchos problemas sociales y políticos es la solución. La parte más positiva de la situación actual es que ahora mucha más gente se preocupa por los asuntos públicos, sobre todo entre los jóvenes. Se interesan ruidosamente en las redes sociales por temas de gobernanza hasta los todavía millones que no votan. Ser apolítico, que ayer era una especie de cínica postura aristocrática, hoy ya no está bien visto.
La derecha española no va a lograr en bastante tiempo recuperarse del fétido embadurnamiento de corrupción que hoy tapa sus posibles logros positivos. El PP no es desde luego el único partido con corruptos en sus filas, ni siquiera el único con elementos estructurales de corrupción (ahí está el caso del PSOE en Andalucía), pero alberga los más numerosos y espectaculares. Sobre todo, los más antiestéticos. Aquellos a los que mejor considera la comunidad son descubiertos como trileros de alta gama que arrasan el país que tanto dicen amar. Por apreciables que sean los aciertos económicos que pueda exhibir el Gobierno, muchos ciudadanos resentidos no van a perdonar este espectáculo vil. Ni siquiera bastantes de los que aún votan PP están dispuestos a olvidarlo.
La izquierda no marxista, por su parte, está desnortada y sin el empuje regenerador que tuvo en los años de la Transición democrática. Los que se dicen socialdemócratas no han logrado instrumentar un temario político que constituya una alternativa creíble y suficiente, sobre todo en el plano económico. De modo que el socialismo se desdibuja entre quienes no lo ven sino como una versión algo más generosa y edulcorada de la derecha pero a veces más ineficaz. Los disconformes siguen buscando algo dentro del sistema pero más a la izquierda. Lo mismo ocurre entre los liberales americanos, la socialdemocracia que no se atreve a decir su nombre. Los defraudados por Obama ponen ahora su ilusión en Bernie Sanders. Pero el punto ciego del PSOE sigue siendo su relación con los nacionalistas, llena de ambigüedad y oportunismo. La cacareada solución federal ha quedado en agua de borrajas o peor, ha roto aguas sin parto alguno.
En este panorama, el populismo recién patentado juega con ventaja. Su línea de crédito no se amplía resolviendo conflictos, sino manteniéndolos vivos y aprovechando la indignación que despiertan para cohesionar sus grupos informes. Su proyecto político no está hecho de propuestas sino de exigencias imperiosas: cuanto menos se le satisfagan, más fuerza adquiere. Sus propuestas culturales son siempre desaforadamente radicales, como la obrita de los titiriteros, que no tiene nada que ver con la apología del terrorismo sino con su banalización habitual por la izquierda radical y con la denigración de jueces, monjas, policías y tutti quanti que responden al simplismo y la imprecisión. Por eso ahora se envuelven en una ardorosa defensa de la libertad de expresión, mientras por otra parte propugnan la retirada del callejero a ilustres escritores de derechas que la practicaron o apoyan. Imaginen cómo sería el Ministerio de Educación en esas manos.
Y en este embrollo los ciudadanos… ¿qué querrán? ¿Lo mejor, lo peor y todo lo contrario? Lo único cierto es que, en palabras de José Luis Villacañas, “quien produzca pobreza cultural y falta de instancias ideales no debería quejarse del populismo”. Ni del resto de los males políticos, me parece a mí.