El libro de los orígenes, el primer libro de Moisés, dice así: “Al principio Dios creó el cielo y la tierra. Y lo hizo con la palabra”. El logos puso en marcha la evolución del universo. Un logos que no es solo la expresión de algo, sino también su razonamiento, “el fundamento y la razón de lo expresado”, en feliz definición de Emilio Lledó. En cualquier caso, todo comenzó por la articulación de la palabra, desde la que hemos ido construyendo el edificio de nuestra civilización. Y lo hemos hecho a base de contar historias, unas imaginarias, otras verídicas.
La realidad virtual y la realidad real, lo que ordinariamente llamaríamos ficción y realidad, tienen algo en común: ambas se construyen de palabras. Según explica Lledó, frente a la percepción sensorial, paralela a la naturaleza misma, en la que los conceptos de verdad y falsedad se desvanecen, el lenguaje sostiene y transmite el mundo de las significaciones y se desarrolla en un plano social. Este encuentro entre la ficción y la no ficción en el común territorio del idioma hace que esa antigua distinción entre ambas desdibuje sus fronteras. Frases vulgares por conocidas, como lo real ha superado a la ficción, o ese consejo tan popular entre los periodistas, no dejes que la realidad te estropee un buen reportaje, ponen de relieve que los límites entre la experiencia contrastada y el mundo eidético, que se derrama en la imaginación, son siempre confusos.
Relato de un náufrago, de García Márquez, publicado como periodismo, era ya un monumento de la narrativa
Contar historias ha sido por lo demás un empeño civilizador, una herramienta esencial en la construcción de las culturas. Desde su creación en seis días, el mundo se ha edificado a modo de relato, y los narradores han sido instrumento primordial de su desarrollo. Vargas Llosa señala que, a través de la literatura, los contadores de historias son capaces de inducir en nosotros, junto a nuestra verdadera vida, una especie de vida paralela, hecha “de palabras e imágenes tan mentirosas como persuasivas, donde ir a refugiarnos para escapar de los desastres y limitaciones que a nuestra libertad y a nuestros sueños opone la vida tal como es”. Por mi parte estoy convencido de que esa vida paralela que él describe forma parte de la vida real, es un elemento no estrambótico, sino vertebral, de nuestra propia existencia.
Narrar, elaborar un discurso espacio-temporal sobre la realidad, es la mejor manera de crearla, y la superioridad de la literatura a la hora de ejercer semejante empeño resulta evidente. En su actividad productiva el contador de historias acaba convertido en un líder espiritual de su tribu, por lo que tiende a separarse de ésta, a marginar su propia experiencia de la del resto, para así poder adquirir la influencia social a la que aspira. No le basta la capacidad inventiva y ficcional: el estilo, la destreza en el empleo del lenguaje, el cumplimiento de los cánones o su ruptura son necesarios a la hora de apreciar la calidad de su narración y de incluirla en el catálogo literario, al que no es ajeno el oficio del periodista.
Nombres como los de Dickens, Balzac, Zola, Larra, Galdós y tantos otros son ejemplos de la borrosidad de fronteras entre ambas profesiones: la del escritor de novelas y la del escritor de periódicos. Alejo Carpentier describía al periodista como un escritor que trabaja en caliente, y esta es una de las pocas diferencias perceptibles entre ambos oficios. La soledad física y material del creador es reemplazada en el caso del reportero por una especie de soledad interior, una abstracción del mundo que le rodea, el ruido de las redacciones, las broncas y reclamos de los jefes y los chistes de los más desocupados. Octavio Paz llegó a decir que la buena poesía está impregnada de periodismo. “Me gustaría —añadió— dejar unos pocos poemas con la ligereza, el magnetismo y el poder de convicción de un artículo de periódico”. Luis García Montero, de quien los siglos futuros hablarán como el gran poeta español de nuestro tiempo, ya se atrevió por lo mismo a sublimar algo tan prosaico como los anuncios por palabras cuando proclamaba: “Poeta, sin pretensiones / y con una edad cualquiera, / pero joven, / ya con pocas ilusiones / —pues teme que cuanto espera / se lo roben—, / quisiera volverte a ver, / pasar contigo unos días / y sus noches, / empezarte a conocer / otra vez sin cacerías / ni reproches”.
Dickens, Balzac, Zola, Larra y Galdós son ejemplos de la borrosidad de fronteras entre el oficio de novelista y el de periodista
Ha sido siempre tan lineal y espontánea la conexión entre la narrativa literaria y la periodística que llama la atención el estruendo causado a principio de los años sesenta por las tendencias del nuevo periodismo, encabezadas por narradores tan respetables como Norman Mailer o Truman Capote. En su libro sobre El Nuevo Periodismo, Tom Wolfe describe de esta forma lo sucedido: “(…) Al comenzar los años sesenta un nuevo y curioso concepto, lo bastante vivo como para henchir los egos, habían comenzado a invadir los estrechos límites de la esfera profesional del reportaje. Este descubrimiento, modesto y humilde al principio, respetuoso, consistiría en hacer un periodismo cuyas obras se leyeran igual que una novela”. Igual que una novela significaba que aquellos reporteros y entrevistadores no pretendían medirse con los monstruos literarios de la época, sino solamente aprender de ellos. La conclusión a la que llega Wolfe es del todo esclarecedora: “Ni por un momento adivinaron que la tarea que llevarían a cabo como periodistas en los próximos diez años iba a destronar a la novela como máximo exponente literario”. Eso sucedió porque no habían comprendido que la Odisea no era sino un formidable reportaje sobre el retorno de Ulises, igual que el Relato de un náufrago de García Márquez, escrito y publicado como una investigación periodística, constituía ya en aquella época un monumento indiscutible de la narrativa en lengua española.
Los inventores del nuevo periodismo no hicieron sino recuperar la mejor de las tradiciones del viejo, del periodismo de siempre: la de contar historias. Haciéndolo fueron capaces de crear un nuevo estilo. Al pretender que sus lectores leyeran los reportajes como si fueran novelas consiguieron que muchas obras de ficción se construyeran como si fueran reportajes. Las corrientes del nuevo periodismo coincidieron con las propuestas del arte pop y el nuevo realismo en la plástica que huía del cubismo y la abstracción. Las pinturas comenzaban a mirarse como si fueran fotografías y las fotografías como si fueran cuadros, cosa que ya había descubierto Man Ray, entre otros, muchas décadas antes.
Cuando publiqué La agonía del dragón, primero de mis relatos dedicados a la transición política española, tuve cuidado de anunciar en la portada del mismo que se trataba de una novela. Lo hice advertido de que podría pasar lo que verdaderamente ocurrió y es que algún crítico avispado se encargara de resaltar que se trataba de “una novela de periodista”. Lo hizo, claro, no para compararla con las obras de Hemingway, García Márquez, Mark Twain, Chesterton o tantos otros cronistas que se dedicaron a la creación literaria, sino para devaluar mi libro al ubicarlo en un universo aparentemente menor: el de la prensa.
Otros, en cambio, me interrogaron sobre qué necesidad tenía yo de hacer literatura para explicar la realidad y tuve ocasión de explicar lo que genuinamente creo: que el reportaje o la crónica típicamente periodísticos pueden y deben servir para narrar los hechos, pero la descripción de los sentimientos tiene su residencia privilegiada en la ficción. Es así como somos capaces de descubrir un territorio tan ignorado por nosotros como esperado por quienes nos rodean, que es el de la imaginación. “La libertad del arte —escribe Carlos Fuentes— consiste en enseñarnos lo que no sabemos. El escritor y el artista no saben: imaginan. (…) Quien solo acumula datos veristas, jamás podrá mostrarnos, como Cervantes o como Kafka, la realidad no visible y sin embargo tan real como el árbol, la máquina o el cuerpo”.
A base de describir el mundo lo hemos ido creando a través de los siglos. También destruyéndolo. Nuestro estilo de vida fue antes que nada literario: una expresión verbal, una retórica urdida de generación en generación de la que dan fe infinita variedad de lenguas, fruto y origen de un continuo mestizaje. (Juan Luis Cebreián, El País)