Aviso a los navegantes, viajeros, turistas o simples intrusos que tratan de adentrarse en el cada vez más tortuoso laberinto de la política turca: bajo ningún concepto utilicen la palabra “no”. Por muy extraño que ello parezca, en las últimas semanas, la negación se ha convertido en sinónimo de aliado de los terroristas del PKK, simpatizante de los golpistas del 15 de julio de 2016, o seguidor del clérigo Fetullah Gülen, antiguo valedor de Erdogan, que se ha convertido en el enemigo público número uno del régimen de Ankara. Y todo ello, en un ambiente político cada vez más enrarecido, donde las purgas, los ceses de funcionarios públicos, la defenestración de catedráticos y las detenciones se tornan en una especie de lúgubre “pan nuestro de cada día”. Lejos quedan las rígidas, aunque añoradas estructuras del kemalismo, criticadas tanto por los ultra liberales como por los ultra radicales. Ambos extremos pedían cambios. Mas el cambio que se está perfilando en el horizonte del país otomano parece más bien inquietante.
Pero ¿a qué se debe la negación del “no”, la demonización de esta palabra en el enrevesado vocabulario político turco? Todo parte de una ambiciosa apuesta que el Presidente Erdogan quiere ganar. Se trata de la reforma constitucional impulsada por su formación política, el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), cuyo principal objetivo es sustituir el actual sistema parlamentario por un régimen presidencialista, que confiere plenos poderes al Jefe del Estado.
El partido liderado por Erdogan dio el primer paso hacia la reforma de la Carta Magna tras alzarse con la victoria en las elecciones generales de 2011. Sin embargo, el Parlamento logró neutralizar las maniobras del AKP. En 2014, tras la elección de Erdogan en el cargo de Presidente de Turquía, las propuestas de cambio empezaron a proliferar. Algunos de los allegados del Presidente decidieron tirar la toalla. Es el caso del exprimer ministro Ahmet Davutoglu, incondicional aliado y reservado confidente de Erdogan, que dimitió en mayo del pasado año, a raíz de un enfrentamiento sobre la posible, aunque no hipotética supresión del cargo de Jefe de Gobierno. ¿Mero conflicto ideológico? El porvenir nos lo dirá. Lo cierto es que el proyecto que será sometido a referéndum el próximo día 16 de abril contempla 18 enmiendas constitucionales, que deberían allanar la vía hacia un sistema más rígido (o autoritario) que permitiría a Erdogan mantenerse en el poder hasta 2029.
Huelga decir que esta iniciativa está avalada también por el ultra derechista Partido de Acción Nacionalista (MHP). Aparentemente, la derecha confía que el cúmulo de poderes sería mejor garantía para “poner fin al terrorismo”. Un terrorismo existente o fomentado, según los casos. Cabe recordar que el coqueteo de Ankara con el Estado Islámico ha debilitado las estructuras de las habitualmente temibles servicios de inteligencia turcos. Las purgas llevadas a cabo después del fracaso de la intentona golpista del pasado mes de julio han acentuado aún más el malestar. Frente al actual estado de cosas, la derecha ultranacionalista reclama una política de “mano dura”.
Mientras los politólogos barajan las posibles consecuencias de la victoria de un “sí” en el referéndum del mes de abril, ya que el “no” ha desaparecido casi por completo de la publicidad, de la televisión, de las librerías – situación un tanto anacrónica para un país que se reclama moderno y democrático, los analistas financieros centran su interés en el “cansancio” de la economía turca. Los síntomas son a la vez múltiples y preocupantes: disminución del turismo, depreciación de la libra turca, éxodo de las compañías extranjeras, incremento de los aranceles y los impuestos sobre las actividades económicas, aumento de la tasa de paro.
El Gobierno ha optado por jugar la baza de la “seguridad”, fomentado el miedo y la incertidumbre. Malos augurios para un país llamado a… cambiar de rumbo. Pésimos augurios para el comatoso kemalismo.