“Es interesante estar en San Francisco, cerca de Silicon Valley, [donde] nos sentimos tan fascinados por la idea de que nuestras máquinas puedan volverse inteligentes,” afirmó Krista Tippett en una reciente entrevista con Alan Jones, decano emérito de Grace Cathedral [Catedral de la Gracia] de San Francisco.
“Pienso que es necesario que nos sintamos fascinados por las posibilidades de nuestra inteligencia, nuestra consciencia —que de hecho ya poseemos— y nuestra capacidad no meramente de adquirir conocimiento, sino de volvernos sabios”.
En verdad hay una diferencia significativa entre conocimiento, o “scientia” en latín, y sabiduría, o “sapientia”. Mientras el primer término puede asemejarse, por ejemplo, a la capacidad de una cámara de reconocer una expresión de temor en el rostro de alguien, la capacidad de determinar la causa de este temor —sin mencionar su posible remedio— nace de algo más sofisticado que incluso el más complejo programa de computación.
Entonces, ¿de dónde viene esa sabiduría?
Contrariamente al adagio popular, la sabiduría no necesariamente viene con los años. Según Tippet, anfitrión del programa “On Being” [“Acerca del ser”], ganador del premio Peabody otorgado a radiodifusoras públicas, “todos envejecemos, pero no todos nos volvemos más sabios con el correr de los años”, dijo, al referirse a la sabiduría de su hija de 9 años, que un día se dio cuenta de que los insultos, y no tan sólo los “palos y piedras”, pueden ser muy hirientes.
También es difícil creer, como muchos neurocientíficos afirman, que la sabiduría reside dentro de nuestro cráneo. Obviamente, podemos observar determinada actividad en el cerebro cuando alguien tiene lo que generalmente se considera una “actitud sabia”, pero eso no explica la inspiración que sustenta dicha actitud.
Sin embargo, en su entrevista con Jones, Tippet enunció una posible respuesta a esta pregunta. “La sabiduría”, afirmó, “es el sello que una vida ha estampado sobre otras vidas”, sugiriendo que, aunque aún tenemos que ponernos de acuerdo respecto al origen de la sabiduría, podemos por lo menos observar sus efectos.
Uno de los ejemplos citados más a menudo al respecto es la historia del rey Salomón en el Antiguo Testamento. Según el relato, dos prostitutas acuden al rey para solicitarle que resuelva un desacuerdo. Una de las mujeres había secretamente intercambiado a su bebé, que acababa de morir, por el bebé de la otra. Ella niega el hecho, insistiendo en que el niño vivo es de ella y no a la inversa. Salomón decide resolver el desacuerdo pidiendo que se corte al niño en dos y se le dé una mitad a una mujer y la otra mitad a la otra.
En ese momento, la mujer a quien el niño realmente pertenecía, clamó: “¡Ah, señor mío! dad a ésta el niño vivo, y no lo matéis”, revelando de esa forma cuál era la verdadera madre del niño.
Aunque la historia constituye un claro ejemplo de la sabiduría en acción y el efecto que puede tener sobre la vida de otra persona, deja abierta la pregunta respecto a la fuente del agudo discernimiento de Salomón. Si vamos una o dos páginas hacia atrás en la Biblia descubriremos que le fue otorgado por Dios. “He aquí lo he hecho conforme a tus palabras”, dice Dios, “he aquí que te he dado corazón sabio y entendido, tanto que no ha habido antes de ti otro como tú, ni después de ti se levantará otro como tú”.
Eso está muy bien para Salomón, pero ¿qué hay del resto de nosotros? ¿Es la sabiduría algo que Dios le da a algunos y niega a otros? ¿O es, como dijo Tippet, algo que todos poseemos y que tan sólo espera ser descubierto y aplicado?.
En base a mi propia experiencia, me inclino por lo segundo, y no tan sólo debido a alguna historia que leí en la Biblia. Recuerdo innumerables ocasiones en las que el orar de todo corazón a Dios para estar consciente de la sabiduría que Él me ha dado para que yo exprese ha allanado el camino a la solución de algún desafío personal, como problemas económicos, de relaciones e incluso de dificultades físicas.
Lo mismo puedo decir de otras personas que sé que han orado para estar conscientes de esto mismo, lo cual solidifica mi convicción de que la sabiduría es realmente un atributo divinamente otorgado. “Toda sustancia, inteligencia, sabiduría, todo ser, toda inmortalidad, causa y todo efecto pertenecen a Dios”, escribe la fundadora de la Ciencia Cristiana, Mary Baker Eddy. “Estos son Sus atributos, las eternas manifestaciones del Principio divino e infinito, el Amor”.
Ver la “manifestación”, o “sello”, de la sabiduría es entonces ver la prueba de su fuente. Este concepto eleva la sabiduría por encima de los niveles del simplismo basado en la materia hacia el reino de lo trascendente, lo cual ciertamente constituye una perspectiva fascinante y transformadora.
(Escribe: Eric Nelson, experto en la relación entre la consciencia y la salud desde su perspectiva de Comité de Publicación de la Ciencia Cristiana para California del Norte. Twitter: @NorCalCS
Artículo publicado originalmente en Communities Digital News, @CommDigiNews).