Flor Pucarina, en los meandros de la choledad, es tal cual a Chavela Vargas, Lola Flores o La Lupe, en los cantares vaginales. Sus huainos, aquellos himnos mayoritariamente trágicos desde el arribo de los españoles, tienen de tragedias humanas y de infelicidad a rabiar. Así, mantiene un brillo enigmático como las divas inmarchitables que han dejado herencia solo por contar pesares y desdichas. Flor Pucarina aparentemente tenía dos vidas pero en sus grabaciones es una sola. Una mujer bífida, más hendida que hundida en el escenario de las miserias humanas que alcanzan esplendores mayores porque es masiva y multiplica. Así fue la cantante de las meretrices y delincuentes, las rameras y proxenetas.
Y esa noche de 1987 habíamos llegado al teatro Municipal del Centro de Lima todos los que la admiramos. Flor Pucarina ya no podía caminar traicionada por sus órganos más tiernos. Y el homenaje llenó el viejo auditorio decorado incluso con una rockola a la usanza de los bares de La Victoria. Y todos los artistas la colmaban de frases de cariño y cantaban sus huainos más sentidos. Ella, en su silla de ruedas, asentía con su sonrisa franca aunque sabía que ya se estaba muriendo atacada por una metástasis generalizada que empezó como una infección renal. Al final cantó a sus 52 años como las majestuosas aves cuando se despiden para siempre.
Leonor Efigenia Chávez Rojas fue bautizada como Flor Pucarina por los músicos huancaínos Teófilo y Alejandro Galván la tarde de ese domingo 8 de diciembre de 1958 cuando debutó en el Coliseo Nacional interpretando el huaino “Falsía” de la inspiración de Emilio Alanya. A 30 años de su muerte nadie duda que siga siendo esa hembra legendaria tocada por la leyenda. Actriz de carácter, dama de temple y mujer corajuda, había nacido el 22 de septiembre de 1935 muy cerca de Sapallanga en la villa de Pucara, pueblito en el Valle del Mantaro ubicado a 20 kilómetros de Huancayo. Su hogar, en esos parajes, fue como todos, muy humilde donde la familia se ocupaba de faenas agrícolas en medio de eucaliptus y puquiales.
Cuando Flor Pucarina cumplió los 8 años se mudaron transitoriamente a Huancayo y luego llegaron como pudieron a Lima. A la capital del Perú en esos años había comenzado a recibir a cientos de provincianos que huían de sus pueblos por la situación económica y por el olvido en el que vivían. Flor Pucarina y su familia integraban esa oleada de migrante que se instalaban en las márgenes de la gran ciudad. A ellos les tocó vivir muy cerca de ese gran centro comercial que era La Parada en la avenida Aviación. El sitio tenía una entraña hostil y la joven Leonor tuvo que ponerse a trabajar en lo que sea para apoyar la economía de la casa. Ahí, ella reconocería que fue una muchacha de barrio popular que templó su genio gracias a que vivió con todas las miserias de ese mundo.
Y había pedido una caja de cerveza en el bar “Mi refugio” en la Avenida Aviación a tres cuadras de La Parada. Dijo que le dolía el alma y en ese trance estaba desde el día anterior. Y se demoraron con su trago porque ya no querían que beba. Y entonces entre lloros y sollozos se puso a cantar “Sola siempre sola voy llorando por el mundo sin consuelo en la vida…” Yo era redactor de la revista Festival y el director Antonio Muños Monge me había pedido que escriba un perfil sobre la gran Flor Pucarina. Llegué esa mañana a su casa y encontré a una mujer de carácter fuerte pero lastimada, que conforme iba respondiendo mis preguntas fue desnudando a ese ser colmado de ternuras y afectos que la embargaban.
Pero dos horas más tarde me exigió que la acompañara a hacer unos trámites, dijo. Así encontré a la otra dama que ya estaba al borde de cumplir 50 años y que no gozaba de buena salud y que tenía puntos de vista muy críticos sobre el ambiente folclórico. Cuando contaba de su vida artística se emocionaba al mencionar a las grandes de la música peruana pero en eso aparecían las figuras de los capitostes y empresarios que cuando ella recién comenzaba, habían abusado de su juventud y de sus obligaciones por sobrevivir es un ambiente de lúmpenes y canallas.
El periodismo de espectáculo de aquellos años reconocía que Flor Pucarina había conseguido una posición pero gracias a que en algún momento de su vida puso su arte al servicio de su condición y género. Una frase era frecuente para explicar su existencia “El infierno camina conmigo, amé siempre y jamás fui amada”. Y aquello lo repetía incluso cuando entendía que la mayoría de sus seguidores tenía la misma marca en sus vidas. Una sola vez se casó pero fue un matrimonio que acabó muy mal y cuando hablaba de sus romances a ella, a quien llamaban “La faraona”, nadie le podía impedir de calificar a sus “maridos” –según sus frases—como una tropa de cobardes.
No fue una mujer de gran registro vocal pero la emoción que imponía en su canto era una exclamación desgarradora y sensible. Como otras mujeres provincianas, Flor Pucarina cantaba a ese destino desventurado de haber bajado a los infiernos en una urbe que les desgarraba las carnes. Entonces a sus cantos de sus desgracias le agregaba siempre las alusiones alcohol y entonces el cóctel era mortal. Con Flor Pucarina, sus seguidores lloraban literalmente. Y súmese a este trance, el propio desarraigo de las vidas que fueron expulsadas de sus terruños, entonces la artista se convertía en un desfogue de un sentimiento atacado por las desdichas.
Pero solo su temple hizo que la respeten como a una dama, Por ello, con el tiempo las grandes orquestas típicas del Centro del Perú se peleaban por acompañarla. Solo mencionaré a «Los Alegres de Huancayo», «Los Engreídos de Jauja», «Los Rebeldes de Huancayo» y su propia orquesta a la que bautizó «Selección Huanca». Allí están sus grabaciones que batieron records de ventas: “Tú nomás tienes la culpa”, “Déjame nomás”, “Sola, siempre sola”, “Golpes de la vida”, “Oh, licor maldito”, “Caminito de Huancayo” entre otras.
Eduardo Valentín Muñoz asegura que Flor Pucarina representaba a la serrana sumergida en el infierno urbano que cantaba el desarraigo sufrido en carne propia. “Uno de los aspectos más fascinantes de la personalidad musical de la Pucarina fue la manera cómo incorporó a su estilo: la sonoridad expresiva, contraria a una dicción “limpia”, ella casi masculla con angustia y dolor las palabras, dándole mayor expresividad a sus versos. De modo semejante recurría a una entonación recitativa cuando improvisaba versos durante los intermedios instrumentales, sugiriendo entonces una embriaguez que enriquecía notablemente su interpretación. De esta manera ella convirtió en éxitos nacionales, temas del folklore wanka como “Airampito”, “Sola, siempre sola”, “Pichiusita” o “Golpes de la vida”. “Tú nomás tienes la culpa”, “Falsía”, y el huayno premonitorio “Mi último canto”, etc.”
Con Flor Pucarina ocurre el mismo atractivo con otro emblemático personaje del folclore, Picaflor de los Andes. Eran cantantes de explosiones emotivas no solo le cantaba al amor, también le cantaba a la tierra, a la madre, a la hermosura andina, al caminito de Huancayo Porque no solo hacia suspirar, también hacia zapatear como lluvia primeriza de octubre. Cuando Flor Pucarina canta, se goza o se llora, decía su pueblo.
El cronista Edwin Sarmiento la recordaba hace muy poco en un sentido texto de esta manera: “Pucarina fue una mujer de grandes pasiones. Alta, erguida, labios carnosos y pronunciados, su vestuario multicolor con bordados de arte wanka, solía ocultar esa cintura de avispa, que se extendía, proporcionalmente, sobre unas caderas solemnes, inmensas, voluptuosas. Se decía de ella que prefería usar diferente vestido en cada actuación. Llenaba escenarios, por donde se presentaba. Fue una diva.
Gustaba acumular aretes, collares, objetos de oro macizo”. Y no le falta razón a Sarmiento. Ella fue de una belleza superlativa que enamoraba con una dosis de sensualidad paroxística.
Pasaría un tiempo desde mi encuentro con ella en La Parada y el Teatro Municipal cuando quise visitarla en su lecho del Hospital Edgardo Rebagliati. Esta vez no me dejaron verla. Antes había grabado sus últimos temas: «Mi Último Canto», «Presentimiento», «Dile» entre otros. Un 5 de octubre, no obstante, no pudieron impedir que cargue su ataúd desde La Casa del Folclorista en el distrito de San Martín y hasta el cementerio El Ángel de Lima. Miles de peruanos estuvimos en esa marcha final de su largo adiós acompañada por cantos y llantos. Pocos entendieron entonces tamaña manifestación de dolor de miles de peruanos ante la muerte de una persona, desconocida por el mundo «oficial» hasta pocas horas antes, reconocida por todos para siempre.
CODA
Flor Pucarina tuvo una existencia intensa. De ella hoy se hubieran hecho series y películas. Negada por muchos, vive en el corazón del pueblo. El antropólogo Rodrigo Montoya La descrito de esta manera: «Flor Pucarina debe ser vista como una heroína popular, como una mujer que supo encarnar el sufrimiento, la amargura, las frustraciones, esperanzas y alegrías de los migrantes».