Escribió trece libros oficiales en inglés y es el peruano más leído de todos y en el Cascanuez Cafe Bar unos amigos apenas si lo han leído de a oídas. Castaneda hubiera sido feliz, lo suyo fue el enigma y la niebla. Vivió en el entresijo del misterio pero he seguido su ruta en su Cajamarca original desde el Colegio Fiscal Nro. 91 y, después, sus pasos en el Colegio San Ramón donde integró la Promoción de 1941. Existe una foto donde Castaneda está retratado junto a su promoción, en la que destacan sus condiscípulos, Alejandro Vélez Abanto y Juan Jave Huangal, quienes ya con su edad, sí lo recuerdan, secreto y recóndito.
Para borrar su rastro, el cajamarquino decidió desde joven tomar su segundo apellido como principal. Ya no fue Arana entonces. Se sorprendía el recordado antropólogo Fernando Silva Santistevan cuando le preguntaban por un tal Castaneda. Él recordaba a un chico al que apodaban “El negro Fashturo” y que tenía la mala costumbre de ir contando historias que él mismo inventaba. Y lo recordaba más porque le gustaban dos cosas: el fútbol y el inglés. En 1948 la familia Arana ya está ubicada en Lima e inaugura una de las viviendas sociales que había alentado el presidente Odría en El Porvenir, La Victoria. Ese mismo año Carlos logra ingresar al Colegio Nacional de Nuestra Señora de Guadalupe y luego a la Escuela Nacional de Bellas Artes. Ahí lo conocen el diseñador José Bracamonte y el artista Víctor Delfín, quien una vez contó: “Era encantador para mentir, un seductor de primera. Recuerdo que las muchachas solían pasar la mañana esperándolo en Bellas Artes”.
Pero Carlos Castaneda nunca existió como cajamarquino. Sus libros, sí. Su misterio, también. Desde esos años –casi toda una vida— vivió de un seudónimo ocultando la virgulilla de su apellido postizo. La virgulilla es el bigote de la N para que sea Ñ. Tenía su propósito Carlos, sin bigotes. Su sobrenombre lo hacía un hombre para los negocios en los EE.UU. Así fue un Carlos traidor a lo único que le otorga dignidad e identidad a la lengua en español: la ñ. Sin la ñ, su obra fue descomunal como el vuelo de su imaginación que no siempre tuvo buen aterrizaje. Cierto. sus libros producían resaca. Pero el lector avieso y travieso lo seguía como a las drogas expansoras de la conciencia: el peyote, los hongos y la datura.
Y sus libros eran sobre drogas, las duras. Leí Las enseñanzas de don Juan, su libro inicial, mientras me recuperaba de una involuntaria cirugía bajoventral en el otrora Hospital del Empleado de Lima. Era el principio de la década del 70 y yo andaba pegado a la psicodelia y la contracultura. Ese libro, autobiográfico y sincrético, articulaba los alucinógenos, los rituales toltecas mexicanos, el misticismo y la religión. Así fue mi credo y mi anestesia. Castaneda se había adelantado a Deepak Chopra y Paulo Coelho. Ergo, fue escritor bestseller como denominan los marketeros a los “mejor vendidos”. Castaneda se vendió al mejor postor como buen pastor con rebaño alucinado. Fue así escritor de culto como le dicen los incultos. Escritos en inglés –en español hubiesen sido folclóricos—, sus libros inmediatamente fueron traducidos a los idiomas más estrambóticos del planeta. Carlos era estrambótico también. Lo repito, lo leí en un hospital y fui curado para siempre del susto.
Las enseñanzas de don Juan empiezan como arrancan las buenas historias, desde el principio. Dice Carlos en el Capítulo I: “Durante el verano de 1960, siendo estudiante de antropología en la Universidad de California, Los Ángeles, hice varios viajes al suroeste para recabar información sobre las plantas medicinales usadas por los indios de la zona. Los hechos que aquí describo empezaron durante uno de mis viajes. Esperaba yo un autobús Greyhound en un pueblo fronterizo, platicando con un amigo que había sido mi guía y ayudante en la investigación. De pronto se inclinó hacia mí y dijo que el hombre sentado junto a la ventana, un indio viejo de cabello blanco, sabía del todo amén de plantas, del peyote sobre todo. Entonces le pedí a mi amigo que me presente a ese hombre”.
Aunque sus críticos señalan que la saga de sus textos es una farsa –Viaje a Ixtian, Una Realidad Aparte o Relatos de poder–, Castaneda siguió vendiendo. Los especialistas en literaturas exactas –que no existen— insistieron en que sus libros apenas se leían como obras de ficción. Así, no eran verificables como ordena el canon de las ciencias. Entonces no llegan al rigor de la antropología y de esa manera traicionan las tradiciones de los indios yaquis. Cuando no, los críticos. Esos carroñeros en captura de nuestra creatividad poco entendida. La envidia es la vía de la apetencia hechizada. He aquí que Castaneda vence el dictamen del análisis. Su arte trata del universo de la cultura Mesoamericana en la zona de México. Su visión aprecia entonces un nivel elemental para entender una cultura de origen autónomo, como son Egipto, Mesopotamia, China, India y Perú. Castaneda era peruano de la zona de Cajamarca límite con la sierra de Piura. Del área de chamanes y brujos. Entonces, sí sabía de la otra ciencia, la de la conciencia.
Castaneda o César Arana murió en Los Ángeles en 1998. En esta vida tuvo decenas de millones de lectores en todo el mundo y fue investido como el padre espiritual del New Age. Arturo Granda, periodista peruano, cuenta en su enorme crónica Las últimas noticias de Castañeda en la revista El Malpensante Nro. 47 (julio de 2003), que seguir las huellas de Castaneda es resbalar también dentro de una caja china de historias confusas. Las preguntas están repicando todavía. ¿Quién fue Carlos Castaneda? ¿Un guía espiritual? ¿Un fabulador afortunado? ¿Un farsante desenfrenado? En 1981, en el prólogo a su libro El don del águila escribe: “Lo que estoy describiendo es extraño para nosotros y, sin embargo, es real”. Oficialmente solo existen unas cuantas fotos de Castaneda. No le gustaba ser fotografiado o grabado porque, decía: “Es una manera de fijarle a uno en el tiempo”. Y cuando murió Don Juan sentenció: “No había muerto, sino ardido desde dentro”. Castaneda sigue vivo, ardiendo para afuera, aunque esté muerto.