Bajó, bajaron en el paradero del Estadio Nacional. Alejandro “El Manchao” Arteaga y la “Tina” Valentina, mirando el cielo rodar. De reojo, Barranco les quedó como un retrato que se perdía en la guerra con Chile. De soslayo, el pasado se bronceaba en aquellas estampidas que el Corazón de Jesús había tatuado en sus vientres ligeros y acorazados.
Y ahora recuerdo que la señora es insignia y estirpe. El nombre de Valentina convoca tradición, música, potajes y toda la gama de las sensualidades más escamosas. Y ahora les aseguro que ella resume el concho sápido del criollismo ortodoxo. Norma, su hija, sacó esa vez una botella etiqueta negra y me contaba sus hazañas donde aparecían los galanes Mañuco Covarrubias y «El Faraón» Wilfredo Franco, criollos honoris causa. Que a su mamita Valentina le gustaba el teatro, el vodevil, y que suspiraba por los personajes del cine de ese entonces. Y ahí está su foto, sonriendo como si estuviera escuchando cantar a “El Manchao” Arteaga.
Y cruzaron la plaza principal de La Victoria aún sin monumento al inca donado por los japoneses; y a dos cuadras el Jirón Luna Pizarro les encendió el apetito, la aventura de hacer familia en las mismas tripas del arrabal. Ahí, en la cuadra tres, la quinta casa del llamado Callejón del Buque –sí con mayúsculas– alfombrado de pancas, de pisadas que en la noche eran quitasueños, acodados escogieron el mejor lote de tierra prometida. Y en ese afinar, apareció el maestro morado con frac y zapatos de charol, pegó al atril tres veces sus batuta, a ella, le dijo zamba canuta, a él le prometió un inconmensurable frejol. Así nacieron, así fueron felices. De los balnearios del sur al ‘vórtice de la jarana’. Del mal de los sargazos a la médula de ese purgatorio compartido. Envidia del lujo de los pobres.
De aquí, de allá y de acullá, en esa casa azul del Callejón de Buque como los ojos de mi tercer novia, fue recinto para el grito del desgarro amical. Barrio de La Victoria, campo de concentración de talleristas, obreros y ebanistas. Peones también existieron pero eran minoría. Sólo el guargüero de la weltanschauung del negro venial, jamás banal, los hizo de fierro. Y dice las escrituras que Doña Agripina Pacheco Velarde había parido a Valentina aparte de otros 16 hijos, todos briosos comoel cocoliche lustroso por la luna.
Y la llamaron «Tina» porque desde chiquita erauna hormiga en punto de caramelo. Fachosa con la quimba arrebatada del brasero, la zamba cumplió los quince envuelta en los pliegues de un satén escarlata. Y qué de piropos, qué de versos picarones arrancaba frente al acequión, a la leche de burra derramada. Y apareció Alejandro, a quien decían ya “El Manchao”, un hombre con las pupilas cual higos a medio morder, buen cantor, jaranista y chupacaña.
Y amor eterno le juró un día, y un domingo sin más partes que esos que pregonan los cielos, contrajeron nupcias con un coro de gatos de segundo piso y treintaitrés damajuanas de pisco de Lunahuaná. Hubo reyertas más de una semana y dicen que la luna de miel se consumó entre cánticos y sahumerios…«Anoche me resbalé, mamacita/ con una concha del jabón, mamacita./ Ahora no te vas/ ahora no te vas/ ahora no te vas/ si tienes plata, mándate a mudar», le cantaban sus comadres. Y se fueron porque el lamparín los hacía más fogosos. ¡Qué caracha! Unos tienen que buscar su privacidad ¡Qué buenos cajones! Agarraron su baúl se treparon al tranvía acoplado y no pararon hasta La Victoria, previa bendición de la cofradía.
Alejandro “El Manchao” Arteaga era primera voz en tríos y combos del ayer. Igual era en un panalivio que en un fox trox. No se hacía problema con piano o con cajón duodecafónico. Así su timbre vocal se regodeó por Santo Cristo, Cinco Esquinas y allende Carabayllo, volvió por Mercedarias. Valentina, «La Tina» en casa, a falta de grandes potajes con banderita peruana nunca hacía faltar un Arroz con chalona o un Choncholí a la cacerola. Qué no sabía cocinar la señora si hasta el Caldillo de piedras le salía de rechupete.
Lavaba y bordaba que era un primor. Y llegaronlos hijos como los chocolates envueltos en una rosa de sábanas blanquísimas y con iniciales. Primero René, después Agripina, José Luis, Nilda, Norma y Rodolfo. Llegaron también la vitrina, el sofá, las cucharas grandes ideales para las ‘bembas colorá’ y el retrato de los cónyuges retocado con un pincel a octubre, y que como buena gente decente, colgaron junto al lecho. ¡Vaya que tenían todo el derecho!.
Boxeadores, futbolistas, toreros, tangueros, billaristas y hasta fichos plantados se hicieron eco de aquel cariño repartido. La casa era chica pero ya las jaranas la transformaban en grande. Fluía la eucaristía del amigo. No era necesario tener el pelo como resortes, bastaba sólo el carnet de Alianza Lima y aunque algunas oportunidades despacharon a patadas a un faltoso, por lo general la casa no se guardaba el derecho de admisión.
Una guitarra y cualquier mueble que lleve el compás eran suficientes, cantores brotaban por quítame estas pajas y se arrancaba el contrapunto que solamente paraba cuando «La Tina» mandaba a servir su «Sopa aventada» en recipientes de doble fondo que calmaba la piconería, arrugaba las muelas y dejaba a los invitados con el corazón cual colchón de doble plaza. Si no lo sabría el «Negro» García, hermano de Perico García, gran bóxer nacional, que jugó en el Sporting Tabaco y por ser elegante y simpático fue bautizado como «Sammy Davis Jr.». Si no lo sabría «Periquete» Aguilar de la calle Malambo o el comisario «Rascachucha», natural también de La Victoria.
La cultura del callejón es la redención de la familia, el sótano de la solidaridad con los iguales, con todos los ángeles al borde de sus infiernos. Vagón de vidas en el arraigo, las inocencias en el filo del crematorio y el paraíso. Cultura melodramática, orbe de la ilusión, como bien subraya Carlos Monsiváis. Habitáculo donde los de abajo saben de la felicidad del sufrimiento negada a los poderosos, que en aquel tiempo existían por línea y por alcurnia y no como hoy que emergen vía los “Reyes del huacatay” o los “Zares del camionetazo”.
Es verdad, esta Lima no se parece casi en nada a esa ciudad donde Valentina era la mariscala del sabor y el dulce fuego. Pero leyenda o no, «Mama negra» vivió para hoy contarles sus hazañas. Ya lo dijo en una décima don Juan Urcariegui y García por su madrecita: «Eres historia viviente/ de aquellas grandes jaranas/ donde Felipe y Quintana/ cantaron alegremente./ Ahí se hicieron presente/ la inolvidable Sabina/ y toda esa cantarina/ muchacha jaranera/ que gritó al ver tus caderas/ Eres humana y divina».
Vamos por partes y cucharadas. El cumpleaños de «El Manchao» se iniciaba el 8 y no paraba hasta el 15 de noviembre. El Callejón del Buque simplemente convulsionaba. Unos se iban y otros llegaban. Menos la negra «Tilín» que era la brava de la barra del Alianza, por algo no tenía burdel propio unas cuadras más arriba. Pero el mismo Pinglo se tiraba su resbalada y como «La Tina» era cambalachera, por algo Felipe le decía: «Oiga comadre, usted tiene sus muebles como camotes. Pendenciero el cojo.
Sí hasta la tía Catalina León que era bien recatadíta, al escuchar las guitarras como que le cosquilleaba los músculos y se lanzaba al ruedo para ver quién la paraba. Ni hablar de Nilda, que entre guapeo y guapeo, retaba al más quimboso y no se satisfacía hasta dejarlo casi patitieso para que le den respiración boca a boca. Como olvidar a Porfirio Vásquez, patrón de la copla y de la copa encabalgada.
Así, todos los domingos la familia Arteaga-Barrionuevo se mudaba con olla y toldo a la casa del cholo Luciano Huambachano en el Rímac. El 24 de noviembre era su cumpleaños, ahí no más, cerquita al de «El Manchao», entonces era casi la misma jarana. Y llegaban los sacerdotes mayores que eran Elías y Augusto Ascues y si la audiencia suplicaba que cantaran «Barrio bajopontino», composición del dueño de la casa, los Ascues por dar la contra, se mandaba con «La Abeja» del «Chino» Ernesto Soto.
Quién les decia que no, si hasta don José Arana Cruz, el gran «Patuto», médico cirujano del fútbol, que también cantaba sus valses, se hacía la señal de la cruz y junto al «Curita» González se iban a una esquina a remojar la envidia. Luego, un Cau-cau de Sabina, la mujer de Huambachano, bastaba para apaciguar y guardar oído. Sabina, para muchos, imitaba la sazón de «La Tina», pero jamás la pudo igualar.
Un periodista, alto y buenmozo, no se perdía jarana. Se llamó Rodolfo Espinar y bailarín o cantor que digamos, no era, pero sólo su presencia le otorgaba categoría al aquelarre criollo. El jueves se clavaba donde Bartola Sancho Dávila que ubicaba su morada ahí frente al viejo restaurante «El Parral». Luego, el viernes estaba en «El Buque», los sábados hacía la guardia donde los Ascues en el jirón Francisco Pizarro, y por supuesto, los domingos desde el mediodía se entornillaba en lo de Huambachano.
Espinar jamás pronunció improperio alguno y de impecable traje oscuro, era eterno compadre de Valentina. Un día Bautizaban una silla, el otro, un radio onda corta y el otro, hasta una jarra para elaborar una «lija». Y que lo diga Roberto Salinas, todavía pichón, que lo acompañaba a los mismos quintos infiernos. Espinar, nadie sabe, se daba tiempo para escribir quinientas cuartillas, tomarse quinientos «rompepechos» y estar fresco como una lechuga al otro día.
La Pampa de Amancaes fue testigo del temple de Valentina. Un 24 de junio de 1959, la Fiesta de San Juan, llegó con bandas y serpentinas. Desde la madrugada la familia se había roto los forros para llevarse el Pendón de la mejor cocina criolla de Lima. Esa vez, representando al “Tipuani” participaban en un concurso de potajes entre 17 Centros Musicales. La propuesta: Patita, Olluquito, Cau-cau y Papa Rellena eran sus baterías.
A mitad del certamen, ya el respetable tenía a la ganadora y la banda que se arrancó con una marinera y «La Tina» que cogió pañuelo y en el terral encebollado con unos pasitos saltarines le iba dando forma y fondo a una danza extraña, patogénica, excomulgable y pedía sus fideitos de letritas y de munición y que al lanzarlos al viento y entre palmas y oleees, alzaba los brazos y su voz de negra-negra se arrancaba con un estribillo «¡Ay, qué me hacen!». Lógico, la fiesta duraba hasta el otro día y en los cerros se escuchaba todavía «¡Ay qué me hacen!» por los siglos de los siglos, amen.
El “Callejón del Buque” tenía 25 casas y un eterno olor a anticuchos. La quinta puerta de la derecha es todavía la de Valentina. Dicen que hace unos años, era oficina para tramitar pasaportes para el cielo. Ahí nacieron los Arteaga, entre sopa escabechada y frejoles con vista al mar que «La Tina» al servir decía «sácale el bivirí». Y Norma, su hija, me está contando que cuando era ocasión de salir a un compromiso, se vestía casi siempre de azul con sus adornos de reglamento, prendedores, pulseras y aretes de oro blanco traídos de Potosí. Que «La Tina» cada año mandaba pintar la sala-comedor y le cambiaba el tapiz a los muebles y que en ese tiempo los gatos eran un lujo y no carne de olla como en estos días.
Así lo aseguraba don Mañuco Covarrubias y «El Faraón» Wilfredo Franco, orgullo surquillano, que era habitúes como sacristanes de esas misas negras. Que a su viejita le gustaba el teatro y el vodevil y que suspiraba hasta el ahogo por los personajes del cine de ese entonces. Que aunque era de poco tomar, cuando le servían un vaso de cerveza pedía que sea con blondas y que en buen cristiano quisiera decir, con bastante espuma. Y ahí está su foto, sonriendo como si estuviera escuchando cantar a «El Manchao» Arteaga bien lujurioso.
Los glóbulos negros entonces se encabritan en la aorta, el ritmo trepidante de los cueros y las cajas, los cencerros y las campanas están llamando. Entonces la cintura de Fela Campos y las caderas del negro Lalo Izquierdo se amotinan flameando, como émbolos de un músculo atento, una locomotora al partir arrastrando todos los movimientos a punto del duodeno, en el límite del coxis, en los labios de la pelvis.
Y se arranca el conjunto de Hugo Jaen Solano en la noche de la avenida Iquitos, cuando ahora sí todos los gatos son pardos, posesionándose de los cuerpos en el centro del Centro Social Cultural y Folclórico «Valentina», donde lo sensual rinde sudores de entrepierna y sobacos. Cosquillean todos los jugos, las comezones más profundas y los pliegues pringosos se abren aullando humedeces antropófagas. ¡Ya ves, Valentina! Son las raíces del deseo. Y este es el edén sin exilios.
Mujer como esta, difícil. Y nació un 14 de febrero de 1908, día de los enamorados. Ya lo decía mi tío «El Tato» Guzmán, fino compositor y natural de Barranco: «¡Qué buena vaina, ahora resulta que las mujeres lo ponen de cabeza a uno. Qué buen vaina!». Y «La Tina» que era una alma de Dios, que merecía el marido que tuvo y los hijos que parió, que en esa mezcla de magia, religión, mito e idolatría, supo perpetuar la cadencia de los rezos, el golpe del zapateo, los fuegos de la molienda del espíritu y, un 5 de mayo de hace unos años se fue derechita al cielo y vuelvo a citar a Urcariegui en décimas de buena madera: «En el fragor de una noche/ de una noche de jarana/ al son de una marinera/ viertes gracia con derroche./ Porque eres el áureo broche/ de una jarana divina/ porque eres canela fina/ enarbolando un pañuelo/ y por lo que dice el cielo/ Solamente Valentina».
CODA
Y amanece en “El Callejón del Buque. La Victoria un verano de 1961. Se evapora con la noche mestiza la tradición del barrio. El presidente Manuel Prado pasa sus últimos días en Palacio y Colombia nos elimina para el mundial de fútbol de Chile. Los sobrevivientes, viejos cantores, duermen a pierna suelta borrachos de jarana. Un pick up mana una antañona guaracha y ahora un rap popular está adherido a unos álbumes sepia y la televisión todo lo puede. Ha crecido como el musgo negro el relajo y cual moho verde la palomilla. Los orgullos anémicos derretidos en la pasión urbana embarazada y explosiva. El callejón es un Titanic. Se muere el criollismo, se muere. Valentina riega una maceta imposible, artesana del desafío social, cambalachera. Ahora observa la fotografía de una jarana en su casa y dos lágrimas ruedan hasta el fondo de esta crónica.