Dámaso también era Pérez, como Adán. Que si nació o no en la provincia de Matanzas, Cuba, un 11 de diciembre de 1916 es un dato para generales de ley del mariscal Pérez Prado. Lo cierto es que este pequeño gran hombre vivió para la música estudiando piano clásico con el conocido método Falcón, algo así como el Manual de Carreño para los que no saben comer con tenedor. ¡Y vamos que estudió! Con disciplina militar aunque su maestra fuese doña María Angulo, una tía que puso de moda la jaqueca, en la única provincia del planeta que hace honor a su nombre: Matanzas.
Dámaso Pérez Prado. El inventor de un extraordinario y revolucionario lenguaje musical plurivalente y polirrítmico. Creador de una estética barroca en el paroxismo de las incongruencias y contradicciones: el mambo, una erótica del ritmo, lujuria, transfiguración y deseo. Pérez Prado o PP, un privilegiado del compás, según ciertos críticos, está muerto. Yo digo que está vivo, que habla conmigo cuando otra vez lo oigo chillar detrás de su Cerezo rosa, un clásico, como el Bolero de Ravel y el mismo Cóndor pasa. Que está vivo porque en él anida el mismo sonido de la vida, “calmoviolento” y es tierno y es agresivo, como el primer amor, como el último.
PP, que vino muchas veces al Perú -y decía que sólo las mexicanas y las peruanas, amén de las cubanas, sabían entenderlos con aquellos sincopados que hacía arder la sangre- hablaba también que Lima era la segunda capital del mambo en la década del cincuenta. Y PP fue ese músico pequeño de estatura, inmenso en el arte absoluto. Franz Fanon decía en su texto Los condenados de la Tierra que algún día la venganza del tam-tam de los tambores se haría realidad. Pérez Prado jamás lo leyó, pero siempre supo de aquel mensaje.
La tremenda conmoción que, años después, provocaría en todo el planeta con su ritmo desconcertante tiene su origen en aquella fusión de su conocimiento en música “seria” y la otra (no la chistosa), la popular que aprendiera en los muelles del puerto de La Habana. Sólo hay que escuchar El vuelo del moscardón del genio ruso, casi soviético, Nicolai Rimsky-Korsakov –en el que se luce la trompeta del cubano Modesto Durán– y que provocaron bailar mambo al mismísimo Avispón Verde y a su lugarteniente-chofer Kato, que en el fondo no era otro que el inclemente Bruce Lee.
Es verdad que los apachurrantes años cincuenta están marcados por el mambo, ritmo que llegara no sólo en discos sino en muchísimas películas mexicanas de la época. Al son del mambo, donde la voz es de Benny Moré, pero la actuación es del vocalista Yeyo, Carita de cielo, Ventarrón. El derecho de nacer (que hizo llorar al propio Tatán en el cine Continental) donde Pérez Prado, también acompañado de Benny, interpretó el tema, aunque en off, La bayamesa. Y aquel ritmo asmático y barroco, que en su tiempo dos incide en el bongó y en el tiempo cuatro, en el primer golpe agudo de las congas, bien pudo ser el correlato musical que necesitaba José Lezama Lima para fijar La Fijeza, ese su notable libro de poemas. Y aquel ritmo llamado Mambo e interpretado por PP y su alucinante orquesta causó más pavor que el propio cometa Halley y jamás mortal alguno pudo salvarse de su diabólico embrujo.
El mambo, no obstante, fue más allá, relegando las audacias de los ejecutantes del jazz, norteamericano o no, convirtiéndose en el más extraordinario género de la música bailable de este tiempo, como afirma Sergiu Celibidache, otro gran mambero.
PP salió de Cuba en 1949 porque creía tener en el cerebro un ritmo que iba a revolucionar la música universal. Y llegó a la capital azteca en los precisos momentos en que la industria del cine alcanzaba su mayor esplendor. PP tuvo entonces la oportunidad de actuar en la película Al compás del mambo y ser contratado para la RCA Víctor, con quien grabó un tema que hoy muy pocos recuerdan: José y Macamé.
Oficialmente, aquel fue el primer mambo que llegó a la historia del disco. Sin embargo, algunos investigadores señalan que el mambo fue un danzón del maestro Orestes López, compuesto para la orquesta de Arcaño y sus Maravillas al final de la década del treinta. Pérez Prado lo conocía, pero tengo todo el derecho de creer aquella confesión en la que explica que su mambo fue una iluminación que le ocurrió en un vestuario del teatro Maipo de Buenos Aires, cuando acompañó en una larga gira a la cantante Blanquita Amaro.
A Lima habían llegado orquestas de la talla de la Lecuona Cuban’s Boys, del mismísimo Ernesto Lecuona, y que tenía como pianista a Armando Oréfiche, pero eso fue en 1935 para presentarse en el Teatro Segura. Antes, como bien señala Jorge Basadre en su Historia de la República del Perú. Lima sintió los estragos de la música negra por primera vez cuando en julio de 1860 desembarca en el Callao la compañía de negros norteamericanos denominada The Alleghanians.
En noviembre de ése mismo año, se presentan los Ethiopian Minstrels un conjunto de cantantes africanos que había conquistado Nueva York. En realidad era una orquesta folclórica con cantores y tambores exóticos, que dejó un sabor extraño en un público, hasta entonces denominado por el gusto a la ópera italiana, la ópera cómica francesa y un poco de alegría de la zarzuela española. Los tambores y aquellos spirituals definitivamente abrieron una herida en la oreja y alma nacional que el tiempo sólo ha logrado perpetuar. Pero antes de recibir a la orquesta de Pérez Prado, los limeños ya se banqueteaban con la banda de Benny Bustios, grupo con formato de jazzband que impuso no sólo una moda musical sino una elegancia en el vestir que no se ha vuelto ha repetir. los hombres usaban el traje de chaqué –saco cruzado y pantalón huatatiro– con grandes solapas, tirantes y zapatos de dos colores. Las damas lucían vestidos de satén con faldas al tubo, tacos altos y medias nylon -las primeras- con una raya divina que bajaba desde los muslos posteriores agarrando rabadillas y rematando en el delicioso talón.
Si el valse en el Romanticismo y el ragtime a comienzos del presente siglo fueron calificados de “frenéticos”, “estrepitosos” y “desquiciados”, el mambo de Pérez Prado no era otra cosa que una “diabólica zarabanda” por usar una frase de Miguel de Cervantes. La iglesia puso el grito en el cielo y se desgarraron las sotanas: “Es un baile inmoral, indigno de ser bailado por una señorita recatada”. Ni más ni menos.
Alejo Carpentier, no obstante, replica: “Hay mambos detestables, pero los hay de una invención extraordinaria, tanto desde el punto de vista instrumental como desde el punto de vista melódico. Pérez Prado, como pianista de baile, tiene un raro sentido de la variación, rompiendo con esto el aburrido mecanismo de repeticiones y estribillos que tanto contribuyó a encartonar ciertos géneros bailables antillanos. Es la primera vez que un tipo de música popular se vale de procedimientos armónicos que eran, hasta hace poco, el monopolio de los compositores calificados de ‘modernos’ y que por lo mismo asustaban a un gran sector público”. [Oír urgente: Mambo Nro. 8, en fa mayor].
Viendo bailar a Resortes uno alcanza a comprender que Pérez Prado es un revolucionario de la música y la danza popular. Aunque todavía existan ciertas danzas latinoamericanas que nadie baila ya espontáneamente, sino que perduran gracias a concursos y festivales financiados por órganos oficiales, supervive otra clase de música popular, vital y en continuo proceso de evolución surgida en los pueblos y urbes. En este siglo, el jazz y la música cubana adquirieron categoría universal y una evolución perpetua. El mambo de Pérez Prado, el feeling de Benny Moré, algunas salsas de Eddy Palmieri, la música cubana actual de Irakere y por qué no, los mambos neoyorquinos de Tito Puente, son muestras de un movimiento auténtico que algunos “genios” han plasmado, rescatando la esencia más pura de la cultura popular.
A principios de los cincuenta, Pérez Prado alquiló el teatro Blanquita de México y puso en escena un programa llamado Al son del mambo. El sindicato de músicos mexicanos lo obligó a que en su orquesta tocaran también ejecutantes de ese país. Dámaso contaba entonces con Benny; en la trompeta Durán, Aurelio Tamayo era el timbalero, en las otras trompetas estaban un habanero bautizado como Florecita y el otro era Perique, finalmente al bongó se cuadraba Clemente Piquero Chicho, los saxos eran mexicanos y así llegó a Lima una mañana de 1951, al viejo aeropuerto de Limatambo.
Es innegable que en el mambo hay una serie de ejes tomados de los clásicos del progressive jazz o el mal llamado bop. Charlie Parker, Lester Young, el blanco Stan Kenton, Dizzy Gillespie, el viejo Earl Hines, el baterista Kenny Clarke y dos cubanos contratados por la banda de Gillespie: el pianista Joe Loco y el baterista y pailero, Chano Pozo. Pérez Prado independiza la acción homogénea del piano, y es el contrabajo el que pasa a marcar la pulsación fundamental de los cuatro tiempos en sonidos graves. Este nuevo concepto armónico tuvo un acierto en todo el planeta porque al escucharlo, a uno le hervía la sangre y le ardía el corazón.
Pérez Prado tocaba el piano de pie acompañado de interjecciones y sonidos guturales de “guapeo”. Aquella síncopa en sus metales, especialmente en el saxo, era la música absoluta. Antes que una innovación del ritmo, fue una erótica más que una poética. Las jóvenes de los cincuenta saben bien a qué me refiero. Y usted –amadísimo lector– si no lo recuerda, yo mismo soy.