Para Bolívar, el primer poder del Estado es el Judicial. Así lo dirá en su discurso ante el Congreso de Bolivia al ofrecerle el proyecto de Constitución que había preparado: “El poder más grande en una república es el que ejercen los tribunales por el tremendo instrumento de las leyes.”
Esa proclama de Bolívar es hoy, urgente.
¿Por qué? Porque pocas veces en nuestra historia el Perú ha vivido una sensación de anarquía como la de hoy. Con un Congreso desprestigiado, un presidente acusado de corrupto y mentiroso, y todos los presidentes enfrentando cargos penales, no puede ser otro fantasma el que aceche a la república sino la anarquía.
A todo esto se agrega un Ejecutivo débil que hace todo lo que hacen los débiles abusivos. Se inventa un enemigo que no existe. Revive una guerra que terminó hace 20 años. Trata de aplastar a los vencidos a pesar de que estos ya están en la cárcel. Se dedica a inventar y a calumniar a los peruanos que no lo consideramos apto para el cargo. Según él, el setenta por ciento de la población está constituida por comunistas que le quieren hacer daño al país.
Y, mientras tanto, las revelaciones de sus negociados aparecen cada hora en la televisión.
Se parece este tiempo a aquel en que Lima fue ocupada otra vez por los españoles(1824) y se quedó sin instituciones republicanas. En ese momento, Simón Bolívar, cobijado en Trujillo, tuvo la respuesta.
Al Libertador se le suele recordar en medio del estallido de la metralla, el choque de las espadas, el relincho de los caballos y la música triunfal de los clarines.
Pero Bolívar es mucho más que eso. Es un filósofo, un estadista y un profeta.
A la anarquía le contestó con la quimera. En Trujillo, está Bolívar soñando en la república utópica que debe fundarse en esta región del planeta y cuyas dos bases de sustento son – como lo dice el Discurso de Angostura- las luces y la moral.
Las luces –la educación popular, el desarrollo de las ciencias y de las artes- lo conducirán a fundar, en el patio del abandonado convento de los jesuitas, la Universidad de Trujillo, la primera Casa de Estudios Superiores en la América republicana de la que, con el correr del tiempo, egresarían utopistas, revolucionarios y escritores universales.
Su devoción por la moral y su concepción sobre los Poderes del Estado lo harán convertir el bucólico convento de los mercedarios en la primera Corte Suprema del Perú independiente que, con Manuel Lorenzo Vidaurre, su primer presidente, se trasladará a Lima cuando la independencia esté consolidada.
Bolívar señala que “el Ejecutivo no es más que el depositario de la cosa pública; pero los tribunales son los árbitros de las cosas propias, de las cosas de los individuos. El Poder Judicial contiene la medida del bien o del mal de los ciudadanos, y si hay libertad, si hay justicia en la república, son distribuidas por ese poder… Que las leyes se cumplan religiosamente y sean inexorables como el destino.”
En las verdaderas democracias, el poder judicial debería ser independiente y soberano, y poseer completa potestad para ver cumplidas sus resoluciones sea quien fuere la persona o institución a quien afecten. Puede decirse que la decencia de un país se muestra cuando el Judicial es el primer poder del Estado y el contralor de sus pares, capaz de encausar al Presidente de la República y de tomar –sin influencia alguna- decisiones sobre la libertad, la vida, la propiedad y el honor. En las democracias rudimentarias, el judicial pasa a ser una de las ramas supeditadas al Ejecutivo.
A casi dos siglos de su retiro en Trujillo, se escuchan con más fuerza las lecciones de Bolívar. Aunque un poder judicial libre parezca una quimera, en tiempos como este, es bueno recordar las no tan utópicas utopías del Libertador.