La marcha del Cardenal

 

Me ocurrió en los interiores de una radio limeña. Entraba yo porque iba a ser entrevistado a las 11 de la mañana. Debido al exceso de la calefacción, se sentía allí un calor bochornoso y asfixiante.
Por casualidad, en ese momento salía de la cabina el cardenal del Perú, Monseñor Cipriani. Nos presentaron y él me preguntó:

-Ah, escritor González Viaña. ¿Cómo se siente?

-Padre, siento que estoy entrando en el infierno.

Lo había dicho debido a la temperatura sofocante, pero los presentes lo interpretaron como una broma que, en realidad, yo no había querido hacer. Entonces, el arzobispo reiteró su pregunta:

-¿Por el calor?

-No, por usted.

El audio posiblemente estaba abierto porque hasta ahora muchas personas me recuerdan esa anécdota. Sin embargo, si alguna vez he pensado que fui injusto, la reciente “marcha por la vida” me reafirma muchas veces en lo que aquella vez dije.

¿Acaso no es diabólico conducir una algazara vociferante contra miles de mujeres quienes, debido a una situación desdichada, han tomado una triste decisión?… Luego de asumir que el aborto es una solución fatal, ¿qué hace un verdadero sacerdote? ¿Aconseja y levanta el ánimo de su confesada o la echa de la iglesia, la maldice, la humilla y la somete al escarnio?

No sé si fueron cien mil o un millón. No sé cuántos demonios hay en el infierno, pero sus gritos, sus vituperios, sus condenas deben de haber resonado como la entrada en el infierno para las mujeres que, un poco antes, habían recibido la baba de un violador o escuchado la negativa de un infame o sentido el aullido de la pobreza a la puerta de su casa.

Procesiones como la “marcha por la vida” las hubo en Lima en la época de la Colonia. En la plaza de armas, los inquisidores congregaban a hombres, mujeres y niños para presenciar los ajusticiamientos de brujas supuestas, o de judíos, homosexuales, blasfemos, herejes o simplemente de rebeldes contra el rey de España.

Los ciprianis de entonces usaban leña verde para que sus víctimas tardaran horas en morir. Por su parte, la embrutecida y canibalesca multitud escuchaba con entusiasmo el clamor de los moribundos o aspiraba con hambre el olor de la carne humana en el asadero.

Antes de los condenados a muerte, pasaba el desfile de aquellos que habían padecido largos años de cárcel e iban a ser liberados. Vestidos con hábitos de penitente y sombreros en cucurucho, eran sometidos a pedradas y escupitajos de la turba.

Aquellos habían sufrido calabozo en los sótanos de la inquisición y, hasta en eso, se repite la escena en nuestro tiempo cuando los condenados por delitos asociados a sus ideas políticas, muchas veces ancianos, dejan la cárcel y son perseguidos por perversos y presuntos “reporteros” quienes les preguntan cómo se sienten y si ya se han arrepentido de pensar.

A esos tiempos temibles nos remite la marcha de Cipriani, y a mucho más. No es la vida lo que se defiende: de otra manera no estaría allí el cardenal que justificó las matanzas de Fujimori y que no sacó ninguna marcha contra la esterilización de 300 mil mujeres.

De lo que se trata es de regresar a tiempos oscuros los cuales los derechos humanos no existen o son recortados de nuestra escuálida democracia. Como ya se dicho, se quiere impedir por todos los medios que la mujer alcance de la igualdad de derechos. Se trata de lograr que el Perú abandone el sistema jurídico interamericano, uno de los pocos sustentos de nuestra vida como nación civilizada.

Ni las violaciones, ni los sodalicios, ni los feminicidios incomodan al Cardenal. Como lo ha dicho jubiloso, está construyendo una fuerza política cavernaria que tendrá peso en las elecciones… aunque pronto se le escapará de las manos e irá a parar en las de los fundamentalistas evangélicos.

Creo que no me equivocaba cuando dije que, al ver a Cipriani, me sentía en el infierno. Hace mucho calor en estos días.

 

 

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