Hace siglos hubo un político romano, orador de arrebatada elocuencia, que, en ratos de ocio obligado, compuso algunas obras de filosofía política, todavía hoy leídas, en las que se inspiraron no pocos de los que en la época moderna lucharon –tan meritoriamente– por las libertades democráticas. Como filósofo que también era, no dejó de hacerse una de las preguntas fundamentales que plantea la democracia, esa forma de gobierno, que es una preciada conquista de la humanidad: ¿es todo objeto de votos? ¿tienen límites la libertad democrática y la voluntad popular? Pregunta tan consustancial con el régimen democrático, que es la misma que se hacen muchos pensadores modernos. A la vuelta de los siglos, el problema no ha cambiado. Es aquella vieja pregunta –aunque con matices nuevos– para la que cierto político español, un liberal, decía no tener respuesta. Este político no tenía respuesta, porque su ideario era liberal y para el liberalismo –que no debemos confundir con la democracia– no hay ni puede haber respuesta. Pero nuestro orador romano sí, la tenía. ¿Por qué el liberalismo no sabe ni puede responder a la cuestión? No tiene respuestas porque el liberalismo tiene entre sus fuentes el dogma rousseauniano de la bondad y de la infalibilidad de la voluntad general: lo que quiere la mayoría es necesariamente bueno y verdadero. Ciertamente, la mayoría ha cometido en los dos siglos que nos separan de Rousseau, los suficientes desaguisados como para que ni los más puros liberales crean ya en ese dogma. Pero siguen creyendo, si no en la bondad absoluta, al menos en la soberanía absoluta de la mayoría.
También nuestro filósofo romano creía en la democracia y en la mayoría. Pero sus maestros estoicos le descubrieron que el hombre –y por lo tanto también el pueblo– tiene un límite infranqueable, que si bien el pueblo es soberano, no lo es de modo absoluto, porque el hombre es, ciertamente, rector de sí mismo, pero antes que eso es un ser regido. No es el hombre, como quería el viejo Protágoras, la medida de todas las cosas. Es un ser libre, modelador de su destino, pero su libertad está gobernada por las exigencias objetivas de su propio ser. No es el hombre el criterio del bien y del mal, no es el pueblo el criterio de lo justo y de lo injusto; tal criterio es la ley natural.
Cicerón –que éste es nuestro romano– escribió, con la simplicidad propia de su estilo –de hace más de veinte siglos– una hermosa página al respecto, que conviene reproducir: Es absurdo pensar que sea justo todo lo determinado por las costumbres y las leyes de los pueblos. ¿Acaso también si son leyes de tiranos? Si los Treinta Tiranos de Atenas hubieran querido imponer sus leyes, o si todos los atenienses estuvieran a gusto con las leyes tiránicas ¿iban por eso a ser justas esas leyes? Creo que no serían más justas que aquella otra que dio nuestro interrey de que el dictador pudiera matar impunemente al ciudadano que quisiera, incluso sin formarle proceso. Hay un único derecho que mantiene unida la comunidad de todos los hombres, y está constituido por una sola ley, la cual ley es el criterio justo que impera o prohibe: el que la ignora, esté escrita o no, es injusto (…). Que si los derechos se fundaran en la voluntad de los pueblos, las decisiones de los príncipes y las sentencias de los jueces, sería justo el robo, justa la falsificación, justa la suplantación de testamentos, siempre que tuvieran a su favor los votos o los plácemes de una masa popular (…). Y es que para distinguir la ley buena de la mala no tenemos más norma que la de la naturaleza. No sólo lo justo y lo injusto, sino también todo lo que es honesto y lo torpe se discierne por la naturaleza. La naturaleza nos dio así un sentido común, que esbozó en nuestro espíritu, para que identifiquemos lo honesto con la virtud y lo torpe con el vicio. Pensar que eso depende de la opinión de cada uno y no de la naturaleza, es cosa de loco (De legibus, 1, 15-16.)
Claro que hoy se ha oscurecido tanto el concepto de ley natural, que no es posible tratar de la cuestión planteada sin dar un largo rodeo. Ruego al lector que me acompañe en esta aparente divagación con su atención y cortesía; aunque el rodeo sea largo, la respuesta llegará.