Cómo la falta de complejos llevó a Cameron Diaz al éxito

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Cameron Díaz cuenta que aprendió a poner lavadoras a los cuatro años. «No sabía leer, pero sí el botón que tenía que pulsar», recuerda. Desde entonces ha cuidado de sí misma sin ayuda de nadie. Cuando aceptó protagonizar Algo pasa con Mary, su agente amenazó con despedirla: «estás loca, el mundo entero se va a reir de ti». Sobre el papel, el hoy legendario momento en la que Mary se aplica (lo que ella cree que es) gel fijador y se pasea varias escenas con un tupé pegajoso resultaba demasiado escatológica para una niña mona como ella. Pero Cameron Diaz nunca ha sido una niña mona. A ella le hacía mucha gracia la escena, y la rodó encantada desoyendo las amenazas de los profesionales a su alrededor.

«Se me da fatal toda esa mierda de Hollywood», confiesa. Pero no es cierto. Nadie consigue ser la actriz mejor pagada de la historia (21 millones por la secuela de Los ángeles de Charlie) si no sabe lo que hace. Y Cameron Diaz ha controlado cada paso de su carrera.

Cuando hizo su primera película (La máscara), se llevaban las chicas de al lado. Las caras corrientes y cercanas. Diaz se parecía más a Pamela Anderson que a Meg Ryan, y meneaba sus curvas en dirección prohibida. A pesar de que la película en ningún momento la considera un ser humano, ella enseguida demostró que era una mujer. Y que era mucha mujer. Cameron Diaz es la estrella más terrenal de su generación.

Fue Jennifer Lawrence cuando Jennifer Lawrence todavía no había aprendido a decir palabrotas. Diaz reconocía que su comida favorita era la miga de pan frita, y que su idea de la tortura es ser atada a una silla y obligada a escuchar canciones de Mariah Carey durante toda la eternidad. Su belleza era monumentalmente sexual, pero en cuanto abría la boca dejaba caer anécdotas tan vulgares como las que podría contar tu prima. O incluso tu cuñado.

El personaje de Mary moldeó para siempre la imagen pública de la actriz que le dio cuerpo, cara y flequillo. Diaz era como un colega con el que hablar de fútbol, hacer ruidos con el sobaco y beber birras, pero atrapado en el cuerpo de una Miss América. Era el sueño de cualquier chaval adolescente.

La actriz ha repetido esta fórmula compulsivamente, quizá porque cree que es lo único que el público quiere de ella, o quizá porque se lo pasa demasiado bien. En la mayoría de sus entrevistas, el periodista describe en algún momento cómo Cameron eructa mientras habla. No sorprende, por tanto, que su filmografía esté plagada de personajes sensuales que parecen adaptaciones del chiste del perro mistetas.

Extensiones artificiales de las aventuras de Mary.

En La cosa más dulce, canta extasiada «no, no puede caber aquí» (sí, se refiere a eso) y acaba con el rímel corrido cuando un desconocido le mea en el ojo (por asombroso que resulte, tiene sentido dentro del contexto de la película).

En Bad Teacher, se enrolla con (su por entonces novio en la vida real) Justin Timberlake, en un coito frustrado por una delirante eyaculación precoz.

El argumento de Algo pasa en la nube narraba los agobios de una pareja que había subido accidentalmente un vídeo erótico casero a la red.

Y en El consejero, Diaz echaba un polvo con un Ferrari ante la atónita mirada de Javier Bardem y de los (cuatro) espectadores que fueron a verla. No, no dentro de un Ferrari. Contra el parabrisas del Ferrari, restregándose en una versión pornográfica de los limpiaparabrisas que abordan coches en los semáforos. Incluso cuando puso voz a una princesa de cuento de hadas, se trata de la damisela en apuros más chocarrera de todo el cine de animación: la princesa Fiona de Shrek. Cameron Diaz está asociada al erotismo, la comedia y la vulgaridad. Todo junto, todo revuelto y a menudo todo pegajoso.

«He hecho unas cuantas de Shrek, y un par de Los ángeles de Charlie. Ah y también esas cosas raras de arte y ensayo». Así resume Cameron Diaz su trayectoria.

Esas cosas raras de arte y ensayo son Cómo ser John Malkovich, Gangs of New York y Vanilla Sky, donde recreaba el personaje de Nawja Nimri en Abre los ojos pero aportaba frases como «me tragué tu corrida, ¿es que eso no significa nada para ti?», en lo que tiene que ser algún tipo de apuesta por soltar la mayor vulgaridad posible hasta en los dramas psicológicos. Pero esos papeles en dramas de prestigio (que siempre incluían pelucas espantosas) quedaron atrás. Como si ella misma se hubiera aburrido de ser una actriz convencional, hoy Cameron Diaz se ha reinventado como gurú del mindfullness, lleva tres años sin hacer una película y no tiene proyectos a corto plazo. Una actitud relajada y curiosa que solo pueden permitirse las personas que tienen dinero de sobra. Pero también las que aspiran a utilizar su fama para hacer del mundo un lugar un poco mejor.

Sus dos libros publicados llevan títulos que apenas caben en la portada: El libro del cuerpo. Alimentar, mover, entender y amar tu increíble cuerpo y El libro de la longevidad, la ciencia del envejecimiento, la biología de la fuerza y el privilegio del tiempo. Ambos han sido superventas. Diaz reivindica la necesidad de envejecer sin presiones, y se rebela contra la esclavitud de la juventud en Hollywood. Según ella, esta fascinación colectiva por la lozanía no tiene sentido porque todos pasamos más tiempo siendo maduros que siendo jóvenes.

«Creo que es cruel lo que nuestra sociedad hace con las mujeres, les hace sentir que han fracasado por hacer algo que es perfectamente natural», denuncia la actriz y escritora, «publiqué una foto de mí misma sin maquillaje, y todo el mundo dijo ‘¡qué valiente es!’. ¿Por qué les parece valiente? Salgo de mi casa todos los días con este aspecto. Y luego entendí que lo que quieren decir es que yo debería temer que se rieran de mí [por salir desmaquillada]. Como mujer, debería prevenir que me criticarían por no ponerme un maquillaje que haga que la gente se sienta más cómoda con la edad que tengo. Y me pareció triste».

Esta actitud reflexiva, crítica y casi filosófica se aleja mucho de aquella Cameron que concedía entrevistas conduciendo su descapotable a toda velocidad por las calles de Los Ángeles, saltándose señales de tráfico, y gritando «¡que te den!» a los conductores que la pitaban. En aquel momento, estaba promocionando comedias románticas alocadas y un poco chabacanas. Estaba vendiendo la imagen de sí misma que quería dar.

Esta es la clave de Cameron Diaz, de su éxito como mujer y como estrella. Siempre está en control. Y se lo pasa bomba. Se dejó manejar por el heteropatriarcado en La máscara, pero nunca más. Supo ser adorable en La boda de mi mejor amigo, y casi le roba la película a Julia Roberts. Desde entonces sus personajes han sido mujeres que resultan tan sexuales como ellas deciden, y cuyo cuerpo no está al servicio de nadie excepto de sí mismas. Si alguien quiere verla como a una muñeca inflable, no es su problema. Porque ella nunca se ha comportado como tal.

Por eso Cameron Diaz es un atípico modelo a seguir. Estudió en un colegio con vallas de espino, detectores de metal y seguridad policial. «Era un lugar seco y rígido» recuerda , «pero muy multicultural, y me proporcionó herramientas para identificarme con las personas y entenderlas. Aprendí a portarme bien y ser amiga de todo el mundo. Tienes que ser dura, especialmente cuando eres una chica blanca delgada».

A pesar de que no ha tenido hijos, Cameron asegura que está rodeada de niños. Tiene seis sobrinos y sus amigas están encantadas de dejarle hacer de canguro. Se le debe de dar bien el papel de tía enrollada que deja a sus sobrinos comer hidratos de carbono. Dos de ellos son los hijos de Nicole Richie, una de sus mejores amigas que le presentó al que hoy es su marido. Benjamin Madden es el hermano gemelo del esposo de Richie, Joel. Y según Diaz, le ha hecho olvidar a todos sus novios anteriores (Matt Dillon, Jared Leto, entre otros), porque en cuanto le vio supo que es el hombre de su vida. «Mis amigas me decían ‘cuando lo sabes, lo sabes’. Y ahora lo entiendo: a esto se referían cuando hablaban del amor, del compromiso y de la devoción. Cuando sabes que vas a construir tu vida con alguien», describe la actriz.

Los tres mantras que rigen su vida son «hazlo lo mejor que puedas», «la fama no es lo que eres, sino lo que haces» y «encuentra la forma de reunirte con tus amigas lo más a menudo posible». Y lleva 39 años (desde que aprendió a manejar la lavadora) aferrándose implacablemente a ellos.

Le gusta contar la historia de aquel día en el que estaba comiendo en un restaurante chino de ocho dólares el menú cuando una mujer empezó a hacerle fotos con el móvil. La actriz se acercó a ella, apoyó su mano sobre el hombro de la paparazzi aficionada y le dijo «hola, ¿le importaría por favor dejar de hacerme fotos mientras como? Muchas gracias, que tenga un buen día». Diaz recuerda esta anécdota como una insignia de la que está orgullosa: «la pulvericé con amabilidad, y si se enfadó conmigo por ser tan dulce es que tiene serios problemas. Ella no tenía mala intención. Seguro que paró [de hacerle fotos]. Si hubiera vuelto a hacerlo, entonces ya estaría siendo irrespetuosa… y eso provocaría una conversación completamente distinta». Y si algo está claro, es que Cameron no dudaría en enzarzarse en esa otra conversación. Nunca ha dejado que nadie controle su vida, y no va a empezar ahora.

Fuente: revistavanityfair.es

 

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