El pasado 23 de febrero ha tenido lugar en el Palacio de Luxemburgo, sede del Senado de Francia, la presentación en sociedad de la plataforma cultural “One of us” en defensa de la vida humana. Y lo ha hecho en un acto marcadamente académico, que ha contado con la presencia de filósofos de talla internacional como Rémi Brague, Thibaud Collin y Olivier Rey, el politólogo Pierre Manent, la periodista Marguerite A. Peeters, la físico-química Assuntina Morresi, la Secretaria de Estado para la familia y la juventud en representación del Gobierno de Hungría, el exministro y eurodiputado Jaime Mayor Oreja, presidente de la Federación “One of Us”, etc.
La identidad de esta plataforma hunde sus raíces en la federación europea del mismo nombre (“One of Us”), cuyo hecho más notorio en su momento fue la canalización de una iniciativa ciudadana europea contra la destrucción de embriones humanos, finalmente frustrada por una Comisión Europea en funciones. En la actualidad sus fines iniciales no solo perviven, sino que sirven de fundamento para la configuración de un auténtico think tank que conceda un especial protagonismo a los intelectuales europeos, como antecedentes necesarios en toda acción política posterior.
El objetivo de esta plataforma no deja de ser ambicioso: despertar la conciencia europea de ese letargo relativista en el que se ve inmersa y que ha traído como consecuencia la baja tasa de la natalidad, la crisis de la familia y el matrimonio, la negación de la propia identidad cultural de Europa; los ataques a la libertad de conciencia y expresión, así como la depreciación del concepto y el significado de la dignidad humana en el imaginario colectivo. Como sostenía Robert Spaemann, filósofo alemán recientemente fallecido y gran inspirador de los ideales que hace suya esta plataforma cultural: “la civilización moderna presenta una amenaza para la dignidad humana como hasta ahora nunca había existido”. Otras civilizaciones pudieron ignorar esa dignidad, pero la nuestra actual –que ha oído hablar de ella- quiere eliminarla.
La raíz de ese deseo se encuentra en la “cientifización” de la mente: consideramos que racional es lo científico, entendiendo por tal el modelo ahora vigente de ciencia. En su proverbial tendencia a considerar todo en términos de objeto observable y medible, el hombre ha dejado de sentirse el centro del mundo (lo que sucedía en la llamada concepción antropocéntrica, propia de la primera modernidad, orgullosa de la capacidad humana de poseer y dominar la naturaleza) para convertirse en observador y medidor de sí mismo como objeto natural de estudio. Además, nos medimos cuantitativamente, en números, como si eso nos enseñara de verdad algo acerca de nuestro ser. La inflación de medidas numéricas (en sí mismas, sin duda, de utilidad) es una auténtica patología de nuestro tiempo.
Al parecer, no sabemos quiénes somos –por eso nos estudiamos-, pero no estudiamos cuál es nuestra forma de ser en cuanto seres humanos –es decir, nuestra medida cualitativa formal- sino que solo investigamos aspectos parciales y cuantitativos de nuestro ser: de carácter médico, psicológico, sociales, etc. No nos conocemos de este modo a nosotros mismos. Sabemos, sin embargo, que nuestros descendientes serán antropomorfos, seres ya no generados sino producidos por nosotros en el laboratorio. No sabemos qué es ni quién es el hombre, pero lo vamos a producir.
Además, como se considera que el ser humano es un ejemplar más en la naturaleza –uno entre otros-, pero con la curiosa posibilidad de producir su existencia, resulta que no solo es el más digno de los que pueblan este mundo, sino que quizás es el más indigno.
Esta indignidad, hoy presentida por muchos, no es una metáfora. Los seres humanos actuamos como creemos ser, nuestra acción depende tanto de nuestro ser como de la representación que de nuestro ser nos hacemos, ya que siempre “somos más de lo que somos”, por más que esto último no se reflexione.
Si en el mundo no hay diferencias esenciales –pues se piensa que todos somos igualmente naturales– querer presentarse como superior es pura arrogancia. Pero el hombre –un ser más entre otros que pueblan el universo- no es entonces fiable, ya que, con su capacidad de producción, es una amenaza para los otros seres e incluso para su propia descendencia. Y un ser no fiable no es digno.
La misma característica que se consideraba decisiva para certificar la dignidad del hombre –su libertad racional- es ahora la que lo hace aparecer como indigno. El animal sigue su instinto, es predecible y cumple su papel en el universo. El hombre, por el contrario, sería un peligro para el Cosmos; así lo entiende la llamada Deep Ecology.
Fuente: https://www.ideasclaras.org