LA HAYA.- Cuando los niños salen de una guerra, la parte más importante de la recuperación psicológica es «sentirse útiles de nuevo», por lo que hay que darles «oportunidades reales» que eviten que recaigan en otro tipo de violencia, opina el activista sierraleonés y antiguo niño soldado Ishmael Beah.
Este activista pone de relieve en declaraciones a Efe los problemas de reinserción de los «niños de la guerra», basándose en su experiencia, ya que a los 11 años Beah vio cómo asesinaban a sus padres y dos hermanos en la aldea de Mogbwemo, durante la guerra civil de Sierra Leona (1991-2002); y a la edad de 13 fue capturado por las fuerzas gubernamentales y convertido en un soldado más.
En plena adolescencia, aprendió a disparar, «mató a mucha gente», ascendió a «teniente general con niños a sus órdenes» y desarrolló una adicción a las drogas (anfetamina, cocaína y marihuana) a la que culpa de su actitud violenta en aquella época.
«En las guerras, los niños están en un contexto difícil, destructivo y traumatizante, pero teníamos una función. Cuando me rescataron, sin darme algo que hacer, me sentí inútil y podría haber sido fácil para mi volver a caer en cualquier otro tipo de violencia», rememora el ahora defensor de niños atrapados por la guerra en UNICEF.
Beah fue rescatado por la ONU en 1996 y trasladado a un centro de rehabilitación en la capital, Freetown. Allí comenzó su vuelta al «mundo civilizado», al que -asegura- le costó adaptarse porque la sociedad le había «deshumanizado» por sus vivencias.
Cuando le rescataron ingresó en un centro que toda su comunidad sabía que era para «antiguos niños soldado«, un cartel que no hizo más que etiquetar con el estigma a los menores que habían sido reclutados en la guerra, dificultando su reinserción social.
«Ya podía estar a kilómetros del lugar, que me acababan culpando a mí de cualquier cosa que pasaba en la aldea», recuerda, en su conversación con Efe en La Haya, donde ha sido invitado por Save the Children.
Cuando Freetown fue invadida por los rebeldes, Beah se trasladó a EEUU con ayuda de su familia adoptiva. Allí pudo estudiar en la universidad y cumplir su sueño de ser escritor, y ahora vive entre Francia y California.
Han pasado ya dos décadas de aquello, pero Beah promete seguir recordando la guerra porque es «el precio a pagar para recordar a otros lo que están haciendo mal o lo que pueden hacer» por los niños que sobreviven a una guerra.
Miles de menores que han vivido en el derrotado «califato» del grupo yihadista Estado Islámico (EI) en Irak y Siria se encuentran hoy atrapados entre el rechazo de sus países de nacionalidad y un vacío legal rodeado de dudas por el aparente «riesgo» que puedan suponer tras haber sido entrenados en el campo de batalla, testigos de atrocidades, y expuestos al miedo y al horror de la guerra.
Solo en los campamentos del noroeste de Siria, más de 2.500 menores de al menos 30 nacionalidades esperan su suerte, sin cuidados ni atención psicológica, y con un futuro cada vez más incierto.
«Cuando la guerra termina, terminan los combates, pero no el sufrimiento de la población que pasó por esa guerra», subraya Beah, de 38 años, que plasmó sus memorias en «Un largo camino» (2007), libro traducido a varios idiomas, entre ellos el español.
«Cuando quieres crear un precedente legal en la jurisprudencia, no puedes tener doble rasero, porque la ley sería inútil. Si un ciudadano comete un crimen no le quitas la nacionalidad y le dejas apátrida. Hay leyes que aplicarle en su país. Lo contrario es un precedente muy peligroso», añade.
Un ejemplo es el caso de Omar Khadr, un joven canadiense capturado por Estados Unidos en Afganistán cuando tenía 15 años y que pasó casi una década en la prisión de Guantánamo acusado de lanzar presuntamente una granada que acabó con la vida de un sargento estadounidense.
Durante años, Canadá se negó a repatriar a Khadr -hijo de un canadiense de origen egipcio considerado uno de los fundadores a Al Qaeda- hasta que en 2010, después de que la ONU solicitase su liberación al considerarlo un «niño soldado», Ottawa fue obligada a aceptar al joven.
La Defensora del Menor holandesa, Margrite Kalverboer, aseguró a Efe que «no es fácil reintegrar a esos niños, pero precisamente por eso hay que intentar llegar a tiempo: cuanto más pequeños son, más fácil será, y cuanto más estén viviendo en esa situación, más complicado será evitar que sean un peligro para la sociedad».
EFE