La democracia está indisolublemente ligada al Estado de Derecho, a la autonomía y separación de poderes, un dogma en que se fundan los regímenes presidenciales latinoamericanos. Un poder no puede ordenar a otro que haga algo de acuerdo a la voluntad del primero.
Es esto lo que estuvo en juego esta semana cuando después de un beligerante debate el Congreso dio su confianza al Gabinete Del Solar. Es cierto que hubo un cambio de tono del Primer Ministro respecto de su desafiante carta inicial al presidente del Congreso para pedir la aprobación de los seis proyectos de reforma política. Y es cierto también que los congresistas asumieron la gravedad de la situación y llegaron a un buen desenlace del conflicto que tuvo al país en vilo por un posible cierre del Parlamento. Quienes llevaron su indignación hasta pedir a gritos este cierre no pensaron en lo que podría venir para el país después de esta medida extrema.
Concluida la escaramuza queda por verse si el Ejecutivo al final de la Legislatura considera que las esencias que Del Solar detalló no fueron respetadas. Una verdadera espada de Damocles pende sobre el Congreso que haría trizas la autonomía de poderes en cuya virtud el Congreso tiene la prerrogativa y la obligación no solo de cambiar dichos proyectos sino de modificarlos y perfeccionarlos en aspectos cuestionables como los que pretenden mejorar los partidos políticos con participación ajena, obligatoria y vinculante. Estamos ante un verdadero absurdo que haría que los partidos ya debilitados desaparezcan legalmente. Si en las internas no vota el 1,5% de los electores dicho partido pierde la inscripción. Lo más probable es que los representados en el Congreso se opongan a esta propuesta y con ello reactiven la amenaza de disolución.
Pero no es tan fácil decidir unilateralmente disolver el Congreso sin que la comunidad internacional considere que es un golpe de Estado cuando en democracia es posible dialogar y lograr acuerdos y compromisos con decisiones que respondan a las demandas sociales que son muchas para dar forma a una necesaria agenda compartida.
El modelo de separación de poderes surgió como reacción ante el despotismo parlamentario o a los excesos del Presidente. Sin dejar de lado la influencia de los jueces sobre las decisiones legislativas, subordinando sus funciones a las del parlamento. Nadie quiere un parlamento como poder absoluto que coloque bajo su influencia a las otras ramas del poder ni un Ejecutivo omnímodo que domine al Legislativo y al Judicial.
Es el momento de que Martín Vizcarra gobierne y atienda las urgencias sociales, en especial la criminalidad urbana que descontrolada amenaza el derecho a la vida, y de que el Congreso legisle la reforma política rescatando su derecho a perfeccionarla sin amenazas ni riesgos de disolución. Momento también de evitar el monopolio del poder de una persona o de un grupo o partido. Que nadie esté tentado a reclamar para sí la totalidad de la representación o a usurpar o invadir las funciones de los otros.
De seguro no es el mejor Congreso el que tenemos pero cumple un papel de equilibrio dentro del Estado de Derecho. El choque permanente entre presidente y Congreso, las decisiones unilaterales o prepotentes liquidan la democracia, la confianza y la estabilidad. Es lo que debemos evitar.