Nuevo libro sobre Riva-Agüero y Sánchez Boquete

 

Artículo de opinión cargo de Hugo Pereyra (1)

Hace poco, fue presentado en Lima el nuevo libro de Elizabeth Hernández titulado José de la Riva Agüero y Sánchez Boquete (1783-1858), primer presidente del Perú. Se trata, a no dudarlo, de un notable y esclarecedor aporte al estudio del complejo proceso de la Independencia que, en nuestro país, y en el ámbito latinoamericano en general, ha estado dominado muchas veces por elaboraciones historiográficas deformadas (o del todo míticas) cuyas conclusiones permanecen marcadas a fuego en las mentes no solo del público de hoy sino también en las de investigadores profesionales.

Podría enumerar aquí muchas medias verdades o mitos. Por ejemplo, ese que acuñaron los hombres de la Independencia e historiadores de mediados del siglo XIX como Mariano Felipe Paz Soldán, que reducía este proceso a la supresión de una “era oscura”, y a la restitución de una “edad dorada” (el tiempo de los Incas). En pocas palabras, según este mito, la Independencia nos había permitido alejarnos de la perniciosa España, y de su tradición, recuperar nuestras raíces, y marchar hacia una era independiente de prosperidad y orden, rodeados de repúblicas afines y hermanas.

Por lo menos para los primeros veinte años de vida republicana, la realidad se encargó de mostrar a los peruanos que solo habíamos ganado una precaria independencia ahogada por el caos caudillista y la pobreza. Lo único que mantenía unido al Perú era la tradición de control del territorio que emanaba desde Lima y que se remontaba al tiempo virreinal. Tan débil asomó el Perú a la vida independiente que, a mediados de la década de 1830, un ejército boliviano liderado por Andrés de Santa Cruz invadió el Perú, aniquiló a sus tropas en un par de batallas campales, y fusiló, en una sola tarde, a toda la plana mayor del ejército peruano, incluido al entonces presidente Salaverry. En efecto, ¿qué independencia real se podía sostener sin dinero, sin orden institucional y sin estabilidad política? Por otro lado, en los hechos, los primeros ciudadanos del Perú tampoco pusieron en práctica el supuesto de que “habíamos retornado a la grandeza de los Incas”. En todo caso, como bien ha dicho una gran historiadora peruana, la actitud de las clases altas era la de aceptar a los Incas como arquetipos, pero no a los indios de carne y hueso. No cabe duda de que el racismo se profundizó en el Perú y que cada vez se abría un abismo más profundo entre la sierra y la costa. ¿Qué salvó al Perú de su desaparición entre 1836 y 1839? En el corto plazo, el interés de Chile de acabar con una Confederación, que si bien debilitaba y dividía (a propósito) al Perú en dos estados, uniéndolos bajo la hegemonía de Bolivia, representaba, en conjunto, una descomunal amenaza para el país del Sur. En el mediano plazo, lo que salvó al Perú de dividirse en dos (o, peor aún, de terminar fragmentándose en un “archipiélago” a la centroamericana) fueron tres cosas: la aparición de la enorme riqueza del guano en la década de 1840, el benéfico influjo de la tecnología de los nuevos barcos a vapor (que aceleraron la conectividad entre Lima y las ciudades del norte y del sur), y también la existencia de un líder nacional de amplia visión que dejó su marca en el Perú (en términos de la construcción del Estado y de la Defensa) hasta comienzos de la década de 1860: Ramón Castilla. Casi, casi, podría decirse que el azar, o la Providencia (a mis alumnos les digo que fue “Santa Rosa de Lima”) salvaron la unidad del Perú, porque, en términos estadísticos, es muy difícil que tres factores de esta naturaleza confluyan de manera tan inesperada. In short, los peruanos se estrellaron de bruces contra sus primeros mitos fundacionales, aunque con el oropel de la riqueza del guano volvieron a las andadas (Quien no lo crea, que vea la pintura de Luis Montero “Los funerales de Atahualpa” de 1867).

Regresando al tema de esta reseña, un desenfoque clásico que proviene de la época de las luchas emancipadoras, y que se acentuó con el tiempo, es la visión de que, entre 1811 (año del levantamiento de De Zela en Tacna) y 1824 (año de la batalla de Ayacucho), el Perú estuvo dividido entre “malos” y “buenos”. A los primeros se los ha retratado con saciedad en nuestros textos escolares, universitarios y especializados: eran los pérfidos “españoles” que se oponían a la independencia. En el imaginario peruano, eran algo así como los franceses que se enfrentaron con los vietnamitas en tiempos de la Guerra Fría, o como los arrogantes ingleses que explotaron la India, despreciando a sus poblaciones, antes de la su liberación en la década de 1940. De forma inversa, los “buenos” del tiempo de la independencia peruana eran como los valientes vietnamitas que luchaban contra la dominación blanca francesa, o como Ghandi, que se enfrentó con notable altivez a los opresores ingleses diciendo que era algo “evil” que unas pocas decenas de miles de europeos dominaran a millones y millones de hijos de la tierra.

Para entender el proceso de la independencia peruana, hay que comenzar por echar al tacho de basura esta gigantesca y, por desgracia, perdurable, deformación. Lo que hubo en el Perú no fue un enfrentamiento colonial (como ocurrió en Vietnam y la India en el siglo XX), sino una guerra civil. Hubo criollos, mestizos, indios y hasta nacidos en España en ambos bandos. Sin duda, existió un partido patriota que llegó a promover el separatismo y la desaparición del orden virreinal, por lo menos desde la segunda década del siglo XIX. Qué duda cabe que personajes extraordinarios como el poeta Mariano Melgar murieron fusilados con el nombre su patria peruana en los labios. La noción que Melgar tenía de nación estaba emparentada con la que había surgido durante la Revolución Francesa, en el siglo anterior. La deformación comienza cuando se dice que estos primeros revolucionarios peruanos fueron vencidos por “los españoles”. Si bien el virrey José Fernando de Abascal era español, no debemos olvidar que, por lo menos hasta 1814, antes de la derrota de Napoleón en la Península (cuando hubo por fin la certidumbre de que España no iba a desaparecer tragada por el Corso) el gobierno realista y “fidelista” de Lima debió actuar con una inesperada autonomía frente a la Metrópoli. Y las consignas fueron claras: ¡recuperemos el Alto Perú que le fue entregado en 1776 al nuevo virreinato del Río de la Plata!, ¡retomemos el control que Lima había tenido, en el siglo XVII y parte del siglo XVIII sobre territorios como Quito o Chile!, ¡volvamos al gran Perú del tiempo de los Austrias! ¿Acaso estamos hablando de un sentimiento realista proto-peruano, no inducido por una invadida y precaria Península, sino por los criollos peruanos y españoles peruanizados basados en ciudades como Lima, Arequipa y el Cuzco? (Preguntémosle al historiador Brian R. Hamnett). En las fuerzas realistas, solo una minoría de los oficiales eran nacidos en España. La mayor parte de la oficialidad era criolla y las tropas eran sobre todo indias. Los criollos se llamaban a sí mismos “peruanos”, como aparecía muy claro en esa publicación que se llamó Mercurio Peruano de fines del siglo XVIII. Y, por supuesto, se consideraban “españoles”, porque lo eran también. En otras palabras, personajes como De Zela, los hermanos Angulo y el romántico Melgar fueron vencidos en lo esencial por peruanos, sólo que leales al rey. La lealtad de los realistas peruanos no era tanto a España (desconocida para la mayor parte de ellos) sino al rey. Lo mismo pasó más o menos por ese mismo tiempo en el Canadá, cuyos pobladores realistas resistieron con heroísmo los esfuerzos de la joven nación estadounidense republicana de invadirla y apropiársela en la segunda década del siglo XIX, bajo el argumento, entre otros, de “expandir la libertad y acabar con la tiranía de los ingleses”. Pero eran sobre todo canadienses los que resistían, aunque sin duda muchos contingentes británicos los apoyaron, porque tenían el mismo rey. Las únicas tropas que quemaron la Casa Blanca (en el actual Washington) fueron canadienses vestidos con casacas rojas británicas. Precisamente, ese hueso canadiense duro de roer hizo que los expansionistas de los EEUU voltearan sus ojos hacia el muy extenso territorio situado hacia el sur, lo que hizo que un México independiente, pero pobre y caótico, y ya sin lazos significativos con el Imperio Español, perdiera la mitad de su territorio.

El escenario de la batalla de Ayacucho, de diciembre de 1824, grafica lo dicho: ese día, el ejército realista del virrey La Serna estaba constituido por solo unos quinientos oficiales nacidos en la Península y por una abrumadora mayoría de más de cinco o seis mil oriundos del Perú, desde nobles hasta indios campesinos; por el lado patriota se veía una mayoría de grancolombiana (en cuyas unidades había una cantidad indeterminada de peruanos reclutados a la fuerza), unos 200 rioplatenses, chilenos y europeos, y solo una división peruana al mando de La Mar. ¿Una batalla entre malos “españoles” y buenos patriotas? ¿O más bien el primer gran enfrentamiento del Perú con la Gran Colombia, en una rivalidad que se prolongará por lo menos hasta 1830? ¿Y por qué tantos peruanos se organizaron en torno al virrey? Porque ellos tenían la misma visión que, como veremos, Riva-Agüero llegó a tener de los colombianos: pensaban que eran invasores y que los intereses económicos y políticos del Perú estaban mejor protegidos con la Monarquía que frente a los insaciables saqueadores extranjeros. El que tenga ojos para ver, que vea.

¿Y cómo se inserta pues, con mayor detalle, la historia de José de la Riva-Agüero y Sánchez Boquete, el primer presidente del Perú, contra este telón de fondo? Este personaje fue uno de los poquísimos aristócratas peruanos que, antes incluso de los triunfos de San Martín en Chile (o sea, cuando todavía el piso no se había movido para el orden tradicional), era separatista y enemigo del régimen virreinal.

Hago esta observación porque, antes de la batalla de Chacabuco (1817), que arrebató Chile al virrey del Perú (y donde fue capturado un jovencísimo cadete peruano partidario del rey llamado Ramón Castilla), la mayoría de los intelectuales y aristócratas limeños eran realistas y fidelistas. Las convicciones de este grupo habían comenzado a sacudirse, es verdad, desde un poco antes, cuando un vengativo Fernando VII retornó a España en 1814, reinstauró el absolutismo y declaró una guerra muerte a los liberales en la Península e incluso a los más tibios autonomistas en América. Pero los second thoughts de la clase pensante limeña aparecieron con rasgos definidos con la independencia de Chile en 1818 y con la posterior destrucción de la flota realista comercial y naval del Callao (que, más que española, era peruana) por parte de la escuadra chilena del mercenario Cochrane. Entre otras cosas, aparte de los miedos que desató, esta ofensiva chilena hizo que el pan desapareciera de las mesas limeñas. Fue, pues, recién entonces, que personajes como Hipólito Unanue (que hacía diez o quince años habían sido “godos” hasta la médula), comenzaron a pensar que el orden virreinal debía transformarse o incluso desaparecer. Pero no dejaba de ser un grupo conservador: aunque tenía convicciones monárquicas desde antes, cuando llegó al Perú en 1820, San Martín comprendió que un modelo de independencia en torno a un rey podía ser atractivo para este sector, como en efecto lo fue. No se crea que fue una elite patriota muy entusiasta. Que se sepa, ninguna corporación llamó a San Martín para que viniera al Perú. Lo que parece haber ocurrido es que San Martín actuó influido por algunos personajes separatistas como Riva-Agüero, que le hicieron creer que su llegada al Perú iba a desencadenar un fervor de multitudes. (Una de las cosas que caracterizó a Riva-Agüero fue su carácter apasionado e incluso bastante sesgado). No es fácil imaginar la decepción que debió sentir San Martín cuando desembarcó en Paracas y vio que el paisaje humano casi no se inmutaba. Lo que hizo despegar a San Martín, como líder, además de su carisma personal, fue el entusiasmo que generó la difusión de su fórmula de independencia con monarquía. Asimismo, a San Martín lo ayudó el reciente recuerdo del absolutismo tiránico y despótico de Fernando VII, pese a que, por esos días de 1820, un gobierno liberal, que volvió e promulgar la Constitución de Cádiz, había tomado el control de la Península.

En una temerosa Lima, como refiere el historiador Timothy Anna, se decía que “habían llegado los chilenos”, no sólo porque la tropa de San Martín tenía en gran parte este origen (aunque la oficialidad era en su mayoría rioplatense), sino por la intuición de que se venían tiempos tormentosos. En 1821, cancelada por el virrey de manera irracional una propuesta monárquica de San Martín para declarar la independencia y unir los ejércitos patriota y realista (como iba a ocurrir en México más o menos por esa época), el general rioplatense entró a Lima y proclamó la independencia, para formar luego un “Protectorado” que desilusionó mucho a los peruanos: tanto la jefatura de gobierno como dos de los tres ministerios estaban en manos de extranjeros. Algo muy diferente de lo que había ocurrido en Chile, donde el destino del nuevo país había sido entregado a sus pobladores. Hernández destaca muy bien la decepción de Riva-Agüero frente a esta situación, que rompía el espíritu de la Expedición Libertadora, pues propiciaba la intervención de extranjeros en los asuntos del Perú. Para colmo de males, la intuición se mostró acertada para los habitantes de la vieja Lima con relación a la “llegada de los chilenos”: los soldados patriotas arribados con San Martín saqueaban las haciendas y las demás propiedades privadas. Gran paradoja: como dice el historiador británico John Lynch, la identidad de los peruanos del pueblo comenzó a perfilarse cuando contrastaban sus hábitos más civilizados y pacíficos, con los que mostraban las hordas de soldados extranjeros “patriotas”. Mucho más intensa fue la reacción entre las rancias élites del antiguo Virreinato, que no sólo vivían agobiados por el fantasma de una rebelión de sus esclavos, sino que comenzaban ahora a verse más parecidos a los “godos” españoles que frente a los ávidos “libertadores”, que confiscaban como langostas las propiedades realistas, no para el bien de la causa patriota, sino para llenarse los bolsillos y ver por sus futuros individuales. Solo las fuentes primarias, y de ninguna manera las versiones historiográficas edulcoradas posteriores, permiten tener una idea cabal de esta realidad. Así lo hizo, por ejemplo, Alfonso Quiroz en su clásico libro Historia de la corrupción en el Perú. Basta mencionar lo que dijo William Tudor, Cónsul General de los EEUU, haciendo alusión no sólo a las fuerzas chilenas y rioplatenses, sino a la posterior intervención colombiana que se consolidó con la llegada de Bolívar al Perú en 1823. En una comunicación oficial que este Cónsul General suscribió el 3 de mayo de 1824, desde Lima, y que dirigió al Secretario de Estado John Quincy Adams, dijo de manera por lo demás elocuente: “Desafortunadamente para el Perú, los invasores que llegaron a proclamar la libertad y la independencia eran crueles, rapaces, despojados de principios e incapaces. Su mala administración, su espíritu de derroche y su sed de saqueo, pronto alienaron el afecto de los habitantes”.

Es a la luz de este nuevo despertar de la conciencia de la peruanidad, que se produce desde 1821, y que llega su clímax con la llegada de Bolívar y de los colombianos al Perú, que debe entenderse a cabalidad el rol que le cupo a Riva-Agüero como líder peruano y defensor de los intereses de su naciente país. Pero la materia también tiene sombras. Según el acucioso libro de Hernández, Riva-Agüero ya había tenido noticias, desde antes de la llegada de Bolívar, de los abusos que los colombianos habían cometido en lo que hoy es el espacio ecuatoriano, luego de la derrota de los realistas quiteños en la batalla de Pichincha de 1822. ¿No era acaso esto suficiente para mostrarse reticente a una intervención colombiana en el Perú? Asimismo, esta misma fuente señala que Riva-Agüero no puso objeción al sistema de “reemplazos” (la incorporación violenta de peruanos en los cuerpos colombianos cuando se produjeran bajas) condición que había sido solicitada para intervenir. Ello condenaba a miles de sus paisanos a salir del Perú cuando se produjera la evacuación de las fuerzas colombianas, lo que en efecto ocurrió.

La historiografía tradicional dice que Riva-Agüero aceptó la llegada de Bolívar y que luego, “cambió de bando” y se pasó al virrey, traicionando al Perú. El gran logro del libro de Hernández es el de haber desmontado este mito. Lo que ocurrió es que, para 1823, Riva-Agüero ya se había convertido en un líder con cierto arraigo popular tanto entre la población de origen africano de la capital como entre los montoneros de Lima y de otras provincias de los Andes Centrales. Uno de sus aliados más cercanos fue Ignacio Quispe Ninavilca, guerrillero de Huarochirí. En ese dramático momento histórico, Riva-Agüero parece haber encarnado la idea de que los asuntos y los intereses del Perú debían ser tratados por los naturales del país y no por extranjeros. Hacia 1823, este guerrillero defendía así a Riva-Agüero:

“Colombia ha venido a invadir nuestros hogares y saciar su ambición con el fruto de nuestro trabajo. ¿Cómo es posible permitir que esta raza aventurera nos subyugue y aniquile nuestra sangre? […] A ese monstruo [Bolívar], paisanos, que pretende llevarnos a esclavizar en sus pueblos en Colombia y traer acá colombianos […] lo apoyan en Lima y sostienen su crueldad cuatro aduladores […] solo Riva-Agüero es quien ha de salvarnos de las uñas de estas fieras”

Esta situación de Riva-Agüero como líder popular preocupó a Bolívar, quien descartaba del todo la presencia de algún O´Higgins peruano que pusiera límites a la autoridad absoluta que requería para imponer sus puntos de vista y de abrir campo futuro a la dominación del Perú por la Gran Colombia. Vale decir, para apropiarse de gran parte del territorio peruano y para llevar adelante proyectos lesivos a la nueva República, como lo fue el de la Federación de los Andes de 1826, donde se avizoró una división del Perú en dos estados. Tanto Riva-Agüero, como su rival Torre Tagle, se dieron cuenta, muy tarde, de que había sido un error llamar a Bolívar al Perú. Como hemos adelantado, Riva-Agüero terminó acercándose al virrey La Serna, pero con el objeto de proponerle un plan muy parecido al que San Martín había expresado en la hacienda Punchauca en 1821: unir los ejércitos peruanos patriota y realista y proclamar la independencia de un Perú monárquico, haciendo así innecesaria la intervención colimbiana. Debe destacarse que Riva-Agüero no había modificado un ápice su propósito de conseguir la independencia del Perú. Lo que quería –y aquí acudo a un lúcido pasaje del libro de Hernández- era conseguir este objetivo negociando con España, dentro del sistema imperial, como había ocurrido en 1821 en el caso de México, sin interferencia de extranjeros con ominosos intereses antiperuanos e imperialistas. Bien dice Hernández que no puede considerarse traidor a un peruano que luchó por conseguir la independencia de su patria buscando prescindir de tropas de intervención de otros países. Por supuesto, en 1823, los enemigos peruanos de Riva-Agüero, y el propio y retorcido Bolívar, presentaron esta situación como una “traición” al Perú. Y, de hecho, no se sabe si por convicción patriótica, o por buscar plegarse al bando que consideraba más promisorio, un militar peruano, el polémico (por decir lo menos) Antonio Gutiérrez de la Fuente apresó a Riva-Agüero, aunque tuvo el criterio de no obedecer la orden (acogida, al parecer, por el propio Bolívar) de fusilarlo. Riva-Agüero escapó de su prisión de Guayaquil con la ayuda que le bridó el almirante peruano, de origen británico, Martín Jorge Guise (lo que, por cierto, le valió a este último el odio eterno de Bolívar).

En cuanto a Torre Tagle, su pase al bando del rey ocurrió durante la ocupación realista de Lima de comienzos de 1824. No solo lo hizo él, sino más de doscientos de sus colaboradores, lo que habla con elocuencia de un sentimiento compartido. De esos días datan dos de sus comentarios más famosos: “el tirano Bolívar quiere convertir al Perú en un satélite de Colombia”, y “desde ahora voy a ser más godo que el rey Fernando VII”. La última expresión es, sin duda, desafortunada, pero la primera no puede ser más lúcida. Muchas veces, los choques con la realidad que se producen por la desorientación que acarrea la ideologización excesiva terminan aclarando el pensamiento: Bolívar no era un bardo de la libertad, sino una víbora antiperuana.

Esta dimensión internacional del problema ha sido pasada por alto en el caso de la mayor parte de los historiadores peruanos, y quizá la propia Hernández tampoco la ha enfatizado lo suficiente. No obstante, sí lo hicieron historiadores extranjeros de la talla de Gonzalo Bulnes. Más o menos por el tiempo en que liquidó en términos políticos (y casi asesinó) a Riva-Agüero, y siempre siguiendo la línea de este historiador chileno, Bolívar se refirió al sentimiento patriótico peruano con la metáfora de un “altar” y a Riva-Agüero con la de un “ídolo”: “El altar ha quedado todo entero en pie y solo falta el ídolo que fue arrojado para que dejara el puesto al sucesor que le espera. Este altar debe destruirse”.

Aunque ahogado por Bolívar en 1823, este sentimiento patriótico peruano anti bolivariano afloró otra vez, con vigor, por el tiempo de la instauración de la Constitución Vitalicia de 1826, dos años después de la batalla de Ayacucho. ¿Qué hacía este tirano extranjero en tierras peruanas cuando había pasado tanto tiempo desde la destrucción del régimen virreinal? El recuento detallado es largo, pero la conclusión es corta: trabajar para los intereses de la Gran Colombia en desmedro del Perú, e incluso asesinar a probados patriotas peruanos como el valiente oficial cajamarquino Aristizábal (a quien nadie recuerda hoy en nuestro país). No obstante, para entonces, poco faltaba para que Bolívar y las (incómodas e impopulares) fuerzas colombianas abandonaran el país. El Perú obtuvo su soberanía recién en 1827, con la proclamación de José de La Mar como Presidente por el Congreso. Siguió una larga y complicada trama, pero sin la presencia de Riva-Agüero, quien sólo retornará al Perú desde Europa años después.

Guayaquil, 9 de diciembre de 2019

(1) Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Licenciado y Magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Se ha especializado en el siglo XIX peruano, particularmente en los aspectos internacionales de la Independencia, en la Guerra del Pacífico, y en la vida y trayectoria del pensador Manuel González Prada.

 

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