La ciencia busca la vacuna que salve a la humanidad

 

La población mundial se encuentra expectante sobre la ardua tarea que día a día, sin lugar a tregua alguna, vienen realizando los científicos en el esfuerzo común de encontrar la vacuna salvadora, que permita la protección eficaz contra la pandemia del coronavirus. Los mensajes son alentadores. Frente a las incógnitas de lo que puede ocurrir mañana más tarde, hay respuestas que señalan la presencia de un ejército de personas trabajando en la vacuna para el COVID-19, al mismo tiempo que, en demostración de solidaridad, se comparten los resultados de los primeros avances de esta lucha contra la muerte.

La labor se cumple casi en forma silenciosa, en un escenario en donde vemos actores que nos dicen que la pandemia está cambiando el comportamiento de las personas, en tanto otros lanzan consejos impacientes para que que se elimine la curva de expansión  con medidas más radicales y no simplemente aplanarla, tal como hacen en Nueva Zelanda.  En ese mismo estrado alcanzan protagonismo, quienes se conduelen del dolor ajeno y señalan que el coronavirus «es más duro si eres pobre»  y hasta aquellos que recomiendan «lanzar dinero desde un helicóptero», sin tomar en cuenta que ello abre esperanzas nada reales entre quienes no tienen cómo proveerse de víveres.

Pero regresando al trabajo de los científicos, con el convencimiento que más temprano que tarde habrá respuesta positiva, debemos recordar que no es ni será la última vez que la ciencia logre su cometido ante desgracias como la actual. Como todos saben la vacunación es necesaria en la medida en que su administración evita la aparición de las enfermedades infecciosas. La persona queda inmunizada.

China ha sido, lo dice la historia, el lugar en donde existen pruebas que se remontan al siglo XI, en las que se hace referencia a las formas primitivas de vacunación. Ese el caso de la «variolización» que consistía en inocular el pus de la viruela para provocar la enfermedad, atenuar sus alcances e inmunizar al paciente. Había riesgos que afrontar, tanto que no siempre los resultados fueron exitosos. Buen número de vacunados terminaron enfermos y otros perdieron la vida. Aún así, ante la desesperación del mundo occidental para combatir la enfermedad, una dama, Lady Mary Wortley Montagu, asumió la iniciativa de introducirla en Europa el año 1721, sobre todo en su país, Gran Bretaña.

A esos esfuerzos se sumaron otros y en 1796, el médico rural de nacionalidad inglesa, apellidado Jenner, logró descubrir la primera vacuna contra la viruela. El experimento consistió en utilizar una forma de viruela propia de las vacas -de allí el nombre de vacuna-, después de escuchar el relato de una granjera de su pueblo, quien afirmaba que ella no se enfermaría de la viruela mala porque ya había cogido la de las vacas. Jenner hizo sus investigaciones y encontró que el mal se producía en las ubres del ganado vacuno, a las que tenían acceso los ordeñadores y que por tal contacto terminaban inmunizados. Tuvieron que pasar veinte años para que las observaciones científicas culminaran y se pusiera en práctica la llamada «vacuna Jenner».

Así como el médico inglés ha pasado a formar parte de esta lucha incansable para proteger la vida de los humanos, también hay que mencionar a Louis Pasteur, quien demostró que era posible combatir el cólera de las aves y el carbunco. A ese efecto demostró que «al administrar una forma debilitada o atenuada de microrganismo que produce la infección, se consiguen unas defensas más puras que introduciendo un germen productor de otra enfermedad similar a la que se quiere prevenir, como había hecho Jenner». Los experimentos de Pasteur fueron objeto de cuestionamientos, debido a que el año 1885 había administrado la vacuna contra la rabia al niño Joseph Meister, de nueve años de edad. Quienes le criticaron, sin mayor información, no tomaron en cuenta que la vacuna se había elaborado con un microorganismo atenuado, tratado en laboratorio en forma conveniente.

Más adelante, en el siglo XIX, la ciencia avanzó con vacunas provenientes de microorganismos muertos y que hicieron frente al tifus, el cólera y la peste. La inactivación química de toxinas, dieron lugar a los primeros toxoides: tétanos y difteria. En el siglo XX, en 1909 se puso al servicio de la humanidad la vacuna contra la tuberculosis, contra la fiebre amarilla y en 1936 contra el virus influenza.

Se considera el año 1909 como la edad de oro de la vacunación. Con la presencia de la vacuna contra la poliomielitis, se agregaron las reclamadas contra el sarampión, la parotiditis y la rubéola. La vacuna contra la varicela surgió en los años 70 en Japón. Hasta entonces, la ciencia venía  recurriendo a las vacunas de microorganismos vivos. Dio un paso adelante y logró el desarrollo de las vacunas inactivadas para combatir la polio, la rabia, la encefalitis japonesa y la hepatitis A. En 1954 y en medio de la zozobra causada por la polio se descubrió otra vacuna contra ese mal.

Como se puede apreciar, la ciencia no ha dado paso al cansancio. Al contrario, ha ido redoblando esfuerzos. En el transcurso de los años 1970 y 1980 el trabajo en laboratorio dio espacio a las vacunas preparadas con proteínas purificadas o polisacáridos capsulares, con una pequeña parte de las células o microorganismos completos, en cantidad suficiente para defender la vida humana. Las vacunas antimeningocócica, las antineumocócica y la primera generación de vacunas contra el Haemophilus influenzae tipo E, son muestra de ello.

Hoy en día se menciona en el campo médico la era de las vacunas conjugadas y sobre todo de la ingeniería genética para los casos de vacunas ADN recombinantes en casos de hepatitis B, vigentes desde 1986.

¿Qué sucederá en el caso del coronavirus, la terrible COVID-19? Hasta el momento se cita adelantos significativos. Algo más, se han logrado inversiones que permitirán a futuro la mundialización de la vacuna. Las pruebas en seres humanos se avecinan. Las investigaciones están dando paso a las pruebas clínicas. La ciencia peruana no es ajena a estos experimentos.

 

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