Un viejo pero siempre intenso debate se ha reavivado en nuestro medio: la disputa entre el derecho a la privacidad y el derecho a la seguridad que todos tenemos. Esta vez el debate ha sido encendido a propósito del Decreto Legislativo N° 1182, rápidamente bautizada como “Ley Stalker”.
En resumen, la norma permite a la policía acceder a la localización de los equipos móviles de personas que pueden haber cometido un delito o estén en curso de cometerlo. Para ello, la autoridad podrá requerir a las empresas operadoras de telecomunicaciones, sin necesidad de una orden judicial, los datos que permitan tal ubicación.
A propósito de esta norma conviene recordar que la Constitución permite que una persona sea detenida sin mandato judicial en caso de flagrante delito (art. 2 inc 24 lit f). Nada menos que un derecho tan importante como la libertad personal puede limitarse en dicha circunstancia. Pero no es el único caso, también permite que otro derecho fundamental, como la inviolabilidad de domicilio, sea afectado nuevamente en caso de flagrancia. ¿Por qué la Constitución admite que estos derechos puedan ser limitados? Y, por el contrario, pareciera negar esta posibilidad en el derecho a la privacidad y el secreto de las comunicaciones, pues su restricción exige que haya un mandato judicial (art. 2 inc. 10)
A estas alturas del debate creo que ya nadie discute que el derecho a la privacidad no se limita al contenido de las comunicaciones sino que puede extenderse a las operaciones técnicas dirigidas a registrar ese contenido y cualquier otro elemento del proceso comunicativo mismo, como el destino de las llamadas, el origen de estas, la identidad de los interlocutores, la frecuencia, hora, duración y la ubicación desde dónde se hacen.
Por lo tanto, la protección de la privacidad no se garantiza eliminando la posibilidad de que personas ajenas conozcan ilícitamente el contenido de las conversaciones telefónicas, sino de toda aquella información vinculada. En nuestros días, el desarrollo de las nuevas tecnologías y la posibilidad que se tiene de afectar la privacidad hace cada vez más vulnerable estos derechos y obliga, por lo tanto, a extender sus alcances de protección.
Sin embargo, como hemos visto y como lo ha repetido en numerosas sentencias el Tribunal Constitucional y la propia Corte IDH, los derechos fundamentales no son absolutos.
Pero, ¿por qué el constituyente no previó la posibilidad de que se limite el derecho a la privacidad y la inviolabilidad de las comunicaciones en caso de la comisión flagrante de un delito? La razón es simple: ni el más zahorí legislador podía avizorar el avance de la tecnología. Dos décadas atrás no se conocían el GPS ni ninguna de las herramientas tecnológicas que hoy son comunes y aplicables a tareas tan simples como solicitar un servicio de taxi.
No es que el legislador haya vedado la posibilidad de limitar el derecho a la privacidad o el secreto de las comunicaciones por flagrancia delictiva. Lo que sucede es que, 23 años atrás, no podía colocarse en todos los supuestos que permite la tecnología que hoy tenemos.
Si el constituyente sí posibilitó expresamente la limitación de derechos tan importantes como la libertad de tránsito y la inviolabilidad de domicilio, es porque el estado de la ciencia y la técnica solo le permitió ubicarse en situaciones de conflictos de derechos propias de su tiempo; y se decantó por la restricción de estos derechos sin la necesidad de un mandato judicial. El derecho a la vida, a la integridad física y a la libertad le parecieron más urgentes. No tuvo esa posibilidad tratándose de la localización y geolocalización de los móviles y su relación con la privacidad.
Sin duda, la norma tiene deficiencias, incluso algunas muy serias que es necesario perfeccionar. Pero es indispensable que la norma sobreviva. Y, en tal sentido, no es imposible que la unidad especializada de la Policía cuente con el concurso de un fiscal y un juez ad hoc que la habilite para, que en tiempo real, requiera los datos que permitan la localización o geolocalización de los dispositivos móviles sospechosos.
En situaciones de conflicto de derechos, en problemas jurídicos difíciles, los abogados y los jueces no podemos ser esclavos de la letra de la ley, porque como ha expuesto Owen Fiss, el Derecho es una expresión de la razón pública.
Una nota final: en este artículo no nos estamos pronunciando sobre un aspecto del Decreto Legislativo N° 1182 que es altamente cuestionable: el almacenamiento por tres años de datos derivados de las telecomunicaciones. Este es un asunto que debería corregirse pues, como ha sido ya establecido por diversos pronunciamientos de cortes internacionales, este tipo de regulaciones afecta directamente la privacidad de las personas y, en cualquier caso, debería ser regulado y supervisado por la Dirección General de Protección de Datos Personales del Minjus.