En su cuento “El sueño de un hombre ridículo” (*), Dostoiewsky relata el caso de un hombre escéptico y desesperado, hasta el punto que había decidido suicidarse. Pero una noche lóbrega cuando caminaba hacia su casa, una niña le salió al encuentro, llorando y gritando, pidiéndole ayuda.
Aunque él la despreció, más tarde, ya en su casa, le vino el remordimiento:
“Podía haber ayudado a la niña. ¿Y por qué no la ayudé? Pues por una idea que me asaltó: cuando ella me estaba tirando del brazo y me llamaba, se me planteó una cuestión que no pude resolver. (…) ¿Por qué razón sentí de pronto que no todo me resultaba indiferente, y que sentía compasión hacia aquella niña?”
Se le presentaba entonces con claridad “la idea de que la vida y el mundo parecían ahora depender de mí”.
(Era como sentir de repente una responsabilidad personal por todo lo que ocurría, quizá especialmente por el sufrimiento en el mundo).
Se quedó dormido y soñó que le llevaban por el espacio hacia un planeta que resultó ser la Tierra. Al entrar en ella se preguntaba si existiría en ella el sufrimiento, porque en la nuestra “¡ (…) amar de verdad es solo posible con el sufrimiento y a través de él! No sabemos amar de otro modo y desconocemos otro tipo de amor. Yo necesito el sufrimiento para amar”.
(Su sueño le revelaba la constatación de ese vínculo necesario, en nuestro mundo, entre el amor y el sufrimiento).
Al llegar allí se dio cuenta de que era un mundo feliz, donde nadie sufría: la naturaleza estaba en íntima armonía con las personas y estas entre sí; no deseaban ni ansiaban nada, tenían como una alegría infantil.
“Era una Tierra que no estaba mancillada por el pecado original”. En ella no había aparecido el dolor.
Lo más asombroso –señalaba al recordar su sueño– es que él mismo los fue pervirtiendo a todos. Sin saber cómo ni por qué, “solo sé que la causa del pecado fui yo”. Les fue llevando a la mentira, los celos, la violencia, la lujuria… Y todo se estropeó. Y vinieron la esclavitud, la guerra y los grandes engaños.
Pasado cierto tiempo nuestro hombre se dio cuenta de su responsabilidad. Lloraba y sufría por ellos. Se culpaba y maldecía a sí mismo.
“Les decía que todo aquello lo había hecho yo, y solo yo, que yo les había llevado la perversión, el contagio y la mentira”. Más aún: “Les rogué que me crucificaran, les enseñé cómo se hacía la cruz. No podía ni tenía fuerzas para quitarme la vida yo mismo, pero deseaba cargar con sus penas, ansiaba las penas, ansiaba que sobre esas penas se derramara hasta la última gota de mi sangre”.
Pero ellos le tomaron por loco y negaban todo lo sucedido sin acordarse del mundo anterior. Hasta el punto de que le amenazaron, si no callaba, con internarle en un psiquiátrico.
Y ese momento nuestro hombre despertó de su sueño.
Ya no quería suicidarse. Había visto “la Verdad” con sus propios ojos y “su viva imagen había llenado su alma para toda la eternidad”. Amaba el mundo y había decidido, aunque necesitara mil años, anunciar por todas partes lo que había descubierto, aunque ahora también –en la vida real– le tomaran por un loco.
Aunque todo aquello fuera un sueño, aunque la vida misma no fuera más que un sueño –se decía– lo que cuenta es «ama a tu prójimo como a ti mismo», y nada más. Una antigua verdad que no ha formado parte de nuestras vidas. Y con eso ya se puede reconstruir todo lo demás. Se quedaba con la esperanza de que eso podría hacerse realidad si todos lo desearan. Todo había empezado con el encuentro con aquella niña, que ahora deseaba poder ayudar.
Fuente: https://www.ideasclaras.org/