¿Volverán a aparecer en la política peruana los históricos héroes de la construcción del Estado? ¿Nos encontraremos con ese pro hombre constructor del futuro más arcaico? ¿Verán nuestros ojos, por fin, al salvador de la nación, al único guardián de los valores patrióticos? ¿Vive aún ese hombre que nos conducirá con mano firme hacia el progreso pleno de inopia y anomia?
Los ciudadanos no piensan en ellos en la coyuntura presente, pero todos los días hacen algo para que no desaparezcan y permanezcan allí, en el patio trasero de nuestra vida política y social. Y sobreviven con buena salud y robustos como jefes de famélicas organizaciones, que actúan, representan y sirven a la voluntad de número 1 (ellos mismos) y a nadie más; partidos modernos, con instancias, niveles y escalones para las acciones y decisiones políticas, pero que solo esperan la voz del jefe para actuar como autómatas; un partido de gobierno, sin cuadros, sin voceros, sin dirigentes, salvo la instancia mayor que son dos. Algunos sectores de la opinión pública que esperan pasivamente un “gobernante de verdad que ponga mano dura” en el gobierno. Un régimen político que denominamos presidencialista, pero en el fondo es la liza precisa para el lanzamiento de un caudillo, que –felizmente– desde Fujimori no ha surgido en la política peruana.
El Perú posee un electorado al que es difícil imponerle un presidente, pero es un sufragista que puede votar por alguien que ofrece 160 dólares o grupos de ciudadanos que simulan y juegan a ser paramilitares en nombre del nacionalismo endógeno. Gremios y organizaciones sociales de distintos sectores empresariales, sociales y populares, que se desarrollan reproduciendo los patrones de mando y poder que se dan en la política, del modo más tradicional posible, reduciendo la posibilidad de una gestión moderna basada en decisiones colectivas, consensos y corporativismo, en general, poseemos una visión autocrática del poder, muchas prácticas clientelistas y estilos populistas de relación caudillo-seguidores-electores y el péndulo del poder son factores (repetimos a Neira) que dañan, como antes, a la democracia en el Perú. Estas persistencias del pasado, significan un retroceso para la modernización hacia una democracia integral. En verdad, son muchas las señales y rasgos de una endeble cultura política y una ciudadanía débil aún, convertidas en bases de un sistema político que no corre paralela con los cambios económicos y sociales en proceso.
¿Estamos ante la inminencia de un advenimiento caudillista en el Perú? ¿Puede emerger un líder carismático que concentre en si todo el poder y su voluntad como ley? No. Lo que observamos es que hay varios factores que mantienen abierta la posibilidad caudillista en el Perú. Esa vieja tradición de ejercicio del poder desde los albores de la Republica, que una vez instalada, el balance histórico solo es negativo, perverso para el país y su población. Pero en el Perú, hasta hoy, no se ha planteado una rendición de cuentas, un juicio de residencia del caudillismo y de los caudillos. Siempre los hemos mirado con cierta benevolencia, casi con simpatía general. Uno de los últimos, fue Juan Velasco Alvarado, a quien hasta poemas se le dedicaron desde la ciudadanía. No es sin embargo, una actitud solo peruana, es también latinoamericana, desde antes del S.XX el caudillo ya formaba parte de la cultura política, era un héroe popular, loado por lo más grandes escritores y todo un desiderátum de las clases altas de la sociedad.
No importaba a la población, la ejecutoria caudillista, no había críticas a la praxis política del caudillo, en todo caso, se criticaba todo, menos el sistema caudillista. En la línea de construir una crítica sistemática, Hugo Neira, en su libro “Hacia la Tercera mitad. Perú SXVI-SXX. Ensayos de relectura herética”, rescata el pensamiento del historiador Jorge Basadre Grohmann, quien denominó Primer y Segundo Militarismo, a lo que en realidad fueron dos periodos caudillistas. Posteriormente, en el S.XX, se produciría el Tercer caudillismo, periodos bastante largos en la historia del país, con impactos dramáticos en nuestra evolución política, social, económica, parafraseando al mismo Basadre afirmaremos que estos caudillos militares, la mayoría de ellos, y civiles algunos, dejaron “la patria hecha jirones”.
Los caudillos, a los que Neira señala como “Los señores del desorden”, “el efecto perverso de la emancipación” o “el invitado que nadie esperaba”, para cuando escribió “Hacia la Tercera Mitad”, en 1996, gobernaba Fujimori, en ese momento afirmó que “La cultura del caudillismo sigue vigente ahora más que nunca. Parece que hemos retornado al siglo XIX, época en que era lo normal”. Para el sociólogo apurimeño, el caudillo es todo: líder, fundador, ideólogo de un movimiento o partido, que no resiste discusiones o críticas, y aquel que se atrevía se le trataba como un disidente, un faccioso, un potencial opositor, que había de marginar, excluir. El caudillo entonces le daba a la política un carácter no competitivo, porque impide la democracia interna.
En estos días, próximos a las elecciones presidenciales, iniciado el año electoral, que es tiempo de preparación y lanzamiento de candidaturas, el fantasma del caudillismo, una nefasta herencia del pasado o una amenaza actual, ronda los partidos y movimientos políticos, incluyendo en los colectivos y frentes de diversa índole, la tentación del caudillismo sin duda terminara por definir por autoproclamación o aclamación, el método de elección de candidatos a la primera magistratura dela Republica. Los partidos, movimientos, frentes y colectivos políticos en ell partidor, anunciarán con rimbombancia, el triunfo de sus líderes, históricos, estratégicos, elegidos sin duda ni murmuraciones, como sin oposición y competidor. Y todo es percibido “como normal” entre nosotros. Líderes y jefes que competirán en la elecciones presidenciales, tienen desde ahora, sus candidaturas sentadas y reservadas.
Este fenómeno, el tradicional “caudillismo solapa”, por lo general, está asociado a líderes carismáticos, y como no mesiánicos, una especie política en el nivel de enviado religioso llamado a resolver los problemas de la patria. Exacerbado en sus funciones, debido a la misión que debe cumplir, este líder de facto se coloca por encima de todos y por encima de la ley, afecta por lo tanto, a la institucionalidad del partido, también a la del Estado, variable política a la aún prestamos poca atención al intentar explicar la debilidad estatal, determinante en su funcionamiento.