Con la dictadura que hoy sufren tantos países del viejo Continente, pretenden poner una mordaza al ciudadano y conseguir así callar también la boca a los cristianos. La verdad y la libertad no se pueden encerrar porque trasciende el mundo material, el único que conocen algunos gobiernos. Desean, como en el holocausto judío, poner un brazalete de ciudadano de segunda categoría al católico y encerrarlo en un gueto. El concepto de estado laico nada tiene que ver con la verdadera independencia que debe existir entre Iglesia y Estado en la que se respetan sus autónomas competencias. El viaje de su Santidad al país más demócrata ha respetado siempre estas dos esferas. Aquí todavía no sabemos amar la libertad ni descubrir la verdad.
“Ante el creciente laicismo, que pretende reducir la vida religiosa de los ciudadanos a la esfera privada, sin ninguna manifestación social y pública, la Iglesia sabe muy bien que el mensaje cristiano refuerza e ilumina los principios básicos de toda convivencia, como el don sagrado de la vida, la dignidad de la persona junto con la igualdad e inviolabilidad de sus derechos, el valor irrenunciable del matrimonio y de la familia, que no se puede equiparar ni confundir con otras formas de uniones humanas”[1].
No es en absoluto nociva una legítima y sana laicidad del Estado, “en virtud de la cual las realidades temporales se rigen según sus normas propias, pero sin excluir las referencias éticas que tienen su fundamento último en la religión”[2]. Cada cosa en su sitio es lo propio del orden y cuando no es así el desorden o “caos” levanta una nube de polvo que ciega, asfixia, ensucia, etc.
Ante la actuación del gobierno actual, y diría lo mismo si otro de distinta enseña hiciera igual: ¿tiene sentido arreglar todos los problemas a base de subvenciones, y peor todavía, indiscriminadas? ¿Es que es igual ayudar a una ONG que atiende enfermos de Parkinson que subvencionar un colectivo que prostituye a la infancia con libros que informan sobre cómo ser homosexuales? ¿O es que acaso las familias de nuestros gobernantes enseñan eso a sus hijos? Recuerdo un programa de televisión en que varios contertulios defendían briosamente la “libertad” de la prostitución como una profesión más y uno de los presente, silencioso, sólo hizo esta pregunta: ¿Qué le parece a usted si ahora cuando llegue a sus casa le dijera su hija emocionada: “papá, he decidido dejar Derecho y ser prostituta? Se quedó helado.
Hace varios siglos, cuando comenzó hacer estragos el racionalismo a ultranza de la Ilustración, la población –católicos o no– aunque no compartiesen la misma fe, pensaban que debían conservar los valores morales comunes, aceptando vivir como si Dios no existiese. Era como un modo de salvaguardar una ética mínima de valores para convivir pensando en otras muchas cosas de modo diverso y hasta opuesto. Hoy nos encontramos en una situación opuesta; se ha invertido la situación. Y todo porque justamente “la autonomía de la esfera temporal no excluye una íntima armonía con las exigencias superiores y complejas que derivan de una visión integral del hombre y de su destino eterno”[3]. Pero la sociedad se ha empobrecido al hilo de la corrupción y ya no resultan evidentes los valores morales. No son evidentes porque si se pierde el sentido de Dios se pierde el sentido del pecado, situación en la que estamos. ¿Cómo salvaguardar los valores que hagan posible una convivencia sin desmanes: abortos, eutanasia, comercio de los cuerpos, corrupción, rapiña y todo ese espectro de desmanes que asolan al país? Actuando al revés que antes, no como si Dios no existiera sino: piensa por un momento que Dios existe, ¿cómo lo ves? “Y, a mi parecer –dice Benedicto XVI– este sería un primer paso para acercarse a la fe. En muchos contactos veo que, gracias a Dios, aumenta el diálogo al menos con parte del laicismo”[4].
En un Estado laico, donde la normalidad es su bandera, son los propios ciudadanos quienes al ejercitar su libertad, dan un determinado sentido religioso a la vida social. “Un Estado democrático laico es aquel que protege la práctica de religiosa de sus ciudadanos, sin preferencias ni rechazos” [5]. Por su parte, la Iglesia entiende bien que en las sociedades modernas y democráticas, puede y debe haber plena libertad religiosa. Además, un Estado moderno ha de servir y proteger la libertad de los ciudadanos y también la práctica religiosa que ellos elijan, sin ningún tipo de restricción o coacción. No se trata de un derecho de la Iglesia como institución, se trata de un derecho de cada persona, de cada pueblo y de cada nación.
En la encíclica Centesimus annus Juan Pablo II advertía que “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia”, puesto que, sin una verdad última que guíe y oriente la acción política, “las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder”. En el Discurso al Cuerpo Diplomático, el 12 de mayo de 2005 el Papa expuso con claridad que “la Iglesia proclama y defiende sin cesar los derechos fundamentales, por desgracia violados aún en diferentes partes de la tierra, y se esfuerza por lograr que se reconozcan los derechos de toda persona humana a la vida desde su concepción, a la alimentación, a una casa, al trabajo, a la asistencia sanitaria, a la protección de la familia y a la promoción del desarrollo social, en el pleno respeto de la dignidad del hombre y de la mujer, creados a imagen de Dios”.
Asustan los gobernantes, que habiendo recibido el encargo de proteger y difundir estos mismos derechos, los ignoran y no sólo no se esfuerzan por superar las dificultades que supone superarlas sino que añaden con su ideología más escollos en contra de la dignidad de las personas que forman su nación.
Pedro Beteta
Doctor en Teología y escritor
[1] Benedicto XVI, Alocución, 23-IX-2005
[2] Benedicto XVI, Discurso al Presidente de Italia, 24-VI-2005
[3] Ibídem.
[4] Discurso a los sacerdotes de la diócesis de Aosta, 25-VII-2005.
[5] Alocución, 23-IX-2005
ideasclaras.org