Los psiquiatras y psicólogos asisten a una crisis de salud mental sin precedentes. Entre las cifras que han ofrecido estos días distintos medios de comunicación, una de cada diez muertes de personas jóvenes en España es por suicidio. Y debe considerarse que, por cada suicidio, hay decenas de intentos y centenares de depresiones. Hay múltiples factores y circunstancias detrás de esta epidemia, pero llama la atención una casuística hasta hace poco silenciada por no ser políticamente correcta: la hipersexualización del ambiente y el acceso a determinados contenidos vía pantalla.
Sus aristas no caben en estas líneas, tampoco su gravedad, pero sí pueden enunciarse algunas trampas en las que hemos caído como moscas. Una es el analfabetismo emocional de los niños con una educación a base de emoticonos. Otra, la revolución que arrancó en París en mayo del 68, que distorsionó el concepto de amor y convirtió la sexualidad en un producto. Relacionado con ello está el hecho de que la industria se adelanta desde hace un tiempo a la demanda, ofreciendo en las redes sociales contenidos sexuales antes de que sean buscados, además, con programas diseñados para crear adicción. Esto explica que las imágenes sean cada vez más perversas, pues conforme pasa el tiempo se necesitan estímulos mayores (pedofilia, abusos, violaciones) para producir el mismo efecto y seguir haciendo caja.
El problema es que, si bien cualquier conducta adictiva entraña riesgos para la salud mental, con la pornografía la cosa se ha ido de madre. La explicación que dan algunos expertos es que, a los riesgos comunes a otras adicciones (compulsión, efecto escalada, trastorno de la personalidad…) se suma la frustración de tratar de reproducir una ficción (el sexo no es lo que se ve en los portales) y la neurosis de normalizar en las relaciones personales lo que precisamente las anula, como son la tiranía y la violencia.
Domingo Martínez Madrid