Toda ley “integral” moderna que se precie, aparte de entrar a saco en infinidad de normas vigentes, crea un órgano administrativo, un observatorio, una agencia, un sistema de vigilancia y control, que suele añadirse a lo ya existente. Además, impone tareas inútiles a millones de personas, mientras siguen creciendo los males que se desean erradicar.
Así, una queja no infrecuente de los profesionales de la sanidad –pública y privada- es el exceso de tiempo burocrático, en detrimento de la función propia del cuidado de los enfermos. Desde luego, en la sanidad serán necesarias cada vez más personas, por el envejecimiento de la población y el progresivo aumento de la esperanza de vida. Se trata de profesiones hondamente vocacionales, que merecen de la sociedad y del estado más reconocimiento y apoyo, y no sólo aplausos admirativos. La persistencia de viejos modelos está en el origen de la exasperación de tantos facultativos que ha dado lugar a huelgas insólitas, como las de enfermeras británicas, por vez primera en su larga historia; o la de los médicos liberales franceses que cumplen con abnegación buena parte de la tarea que en España asumen los ambulatorios urbanos y los médicos rurales.
En el campo educativo, la pirámide demográfica explica la disminución de alumnos. El mundo desarrollado aseguró en el siglo XX la universalización de la enseñanza primaria. Más de uno recordará aquellos comienzos de curso en grandes ciudades en que, como consecuencia de las migraciones, fue preciso improvisar con barracones y prefabricados. Pero el problema comienza a ser el contrario: habrá que cerrar aulas y escuelas. No tengo datos de España, pero en la rentrèe francesa del próximo septiembre, se estima que habrá 70.000 alumnos menos, y se amortizarán 1.500 plazas de profesores. Un alivio quizá para las autoridades: las condiciones de trabajo atraen cada vez menos a los candidatos a completar los claustros.
JD Mez Madrid