El problema del feminismo es anterior y más profundo a su evolución histórica o al hecho de que haya divisiones a la hora de enarbolarlo. Si bien ha alcanzado hitos importantes y necesarios, todavía no ha sido un éxito porque ha partido de una premisa incompleta.
En los albores, reclamó lo que Virginia Woolf llamaba una “habitación propia”, es decir, un horizonte de desarrollo personal, libertad para tener un boceto vital propio, responsable, adulto, unido la mayoría de las veces al proyecto más amplio de la familia. Una pretensión justa. Sin embargo, si en muchos casos no ha conseguido dar más felicidad a las mujeres es porque ha faltado una base antropológica. Para saber qué piden las mujeres necesitan saber quiénes son. Y para responder a esta pregunta es preciso el varón.
Quizás, lo que falta proclamar en un día como el “Día Internacional de la Mujer” éste es que hombres y mujeres somos maravillosamente diferentes y, por eso, ineludiblemente complementarios. Lo que ayuda a una mujer a descubrirse como tal es un hombre. Y viceversa. La complementariedad, por tanto, no se refiere a la relación amorosa, sino que tiene que ver con que a cualquier persona le hace falta el resto de la realidad. Es decir, no se aplica a un estado civil, sino a no vivir aislados, a reconocer que la propia existencia tiene sentido en medio del mundo.
Cuando Adán despertó de su sueño vio a Eva. Al contemplarla, descubrió que era carne de su carne y hueso de sus huesos, una carne y unos huesos distintos al resto de los seres vivos. Y se maravilló de la imagen de la mujer, que no sólo le reveló su identidad, sino que le evocó otra Imagen a la medida de la cual ambos habían sido creados.
Domingo Martínez Madrid