Hemos dicho y hoy repetimos que sin libertad de expresión carece de sentido la discusión racional de derecho tan fundamental o de cualquier otro vinculado a la vida de los seres humanos.
Agrego: los juicios más certeros nos dicen que la libertad de expresión es la libertad de palabra, de prensa, de diálogo abierto, en todo tiempo y en el espacio que se requiere. Ella se traduce en realidad cuando las personas y los pueblos viven en democracia efectiva. De allí se deduce que estamos ante un derecho que debe verse como un bien social, sin límites de fronteras, ni de discriminaciones por cuestiones políticas, económicas o sociales.
Tiempo atrás, un gran maestro, precisó que «cuando hablamos de libertad de expresión, se quiere significar la libertad para explorar, descubrir, formular y difundir qué es lo que sabemos, pensamos o sentimos». En consecuencia, la libertad de expresión implica libertad de pensamiento y de discusión. El diálogo produce la maravilla de conciliar puntos de vista diferentes o mejorarlos. Todo en beneficio de una sociedad, en donde los seres humanos se tratan con respeto a la dignidad de cada quien.
Este antecedente nos permite rendir homenaje a quienes tuvieron en Unesco, la iniciativa de instituir el Día Mundial de la Libertad de Prensa, medio eficaz para sacar adelante el derecho a la libertad de pensamiento y, naturalmente, de expresión. Pero, de igual manera, vemos con preocupación que, en nuestro país, se dan episodios ingratos que lastiman, a veces en forma desorbitada, el disfrute de ese derecho.
Las estadísticas que maneja con pulcritud y responsabilidad la Asociación Nacional de Periodistas del Perú, muestran cómo todavía hay personas, funcionarios públicos y gente comprometida con el crimen, que cultivan la desagradable «cultura del secretismo». Tanto que llegan al extremo de utilizar la agresión física, la amenaza del juicio penal y hasta el recurso cobarde del sicariato, para amedrentar a los y las periodistas. Es lo que pienso, es lo que creo.