Cuando en los años setenta se debatió en el Parlamento alemán la legalización del aborto, el diputado socialista Adolf Arndt señaló que esa medida equivalía a la capitulación del Estado de derecho, que había consistido precisamente en el sometimiento voluntario del más fuerte al imperio de la ley. En efecto, durante siglos de evolución social y política hemos ido generando procedimientos para regular tanto el acceso como el ejercicio del poder, de modo que el gobernante se someta a reglas y se asegure la protección de los débiles. Esta evolución culmina en el Estado de derecho: elección democrática, separación de poderes, imperio de la ley, respeto a las minorías. Ya no estamos expuestos al capricho del soberano, pues también él debe cumplir con el ordenamiento legal.
Sigo con la argumentación de Arndt: Supuesto que se admita -lo que es mucho admitir- que entre la madre y el feto se da un insuperable conflicto de intereses, no deja de ser terrible que la solución sancionada por la ley sea la muerte de la parte más débil, el feto, a manos justamente de aquellos a cuyo cuidado está encomendado: la madre que decide abortar cuenta con la ayuda de médicos y autoridades. Nadie media para alcanzar una solución pacífica a ese supuesto conflicto, como se hace en otros ámbitos de la vida social. Todo lo más, la ley prescribe a las madres un breve periodo de reflexión antes de que puedan culminar su propósito homicida o les impone una conversación supuestamente orientadora con algún experto.
El seno materno, lugar acogedor y seguro por excelencia, se convierte así en una trampa mortal. Es el punto negro de la autopista de la vida, el sitio donde más gente muere. Mientras las carreteras de los países civilizados son cada vez más seguras, el vientre de la madre se vuelve un lugar peligroso. Los débiles quedan de nuevo a merced de los fuertes en este retorno imprevisto a la ley de la selva. ¿Cómo se compagina la elevada retórica de la inviolable dignidad de la persona humana con este brutal retroceso?
Juan García
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