En medio del ruido del mundo; en medio del clamor de las pantallas de los móviles, de los ordenadores, de la televisión; en medio del ajetreo del trabajo y de las relaciones sociales, el hombre necesita el silencio para vivir y para crecer, para desarrollarse y sobrevivir. Y no solamente el silencio exterior, que ahoga ruidos y rumores; al hombre le es todavía más urgente y apremiante disponer de sosegado silencio en el alma y en el espíritu, único camino para acallar tantos murmullos que se alzan desordenadamente en el interior de su propio ser.
Sin tiempos de silencio el hombre se desorienta en su caminar terreno; se desorienta, pierde el rumbo y apenas alcanza a sentir el latir de su corazón. Sus oídos se tornan incapaces de reaccionar ante el vuelo de una mariposa y de maravillarse en el mecerse d las olas del mar; y su alma permanece fría, sin vida, de frente a las suaves quejas del amor sacrificado.
Silencio de su cuerpo, silencio de la naturaleza que lo acoge, silencio de su alma, silencio de su espíritu. El hombre es un ser indigente de silencio. Sin silencio el hombre se ahoga; no alcanza a respirar hondo y llenar los pulmones del oxígeno que necesita para vivir y orientar su libertad.
Encontrar el silencio del cuerpo aun en la enfermedad es tarea difícil, no imposible. A veces, los dolores impiden la concentración; el mal obliga a prestar atención a la cura del cuerpo y puede forzar las potencias para que no sirvan al volar del espíritu.
Y si, sumergidos en el rumor de la enfermedad caemos en la tentación de la queja continua, del lamento, de la desesperación, el cuerpo termina arrastrando tras de sí al alma, que se engolfa en la visión horizontal sin osar volver su atención al Cielo. No siempre, sin embargo, es así; y todos conocemos personas que han sabido encontrar, también en medio de sufrimientos atroces, el silencio que ha abierto nuevos horizontes de amor a los demás, de amor a Dios.
Jesús Domingo Martínez
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