Humanismo cristiano y trabajo

 

Que el cristianismo ha supuesto una toma de conciencia sobre el valor del trabajo queda fuera de toda duda. Quizá la referencia más clara a este tema en la Escritura, se encuentre en la tradicional versión vulgata de la Biblia -la que fue compilada por san Jerónimo, y que se usó en la Iglesia Católica hasta 1981-, cuando afirma -cito primero en latín y luego traduzco, por estar redactada esta versión en el original en esa lengua- Homo nascitur ad laborem, et avis ad volatum”. “El hombre nace para trabajar y el ave para volar” (Job 5, 7. Vg).

Esto es así por designio originario de Dios, ya en el Génesis, el primer libro de la Biblia, antes de que el hombre cometiera el pecado original, se consigna con claridad: “Tomó Yahveh Dios al hombre y le dejó en el jardín del Edén, para que lo trabajase y lo cuidase” (Génesis 2, 15).  En el Nuevo Testamento, por su parte, también hay referencias sustanciales sobre el valor del trabajo, la más importante, y un tanto misteriosa, todo hay que decirlo, aparece en el evangelio de san Juan, capítulo 5º, versículo 17: “Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo”. ¿Por qué es importante esta referencia? Porque nos señala al trabajo como un medio para identificarnos con Dios. Jesús afirma con claridad que Él y el Padre siempre trabajan. Los años de vida oculta de Jesús (la tradición nos dice que fueron 30), son más que elocuentes: Jesucristo dedicó la mayor parte de su vida a trabajar, a desempeñar un sencillo oficio manual, de forma que era conocido como “el hijo del Carpintero”, lo que denota cómo san José tenía prestigio profesional en su pueblo. Jesús nos estaba salvando y redimiendo mientras trabajaba, no “a pesar de su trabajo”, sino precisamente “con su trabajo”.

Para el cristiano, pensar en el trabajo de Jesús, es un rico filón espiritual; de hecho, hay toda una “espiritualidad del trabajo”, según la cual, el trabajo es un medio a través del cual el hombre puede alcanzar la unión con Dios, mientras se perfecciona a sí mismo y al mundo que le rodea. Es decir, no es sólo una especie de “terapia ocupacional” o un medio para transformar el mundo; ni siquiera, únicamente, la forma de sacar adelante, honradamente, a una familia. Es eso, pero es mucho más, se configura como la forma de cumplir la misión que Dios nos ha dado de transformar el mundo y dirigirlo a su plenitud. Por eso el trabajo adquiere una “dimensión vocacional”. Quizá quien ha desarrollado más profundamente esta espiritualidad del trabajo en el mundo contemporáneo sea san Josemaría Escrivá. El cual tiene palabras verdaderamente inspiradas e inspiradoras al respecto, como las siguientes:

“El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo” (Es Cristo que pasa, n. 48).

Resulta revolucionario por dos motivos: en primer lugar, por vincular el trabajo al amor, es decir, a la actividad más sublime del hombre. Descubrir cómo, en el fondo, es el amor el motor del trabajo. De esta forma podemos decir, sin temor a equivocarnos, que alguien que ama su trabajo tiene uno de los ingredientes más importantes para ser feliz en la vida. En segundo lugar, y en esto es un pionero en la espiritualidad de la Iglesia, porque ofrece en el espectáculo de nuestro propio trabajo, de nuestro esfuerzo y nuestro cansancio al realizarlo, un modo privilegiado de “contemplar a Dios”, de descubrirlo. Ya no sólo podemos ver a Dios en el espectáculo de un atardecer, del mar o la montaña, también podemos descubrirlo en nuestra labor cotidiana.

En la misma línea hilvana el Papa Francisco su propuesta espiritual, al alcance de todos. Así, el 1 de mayo de 2020, decía en la homilía de la misa de san José Obrero:

“Y el trabajo es lo que hace al hombre semejante a Dios, porque con el trabajo el hombre es un creador, es capaz de crear, de crear muchas cosas, incluso de crear una familia para seguir adelante. El hombre es un creador y crea con el trabajo. Esta es la vocación… Es decir, el trabajo tiene en sí mismo una bondad y crea la armonía de las cosas – belleza, bondad – e involucra al hombre en todo: en su pensamiento, en su actuación, en todo. El hombre está involucrado en el trabajo. Es la primera vocación del hombre: trabajar. Y esto le da dignidad al hombre. La dignidad que lo hace parecerse a Dios. La dignidad del trabajo”,

Francisco frecuentemente vincula la noción de “trabajo”, con la de “dignidad”. Dicho de otro modo y abruptamente: la gente no necesita solamente dinero, necesita saberse útil, aportar a la sociedad, desarrollar su creatividad, crecer como persona; y esto lo consigue a través de su trabajo. Por eso resulta profundamente humanista la valoración cristiana del trabajo, pues contribuye determinantemente para que la persona humana fundamente y desarrolle su dignidad, es un ingrediente indispensable de su propia felicidad.

A veces se nos presentan paraísos ideales en los que no trabajamos. Es la distopía del futuro donde todo lo harán las máquinas, la inteligencia artificial. Nosotros nos dedicaríamos exclusivamente al ocio, a descansar. Hay algunos elementos de verdad en estas propuestas: el ocio permite pensar, dedicarse a la contemplación; todos necesitamos del merecido descanso. Pero una vida sin trabajo, al final del día sería aburrida, abominable, vacía de sentido. Por eso, hoy más que nunca, ante los desafíos de la inteligencia artificial y la robótica, que amenazan con volvernos superfluos o prescindibles, es necesario reivindicar el trabajo como elemento primordial de la dignidad humana. ¿Qué quiere decir eso? Que debemos “dinamitar” la distopía, para construir, hasta donde sea posible, la “utopía”, es decir, el mejor mundo posible, uno de cuyos elementos primordiales, es la capacidad de aportar al mundo e intervenir en la sociedad, de crear a través de nuestro trabajo.

La sociedad enfrenta entonces un doble desafío. Por un lado, en el mundo altamente industrializado, no suprimir el trabajo humano, no declarar superflua y superada la creatividad humana, por la inteligencia artificial, la robótica y la automatización de los procesos. En el mundo subdesarrollado, en cambio, el panorama presenta varias dificultades acuciantes: crear fuentes de empleo para todos, remunerarlas suficientemente, proporcionar el justo descanso. De hecho, todavía hay mucho trabajo infantil, muchas condiciones laborales infrahumanas, muchas formas veladas de esclavitud, y una gran carencia de empleos, tanto para jóvenes como para personas maduras. Todo esto ofrece un panorama desesperanzador y agudiza la división existente en el mundo.

Por eso, para contribuir a consolidar la dignidad humana y que ésta no sea letra muerta, papel mojado, ideal irrealizable, resulta imprescindible realizar una profunda reflexión sobre el papel del trabajo en la vida y en la sociedad humana, por un lado. Por otro, acoger el desafío de crear fuentes de trabajo acordes con dicha dignidad, en el que cada persona pueda aportar algo de su personal creatividad e ideales. La tecnología debe confluir entonces en ese sentido, para facilitar el desarrollo del trabajo, no para suprimirlo porque, de nuevo, si se suprime, se cercena una importante dimensión humana, atentando ello contra el auténtico humanismo.

Por eso, la reflexión filosófica y teológica sobre el trabajo debe acompañar acompasadamente a la evolución del mismo gracias a la ciencia y la tecnología. Se precisa entonces de un diálogo interdisciplinar entre ciencia, tecnología, filosofía y teología, para construir un futuro con trabajo, que permita al ser humano desarrollar todas sus capacidades y alcanzar su plenitud humana, su felicidad en una palabra. En ese desafío improrrogable nos encontramos inmersos en la actualidad.

 

Dr. Salvador Fabre
masamf@gmail.com

 

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