Truman Capote: siete horas con Marlon Brando

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En 1956, el periodista y escritor Truman Capote viajó a Kioto para entrevistar a Marlon Brando, quien se encontraba en medio del rodaje de la película Sayonara (1957). El primero era uno de los novelistas más elogiados de la última década y había publicado obras como Other voices, other rooms (1948) y The Grass Harp (1951), las cuales destacaron por su carácter descriptivo y detallista. Por otro lado, el actor era una de las máximas estrellas de cine en aquel entonces y sus papeles protagónicos en películas como Viva Zapata! (1952), Julius Caesar (1953) y On the waterfront (1954) le habían significado tres premios BAFTA consecutivos, además de diversas distinciones en el festival de Cannes, Golden Globes, entre otros.

El encuentro fue en Miyako, uno de los hoteles más destacados de la ciudad que mantenía las comodidades del estilo occidental, pero que también ofrecía piezas con la estética tradicional del país asiático. Ahí alojaban Brando y la mayoría del equipo que trabajaba en la grabación del filme, en el cual también se encontraba el equipo que lo acompañaba a todas partes, conformado por su padre (quien gestionaba los aspectos económicos), una secretaria, un asistente literario y un maquillador personal. Si bien, el artista llevaba más de un mes en Kioto y solía mostrar una disposición amigable a la hora de trabajar con sus compañeros de set, este era conocido por su personalidad abstraída y reticente, la cual solía encerrarse en la habitación del recinto cuando sus colegas salían a celebrar.

La entrevista publicada en el The New Yorker está considerada como una de las diez mejores de la historia. Ni bien se publicó, Marlon Brando gritó en público «¡Voy a matar a ese pequeño bastardo!» El actor intentó entablarle un juicio. Su indignación se basaba en que en esas siete horas, que se la pasaron charlando en la habitación del actor entre cantidades navegables de vodka tonic, Capote estaba grabando todo en su mente. Letra por letra. Nunca lo vio hacer un apunte ni sacar una grabadora.

Capote sabía que el actor sería una fuente difícil de entrevistar, por lo que practicó ejercicios de memoria durante un año, para así asistir a la reunión sin una grabadora de voz, la cual —solo con su eventual presencia— podría haber alterado las respuestas de Brando. De esta manera, escribió un perfil para el periódico The New Yorker, en el que se profundizó por primera vez en aspectos de su vida privada, todo a partir de cerca de siete horas de conversación, en las que el alcohol jugó un papel decisivo en las declaraciones del intérprete escénico.

A continuación el texto completo del encuentro y que Capote tituló «El Duque en sus dominios»:

La mayoría de las muchachas japonesas se ríen tontamente por nada. La pequeña criada del Hotel Miyako, en Kioto, no fue una excepción. La hilaridad, y las tentativas por suprimirla, enrojecieron sus mejillas (al contrario que los chinos, el rostro de los japoneses por lo general tiene bastante color), y sacudieron su figura rolliza, envuelta en un kimono estampado con motivos de peonías y pensamientos. No había ninguna razón especial para su alegría. La hilaridad japonesa funciona sin motivo aparente. Sólo le había pedido que me dijera cómo llegar a cierta habitación. «¿Vino ver Marron?», dijo, casi sin aliento, mientras mostraba, como tantos de sus compatriotas, un despliegue de dientes de oro. Luego, con pasos diminutos, como de pies con dedos de paloma que se desliza, propios de quien luce un kimono, me condujo por un laberinto de corredores mientras decía: «Yo llamo usted puerta Marron». El sonido de la ele no existe en japonés, y la criada decía «Marron» en vez de Marlon, Marlon Brando, el actor norteamericano, que por aquel entonces estaba en Kioto participando en el rodaje de la versión cinematográfica de la novela Sayonara, de James Michener, que producía William Goetz para la Warner Brothers.

Mi guía llamó a la puerta, gritó «¡Marron!», y desapareció por el corredor; las mangas de su kimono se agitaban como si fueran las alas de una cotorra australiana. Abrió la puerta otra criada del Miyako, delicada como una muñeca, que inmediatamente sucumbió a su inevitable ataque de extraña histeria.

—¿Qué pasa, encanto? —preguntó Brando en voz alta desde una habitación interior.

Pero la chica, que había cerrado los ojos por la alegre risa y se había metido las manos regordetas en la boca, como un bebé chillón, fue incapaz de responder.

—¡Eh, encanto!, ¿qué pasa? — volvió a preguntar Brando, y apareció en la puerta—. Oh, hola —dijo al verme—. Son las siete, ¿eh? —Habíamos quedado en cenar a las siete, y yo llegaba con casi veinte minutos de retraso—. Pues quítese los zapatos y entre. Enseguida termino. Y tú, encanto—le dijo a la criada—, tráenos hielo. —Luego, contemplando a la chica, que se marchó corriendo, puso las manos sobre las caderas y, sonriendo, dijo—: Me gustan. Me gustan, de verdad. Los niños también. ¿No le parecen maravillosos los niños japoneses, no le roban el corazón?

El Miyako, donde se alojaba casi la mitad de la compañía de Sayonara, es el hotel más destacado, entre los llamados occidentales, de Kioto. La mayoría de las habitaciones están amuebladas a la europea, con sillas y mesas, camas y divanes, muy resistentes, aunque ordinarios e incómodos. Pero para la conveniencia de los huéspedes japoneses, que prefieren su decoración tradicional, si bien desean el prestigio que da alojarse en el Miyako, o de esos viajeros extranjeros ávidos de una atmósfera auténtica aunque poco dispuestos a soportar los rigores sin calefacción de una verdadera posada japonesa, el Miyako tiene algunas suites decoradas a la manera tradicional, y era una de éstas la que ocupaba Brando. Constaba de dos habitaciones, un cuarto de baño y un porche-solario con paredes encristaladas. Sin el desorden de las pertenencias personales de Brando, diseminadas por todas partes, las habitaciones habrían sido ilustraciones propias de un manual de decoración de la afición japonesa por la ostentosa escasez de muebles. Los suelos estaban cubiertos con parduscas esteras, llamadas tatamis, y varios almohadones de seda cruda; una pintura sobre papel que representaba carpas doradas nadando colgaba en un nicho de la pared, y debajo, sobre una mesita, había un jarrón lleno de lirios y hojas rojas, dispuestos un tanto al azar. La habitación más grande —la interior—, que Brando usaba como oficina, aunque también comía y dormía en ella, contenía una larga mesa baja lacada, y un futón. En estas habitaciones podían observarse las diferencias entre la decoración japonesa y la occidental: la primera trata de impresionar mediante la modestia en la exhibición de lo que se posee, mientras que la otra pretende exactamente lo opuesto. Brando no parecía dispuesto a utilizar los armarios que había en la suite, ocultos tras puertas correderas de papel. Todo lo que poseía estaba en exposición. Camisas, listas para la lavandería, así como calcetines; zapatos y jerséis; chaquetas, sombreros y corbatas colgaban por todas partes como el vestuario de un espantapájaros desmantelado. Y cámaras fotográficas, una máquina de escribir, una grabadora, y una estufa eléctrica que funcionaba con asfixiante eficacia. Aquí y allá había pedazos de fruta a medio comer, y una caja de las famosas fresas japonesas, cada una del tamaño de un huevo. Y libros, una selección de libros profundos, entre los cuales vi El desplazado, de Colin Wilson, y varias obras sobre oración budista, meditación zen, yoga y misticismo hindú, pero ninguna novela, porque Brando no lee novelas. Dice que no ha abierto una novela desde el 3 de abril de 1924, el día en que nació, en Omaha, estado de Nebraska. Pero si bien no le gusta leer obras de ficción, está interesado en escribirlas, y la larga mesa lacada estaba cubierta de ceniceros desbordantes de colillas y montones de páginas de su esfuerzo creativo más reciente, que es un guión cinematográfico titulado A Burst of Vermilion.

En realidad, Brando estaba trabajando en su guión en el momento de mi llegada. Cuando entré, un hombre más bien joven, de aspecto servil, a quien llamaré Murray, y que con anterioridad me había sido descrito como «el hombre que está ayudando a Brando con el libro», estaba sentado sobre un tatami, hojeando el guión de A Burst of Vermilion. Sopesando unas páginas, dijo:

—¿Qué te parece, Mar, si reviso esto en mi cuarto y nos volvemos a ver a eso de las diez y media?

Brando puso mala cara, como si le molestara volver a trabajar más tarde. Había estado ligeramente indispuesto, según me enteré después, por lo que había pasado el día en la habitación, y ahora parecía inquieto.

—¿Qué es esto? —preguntó señalando un par de paquetes entre los papeles, sobre la mesa lacada.

Murray se encogió de hombros. Los había traído la criada; eso era todo lo que sabía.

—La gente siempre le está enviando regalos a Mar —me dijo—. Muchísimas veces no sabemos siquiera de quién son. ¿Verdad, Mar?

—Sí —dijo Brando, que había empezado a abrir los paquetes, los cuales, como todos los paquetes japoneses, incluyendo las compras más comunes hechas en cualquier tienda, estaban hermosamente envueltos. Uno contenía dulces, el otro pastelillos de arroz, que resultaron ser duros como cemento, aunque parecían nubes de algodón. En ninguno de los paquetes había tarjeta identificando al donante—. Cada vez que te vuelves, te encuentras con un japonés haciéndote un regalo. Les enloquece regalar —observó Brando, que se puso a masticar atléticamente un pastelillo antes de pasarnos la caja a Murray y a mí.

Murray meneó la cabeza; sólo le interesaba obtener la promesa de Brando de volverse a reunir a las diez y media.

—Llámame a esa hora —dijo Brando, por último—. Veremos qué pasa.

Murray, según me habían dicho, era uno de los integrantes de lo que algunos de los que intervenían en el rodaje de Sayonara llamaban «la pandilla de Brando». Además del asistente literario, la integraban Marlon Brando padre, que actúa como administrador de los intereses de su hijo, una bonita secretaria de pelo negro, la señorita Levin, y el maquillador privado de Brando. Los gastos de viaje de este séquito, y todos sus gastos cuando están rodando en escenarios naturales, se hallan incluidas en el contrato del actor y corren por cuenta de Warner Brothers. Al contrario de la leyenda, los estudios cinematográficos no suelen ser tan pródigos financieramente. Un empleado de la Warner con quien hablé más tarde me explicó la excepción hecha en el caso de Brando diciendo: «Comúnmente, no aceptaríamos tantas exigencias. Excepto que…, bueno, esta película necesitaba una gran estrella. Una estrella, eso es lo único que cuenta en taquilla».

Entre los que intervenían en el rodaje había quienes creían que la protección social que ejercía alrededor de Brando su círculo de empleados no les permitía «llegar a conocer al hombre» tan bien como hubieran querido.

Hacía más de un mes que Brando estaba en el Japón, y en ese tiempo había dado la impresión en el estudio de ser un joven distinguido, ligeramente desmañado, amable, siempre listo a cooperar con sus compañeros de trabajo, incluso a darles ánimo (particularmente a los actores), pero que por lo general no hacía vida social y prefería, durante los tediosos momentos de calma entre escena y escena, permanecer a solas leyendo filosofía o escribiendo en un cuaderno de colegial. Después del trabajo, en lugar de aceptar las invitaciones de sus colegas y unirse a ellos para ir a tomar un trago, comer un plato de pescado crudo en un restaurante o dar una vuelta por el antiguo barrio de geishas de Kioto, en lugar de contribuir con su presencia a crear la atmósfera de camaradería y de ser una gran familia que teóricamente origina el rodaje de películas en lugares alejados de los estudios, regresaba a su hotel y se quedaba allí. Como los admiradores más fanáticos de las estrellas de cine son los que trabajan en la industria cinematográfica, Brando era de inmenso interés para los integrantes del grupo de Sayonara, y ese interés aumentó a causa de que su actitud de amistosa lejanía produjo, ante esa curiosidad, ávidas frustraciones. Hasta el director de la película, Joshua Logan, no pudo menos que decir, después de trabajar con Brando durante dos semanas: «Marlon es la persona más excitante que he conocido desde la Garbo. Un genio. Pero no sé cómo es. No sé nada acerca de él».

La criada había vuelto a entrar en la habitación, y Murray, al salir, casi tropezó con la cola de su kimono. La chica dejó un recipiente con hielo y, con una vehemencia, una risita y una alegría que hacían que sus pequeños pies, que parecían pezuñas dentro de sus sandalias, se levantaran y bajaran como los de un pony haciendo cabriolas, anunció:

—¡Pastel de manzanas! ¡Esta noche en menú pastel de manzanas!

—¡Pastel de manzanas! ¡Eso es todo lo que necesito! —gritó Brando. Luego se tumbó en el suelo y se aflojó el cinturón, que se hundía demasiado en su abultado estómago—. Se supone que estoy a dieta. Pero lo único que tengo ganas de comer es pastel de manzanas y cosas así.

Seis semanas atrás, en California, Logan le había dicho que tenía que perder cinco kilos para su papel en Sayonara, y antes de llegar a Kioto había logrado rebajar tres y medio. Desde su llegada al Japón, sin embargo, tentado no sólo por el pastel de manzanas norteamericano sino también por la cocina japonesa, que insiste deliciosamente en los dulces, las féculas y los fritos, había vuelto a ganar lo perdido, y luego engordó tres kilos y medio más. Ahora, mientras se aflojaba el cinturón y se acariciaba el abdomen pensativamente, estudió el menú, que ofrecía, en inglés, una amplia selección de platos occidentales, y después de decirse «Tengo que perder unos kilos», pidió sopa, un bistec con guarnición de patatas fritas y tres verduras, un plato de fideos, bollos y mantequilla, una botella de sake, ensalada y queso con galletitas.

—¿Y pastel de manzanas, Marron?

Suspiró.

—Con helado, encanto.

Aunque Brando no es abstemio, su apetito es más frugal cuando se trata del alcohol. Mientras aguardábamos la cena, que iba a ser servida en la habitación, me sirvió un generoso vaso de vodka con hielo, pero él sólo tomó un traguito, por cortesía. Volviendo a acomodarse en el suelo, apoyó la cabeza en una almohada, dejó caer los párpados, luego cerró los ojos. Parecía que se había adormilado, y que tenía un sueño perturbador; le temblaban los párpados, y cuando habló, su voz (una voz nada emotiva, en cierta manera estudiada y dulce, y sin embargo sorprendentemente adolescente, una voz inquisitiva, penetrante, de muchacho) pareció venir de letárgicas distancias.

—Los últimos ocho o nueve años de mi vida han sido un desastre —dijo—. Quizá los últimos dos han sido un poquito mejores. No tan agitados. ¿Le han psicoanalizado? Al principio tenía miedo. Tenía miedo de que destruyera los impulsos que hacen creativo a un artista. Una persona sensible recibe cincuenta impresiones mientras que cualquier otra recibiría sólo siete. Las personas sensibles son muy vulnerables; pueden sentirse tratadas con crueldad y sentirse heridas muy fácilmente porque son sensibles. Cuanto más sensible es uno, más seguro es que sienta la crueldad ajena y trate de inmunizarse contra ella levantando barreras. No evolucionas. No te permites el lujo de sentir nada, porque siempre sientes en exceso. El psicoanálisis ayuda. Me ayudó. Sin embargo, durante los últimos ocho o nueve años he vivido lleno de confusión, hecho un desastre…

La voz siguió hablando, como si sólo tratara de escucharse a sí misma, y éste es un efecto que tiene a menudo la voz de Brando, porque como la de tantas personas intensamente absorbidas por su yo, su conversación es un monólogo, hecho que él reconoce y para el cual da una explicación propia.

—La gente que me rodea nunca dice nada —observa—. Parece que lo único que les importa es oír lo que tengo que decir. Por eso hablo siempre.

Al mirarle ahora, con los ojos cerrados y el rostro blanco y liso, sin arrugas, bajo una luz que venía del techo, sentí como si volviera a vivir el momento de mi encuentro inicial con él.

Ocurrió en 1947; era una tarde de invierno en Nueva York, donde tuve ocasión de asistir a un ensayo de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, obra en que Brando hacía el papel de Stanley Kowalski. Fue el papel que le dio la fama, aunque ya había atraído la atención de los expertos dentro del círculo teatral de Nueva York, gracias a su trabajo como alumno de las clases de arte dramático de Stella Adler y unas pocas actuaciones en Broadway, una de ellas en una obra de Maxwell Anderson, Truckline Café, y otra como Marchbanks, junto a Katharine Cornell como Candida, donde actuó con un talento que fue muy elogiado y discutido. Elia Kazan, el director de Un tranvía llamado deseo, dijo entonces algo que repitió recientemente: «Marlon es el mejor actor del mundo». Pero hace diez años, aquella tarde que recuerdo ahora, todavía era relativamente desconocido. Por lo menos, yo no tenía idea de quién podía ser cuando, al llegar demasiado temprano para el ensayo de Un tranvía…, encontré que el teatro estaba desierto y en el escenario había un joven robusto tirado encima de una mesa bajo el débil resplandor de las luces de trabajo, completamente dormido. Debido a que llevaba una camiseta y tejanos y a su físico de culturista (los brazos de levantador de pesas, el torso de atleta), y a pesar de que sobre su pecho descansaba un tomo abierto de las obras esenciales de Sigmund Freud, le tomé por un tramoyista. Hasta que miré bien la cara. Era igual que si al robusto cuerpo le hubieran agregado la cabeza de un extraño, como sucede en ciertas fotografías arregladas. Porque aquella cara no era dura, y superponía un refinamiento y una amabilidad casi angélicos a una apostura basada en fuertes mandíbulas: la piel tirante, una frente alta y amplia, los ojos bien separados, una nariz aguileña, los labios llenos, con una expresión sensual y relajada. Ni la menor sugerencia del tan poco poético Kowalski de Williams. Por eso fue una verdadera experiencia ver, más tarde, con qué facilidad de camaleón Brando adquiría el aspecto cruel y llamativo del personaje, con qué perfección, como una astuta salamandra, se metía en el papel y su propia personalidad se evaporaba, de igual manera que, en la habitación del hotel de Kioto nueve años después, mi recuerdo del Brando de 1947 desaparecía siendo reemplazado por su ser real de 1956. Y el Brando actual, descansando sobre el tatami, fumando plácidamente cigarrillos con filtro mientras hablaba y hablaba, era, por supuesto, una persona diferente, tenía que serlo. Tenía el cuerpo más grueso y la frente más alta, ya que había perdido pelo; era más rico (de los productores de Sayonara podía esperar un salario de trescientos mil dólares, además de un porcentaje de las ganancias de la película), y se había convertido, como dijo un periodista, en «el Valentino de la generación del bebop»; había llegado a ser una celebridad mundial, y cuando salía en el Japón no sólo tenía que esconder la cara tras gafas negras, sino tras una máscara de gasa de cirujano. (Esta máscara no es tan outré en el Japón como puede parecer, ya que muchos asiáticos las usan a fin de evitar los gérmenes.) Ésas eran algunas de las alteraciones hechas por una década. Había otras. Sus ojos habían cambiado. Aunque su color de caffè espresso era el mismo, la timidez, los rasgos de vulnerabilidad que tenían antaño, habían desaparecido. Ahora miraba con seguridad, con lo que sólo podría llamarse una expresión conmiserativa, como si habitara en esferas iluminadas a las que los demás mortales, muy a pesar de Brando, no tuvieran acceso. (Las reacciones de la gente sujeta a esta mirada de constante conmiseración van desde la de una joven actriz que reconoció que «Marlon es realmente una persona muy espiritual, sabia y muy sincera; se le nota en los ojos», a la de un conocido de Brando que dijo: «La manera como mira a la gente, igual que si le tuviera lástima, ¿no le da ganas de cortarle el pescuezo?».) No obstante, aquella cualidad sutilmente tierna de su rostro subsiste. O casi. Porque en los años que pasaron desde la primera vez que le vi ha tenido un accidente que dio a su cara un aspecto más convencionalmente masculino. Se rompió la nariz. Me las arreglé para meter baza en su monólogo y preguntarle cómo ocurrió.

—… y eso no quiere decir que siempre esté triste. Recuerdo un mes de abril en Sicilia. Un día de calor, con flores por todas partes. Me gustan las flores, las que tienen aroma. Las gardenias. Bueno, el caso es que estábamos en abril y me hallaba en Sicilia, así que me fui a dar una vuelta, yo solo. Me tumbé en un campo lleno de flores. Me dormí. Eso me hizo feliz. Fui feliz entonces. ¿Qué? ¿Dijo algo?

—Le he preguntado cómo se rompió la nariz.

Se la frotó y sonrió, igual que si recordara una experiencia tan feliz como la siesta en Sicilia.

—De eso hace mucho tiempo. Fue boxeando. Fue cuando hacía Un tranvía… Los muchachos que trabajaban entre bastidores y yo solíamos ir a la sala de calderas del teatro, donde bromeábamos y jugábamos. Una noche, estaba haciendo como que boxeaba con uno de ellos, y, ¡zas! Así que me puse la chaqueta y fui andando hasta el hospital más cercano, que quedaba en alguna parte de Broadway. Mi nariz estaba bastante mal. Tuvieron que darme anestesia para curarla, y me ingresaron. No lo lamenté. Hacía un año que Un tranvía… estaba en cartel, y ya me había hartado de esa obra. Pero la nariz se me curó bastante pronto, y supongo que habría vuelto al escenario enseguida si no le hubiera hecho lo que le hice a Irene Selznick. —Sonrió más ampliamente al mencionar a la señora Selznick, que era la productora de la obra de Williams—. Irene Selznick es una mujer muy astuta. Cuando quiere algo, no para hasta conseguirlo. Y quería que yo volviera a actuar en la obra. Pero cuando me enteré de que iba a venir al hospital, me puse a trabajar con un poco de yodo, vendas y mercromina, y, ¡diantre!, cuando entró en la habitación, yo tenía un aspecto terrible, como si me hubieran cortado la cabeza, por lo menos. Y hablaba como si me estuviera muriendo. «¡Oh, Marlon!», dijo. «¡Pobre, pobre muchacho!». Y yo le dije: «No te aflijas por mí, Irene. Esta misma noche vuelvo al teatro». Y ella me contestó: «¡Ni lo sueñes! Nos arreglaremos sin ti… bueno, unos días más». «¡No, no!», dije. «Estoy bien. Quiero trabajar. Diles que volveré esta noche». Entonces ella dijo: «No estás en condiciones, querido. Te prohíbo que vuelvas al teatro». Así que me quedé en el hospital, y me divertí mucho.

(La señora Selznick, recordando el incidente hace poco, dijo: «No le arreglaron la nariz bien. De repente tenía la cara cambiada. Parecía un hombre duro. Durante meses no paré de decirle: “Te han arruinado la cara. Tienes que hacerte romper la nariz de nuevo, para que te la arreglen”. Por suerte para él, no me escuchó. Porque, sinceramente, creo que esa nariz rota le hizo ganar una fortuna en el cine. Le dio sex appeal. Era demasiado hermoso antes».)

Brando viajó por primera vez a la costa del Pacífico en 1949, cuando fue a hacer el papel de protagonista en Hombres, una película acerca de veteranos de guerra que habían quedado parapléjicos. Entonces le acusaron de ser tosco y carecer de buenos modales, y le criticaron por su afición a llevar siempre cazadoras de cuero, así como porque prefería las motocicletas a los Jaguar y las secretarias que nadie conocía a las aspirantes al estrellato. Además, los columnistas de Hollywood no ahorraron los comentarios hostiles acerca de su actitud para con la industria del cine, que él mismo resumió diciendo: «La única razón por la que estoy aquí es porque aún carezco del valor moral de rechazar el dinero». En las entrevistas, repetidas veces dijo que llegar a ser «simplemente un actor de cine» estaba muy lejos de sus ambiciones. «Podré hacer una película de vez en cuando», dijo en una ocasión, «pero me interesa sobre todo trabajar en el teatro». Sin embargo, después de Hombres, que más que un éxito de taquilla fue un succès d’estime, interpretó a Kowalski en la versión cinematográfica de Un tranvía llamado deseo, y este papel, igual que había pasado en Broadway, le hizo famoso como estrella de cine. (Según una definición práctica, una estrella de cine es cualquier intérprete que logra siempre una buena taquilla, dejando de lado la calidad de la película en la que actúa; la raza es tan escasa, que hoy hay menos de diez actores en esta categoría. Brando es uno de ellos; como atracción taquillera, entre los hombres, tal vez sólo le supere William Holden.) En los últimos cinco años ha sido un revolucionario mexicano (¡Viva Zapata!), Marco Antonio (Julio César), un delincuente juvenil loco por las motocicletas (¡Salvaje!); ganó un Oscar con el papel de un matón de los muelles (La ley del silencio); representó a Napoleón (Desirée); cantó y bailó haciendo el papel de un delincuente adulto (Ellos y ellas), y representó al intérprete de Okinawa en La casa de té de la luna de agosto, que, igual que Sayonara, su décima película, fue rodada en parte en el Japón. Pero, exceptuando un breve bolo veraniego, no ha vuelto a los escenarios.

—¿Por qué tendría que hacerlo? — preguntó con displicencia cuando se lo hice observar—. Las películas tienen enormes posibilidades. Pueden ser un factor para el bien. Para el desarrollo moral. Por lo menos, algunas películas, y ésa es la clase de películas que quiero hacer. —Hizo una pausa, pareció escuchar, como si su opinión hubiera sido grabada y la estuviera escuchando de nuevo. Posiblemente no estaba satisfecho; sea como fuere, empezó a mover la mandíbula, igual que si estuviera masticando un bocado desagradable. De repente su mirada se perdió en el espacio y me preguntó—: ¿Qué es lo que tiene de especial Nueva York? ¿Qué tiene de especial trabajar para Cheryl Crawford y Robert Whitehead? —Se trata de dos de los productores teatrales más destacados de Nueva York, ninguno de los cuales ha tenido la oportunidad de emplear a Brando—. De todos modos, ¿en qué obra podría actuar? No hay papeles para mí.

Si se apilaran los papeles que en una temporada cualquiera le ofrecen los productores de Broadway para que los considere (pues todavía tienen esperanzas de que acepte), llegarían a sobrepasar su estatura. Tennessee Williams quería que hiciera el papel de protagonista en sus últimas cinco obras, y la más reciente de éstas, Orpheus Descending, que aún no había sido producida, fue escrita especialmente para Brando y la actriz italiana Anna Magnani.

—Puedo explicar muy fácilmente por qué no hice Orpheus —dijo Brando—. Hay cosas hermosas en la obra, de las mejores que haya escrito Tennessee, y el papel de la Magnani es grande: es una gran actriz, eso no se puede negar… y me habría barrido del escenario. El personaje que yo tenía que representar, un muchacho llamado Val, nunca toma partido por nada. No sabía qué era lo que quería, ni lo que no quería. Y uno no puede representar un vacío. Se lo dije a Tennessee. Y él lo intentó de nuevo. Volvió a escribir el papel para mí, creo que un par de veces. Pero… —Se encogió de hombros—. Bueno, yo no pensaba salir al escenario con la Magnani. No en ese papel. Habría quedado en segundo término. —Brando permaneció pensativo durante un rato y agregó—: Creo…, en realidad, estoy seguro, que Tennessee está obsesionado con la idea de que soy la encarnación de Kowalski. Quiero decir que somos amigos, y él sabe que como persona soy lo opuesto de Kowalski, que representa todo lo que odio: insensibilidad total, crueldad, grosería. Y, sin embargo, la imagen que tiene Tennessee de mí viene de ese papel que interpreté. Por eso no sé si podría escribir para mí desde otra perspectiva. La única razón por la que hice Ellos y ellas fue para poder interpretar algo más ligero, algo color amarillo. Antes, el color más brillante que había hecho era rojo. De rojo para abajo. Marrón. Gris. Negro. —Arrugó un paquete vacío de cigarrillos y lo hizo rebotar en la mano, como si fuera una pelota—. No hay papeles para mí en el teatro. Nadie los escribe. Dígame qué papel podría interpretar. Ante la ausencia de obras de autores contemporáneos, ¿no podría hacer algo de otra época? Varios actores que habían intervenido con él en Julio César habían admirado su Marco Antonio, y opinaban que estaba magníficamente dotado para interpretar grandes papeles de la literatura dramática universal, incluido, posiblemente, Edipo, siempre y cuando, evidentemente, quisiera hacerlo.

Brando no se inmutó cuando le recordé estos elogios, o tal vez estaba entregado a su costumbre de no escuchar.

—Por supuesto, las películas envejecen rápidamente. Vi Un tranvía… hace poco, y ya es una película vieja. Sin embargo, las películas tienen muchas posibilidades. Uno puede decir cosas importantes a un montón de gente. Acerca de la discriminación, el odio, los prejuicios. Quiero hacer películas que exploren los temas del mundo de hoy. Como entretenimiento. Por eso he fundado una compañía independiente.

Acarició con afecto A Burst of Vermilion, que va a ser la primera película de Pennebaker Productions, la compañía independiente que ha formado.

—¿Le satisfacía A Burst of Vermilion como base para alcanzar la clase de objetivos elevados que se había propuesto?

Murmuró algo. Luego volvió a murmurar otra cosa. Cuando le pedí que hablara más claramente, dijo:

—Es una película del Oeste.

No pudo evitar una sonrisa, que se convirtió en risa. Rodó por el suelo, riéndose con ganas.

—El único problema es: ¿podré volver a mirar a mis amigos en la cara?—Tranquilizándose un poco, dijo—: Hablando en serio, sin embargo, la primera película tiene que ganar dinero.

De lo contrario, no habrá otra. Estoy casi arruinado. No, no bromeo. Pasé un año y gasté doscientos mil dólares tratando de que algún guionista hiciera un guión decente. Con mis ideas. El último era tan terrible, que dije que yo podía hacer uno mejor. Y también voy a dirigir la película.

Producida, dirigida, escrita, interpretada por él. Charlie Chaplin lo ha hecho, y hasta ha compuesto la música. Pero otros profesionales con gran experiencia (Orson Welles, para citar sólo a uno) han sucumbido bajo el peso de todas estas tareas que Brando está dispuesto a asumir. Sin embargo, tenía una respuesta preparada cuando le sugerí que se estaba echando un peso demasiado grande sobre los hombros.

—Piense en la producción —dijo—. ¿Qué hace un productor, excepto buscar a los actores? Y yo sé hacerlo, igual que cualquiera.

Aunque sería difícil encontrar a alguien del oficio que estuviera de acuerdo con esta opinión. Un buen productor, además de buscar al guionista, el director, los actores, el equipo de técnicos y los otros componentes del grupo, debe ser un diplomático de las emociones, debe saber apaciguar, y, sobre todo, debe ser un hábil mecánico cuando se trata de la maquinaria de los dólares y los centavos.

—Pero hablando en serio —dijo Brando, ya completamente tranquilo—. A Burst… no es simplemente una película de vaqueros e indios. Trata de un muchacho mexicano, de odio y discriminación. De lo que le pasa a la gente de un pueblo cuando existen en él esas cosas.

Sayonara, también, tiene escenas en que intenta atacar los prejuicios raciales, ya que cuenta la historia de un piloto militar norteamericano que se enamora de una bailarina japonesa, lo cual provoca la desesperación de sus superiores, y también de las personas para quienes trabaja la chica, aunque estas últimas no rechazan la disparidad racial sino el hecho de que tenga novio, pues es miembro de una compañía de ópera integrada exclusivamente por mujeres (la novela se basa en una que existe en la vida real, la Takarazuka), cuya dirección promueve la leyenda de que fuera del escenario los cientos de chicas que emplean viven una existencia de convento, sin relaciones con hombres de ningún credo ni color. La novela de Michener termina con una escena en que los amantes, desolados, se dicen sayonara, adiós. En la película, esta palabra, y por ende el título, pierde su significado. La última escena muestra el enlace de Oriente y Occidente, con la pareja camino del registro civil. En una conferencia de prensa que dio Brando al llegar a Tokio, informó a unos sesenta reporteros de que aceptó interpretar la película porque «ataca con gran decisión los prejuicios que limitan nuestro progreso hacia un mundo de paz. Tomando como pretexto el romance, ataca los prejuicios que existen tanto por parte de los japoneses como de nosotros»; también hacía la película porque le daría la «inapreciable oportunidad» de trabajar bajo la dirección de Joshua Logan, que podía enseñarle «lo que debo y no debo hacer».

Pero había pasado el tiempo. Y ahora Brando dijo, con un bufido:

—¡Oh, Sayonara! ¡Me encanta! Lo que se suponía que iba a ser una película seria sobre el Japón se ha convertido en una increíble estupidez romántica y dulzona. Pero ¿qué importa? La hago por dinero, ésa es la verdad. Que utilizaré para mi propia compañía. —Se tiró del labio reflexivamente y volvió a resoplar—. Allá en California soporté veintidós horas de discusión del guión. Logan me dijo: «Apreciaremos cualquier sugerencia que quieras hacer, Marlon. Cualquier cambio que quieras, hazlo. Si hay algo que no te gusta, pues, cámbialo, Marlon, escríbelo a tu manera». —Los amigos de Brando aseguran que puede imitar a cualquiera después de observarlo durante quince minutos. A juzgar por la maestría con que imitaba la voz de Logan y su actitud radiante y temblorosa de entusiasmo, así como su mirada melancólica y su dejo vagamente sureño, no exageran en lo más mínimo —. ¿Escribir? ¡Hombre, volví a escribir el guión entero! Y ahora, de todo eso, a lo mejor utilizan ocho líneas. —Otro resoplido—. Me doy por vencido. Me voy a dar un paseo por el papel, eso es todo. Hay veces que pienso que nadie se da cuenta de la diferencia, de cualquier manera. Los primeros días traté de actuar. Pero luego hice un experimento. En una escena, procuré hacer todo, todo, mal. Hacía gestos, ponía los ojos en blanco, adoptaba toda clase de expresiones que no tenían nada que ver con el papel que estaba interpretando. ¿Qué dijo Logan? Pues simplemente: «¡Magnífico! Toma buena».

Una de las frases que se repiten a menudo en la conversación de Brando, «Sólo el cuarenta por ciento de lo que digo es en serio», se puede aplicar en este caso. Logan, un director de teatro y cine con logros reconocidos por todos, y muy bien recompensados (Mister Roberts, South Pacific, Picnic), es un hombre que se balancea en lo que le entusiasma igual que un pájaro se balancea en el aire. La necesidad que tiene una persona creativa de creer en el valor de lo que crea es axiomática; la fe de Logan en el proyecto que le ocupa se aproxima a la euforia, le protege, como parece ser su intención, del tormento de la duda. La alegría con que tomaba todo lo relacionado con Sayonara, una película que había estado preparando desde hacía dos años, era tan pura que no le permitía concebir que el entusiasmo de su estrella no fuera igual que el suyo. Muy al contrario. «Marlon», aseguraba de vez en cuando, «dice que nunca se ha sentido tan feliz trabajando con una compañía como con ésta». Y «Nunca he trabajado con un actor más excitante, más lleno de inventiva. Ni más dúctil. Sigue las sugerencias magníficamente y, sin embargo, siempre tiene algo que agregar. Ha ideado un acento sureño para ese papel que a mí nunca se me hubiera ocurrido, pero es perfecto». Sin embargo, para la noche en que cené con Brando en su habitación. Logan había comenzado a darse cuenta de que había algo que faltaba en su relación con él. Lo atribuía al hecho de que al llegar a aquel punto, dado que la mayoría de las escenas que se estaban rodando se concentraban en el trasfondo japonés (multitudes callejeras, vistas, espectáculos) más que en los actores, aún no había trabajado con Brando en nada que verdaderamente pusiera a prueba a los dos. «Eso llegará cuando volvamos a California», dijo. «Los interiores, las escenas dramáticas. Brando va a estar imponente, y nos llevaremos a las mil maravillas».

Había otra razón que explicaba por qué Logan, al llegar a aquel punto, no había prestado a su actor principal la atención que hubiera establecido mayor armonía entre ellos: no le resultaba fácil disponer de los rasgos de la cultura japonesa que habían contribuido de manera especial a su decisión de rodar la película. Hacía mucho que Logan estaba enamorado del teatro japonés, y pensaba introducir en Sayonara secuencias auténticas tomadas del kabuki, que es el teatro clásico, del no, que es un teatro dramático en que los actores llevan máscaras, y del bunraku, el teatro de marionetas. Iban a ser los toques intelectuales de la película. Y para eso, Logan, junto con William Goetz, el productor, habían estado en negociaciones durante más de un año con Shochiku, la gigantesca compañía cinematográfica que controla una parte importante de las actividades teatrales del Japón. El jefe del imperio Shochiku es una pequeña eminencia de ochenta y tantos años, que nunca sonríe, y que se llama señor Otani; tiene un nombre de pila, Takejiro, pero hay pocas personas que tengan con él la familiaridad necesaria para usarlo. Otani era hijo de un carnicero (y por lo tanto, en la sociedad budista del Japón, un paria), y junto con un hermano, ya muerto, fundó Shochiku, y la ha hecho crecer hasta convertirla durante los últimos cuatro años en la primera empresa japonesa por el volumen de su nómina. Otani es un magnate, digno rival de Kokichi Mikimoto, el difunto potentado de las perlas cultivadas, y proyecta su sombra sobre toda la industria japonesa del espectáculo. Además de monopolizar bajo su control el teatro clásico, es propietario de la cadena de cines y salas de espectáculos más extensa del país, produce muchas películas, y tiene intereses en la radio y la televisión. Desde la posición ventajosa de Otani, cualquier transacción con los señores Logan y Goetz debió de haberle parecido muy pequeña. No obstante, al principio se mostró encantado con el proyecto, sobre todo porque le impresionó el fervor de la admiración que sentía Logan por el kabuki, el no y el bunraku, las tres gemas indiscutiblemente genuinas que lucía la corona del viejo, y las tres que más cerca estaban de su corazón. (Según algunos especialistas, estas antiguas artes han prosperado gracias a su generosidad.)

Pero Otani no es exactamente un filántropo. Cuando las negociaciones de Shochiku con los administradores de Sayonara estaban aparentemente concluidas, la compañía japonesa había cedido, por un precio considerable, los derechos para fotografiar escenas en el famoso teatro Kabuki de Tokio, y, por unos honorarios aún más elevados, había dado permiso para utilizar libremente el elenco del kabuki, las obras y los actores del no y los titiriteros del bunraku. Shochiku también había permitido la participación de su compañía de ópera femenina, que era un factor necesario para la producción de la película, ya que las actrices de la compañía Takarazuka descritas en la novela se habían mostrado profundamente resentidas por el «libelo» de Michener y se negaban a cooperar. Logan, al partir para el Japón, estaba tan contento, que hubiera podido volar por su propio impulso. «Otani nos ha dado carta blanca, y vamos a utilizar los espectáculos auténticos», dijo. «No va a haber nada falso, ni de segundo orden, sino todo lo genuino, algo que nunca ha sido filmado antes». Y que no sería filmado entonces tampoco, porque al otro lado del Pacífico Logan y sus asociados encontrarían su Pearl Harbor particular. Otani se deja ver muy poco; por lo general está representado por suaves acólitos, y cuando Logan y Gotees bajaron del avión, un grupo de éstos informó a los cineastas de que Shochiku había cometido un error en su presupuesto, y la factura era ahora mucho más elevada. El productor Goetz objetó. Otani, seguro de que tenía las de ganar (después de todo, la gente de Hollywood ya estaba en el Japón, en compañía de unos carísimos actores, un carísimo equipo técnico y un carísimo material), contestó alzando el precio un poco más. Entonces Goetz, hombre de negocios también, y duro como un caparazón de tortuga, dio por terminadas las negociaciones y le dijo a su director que iban a tener que crear sus propios kabuki, no, bunraku y ópera femenina con artistas que no pertenecieran a ninguna compañía.

Mientras tanto, la prensa de Tokio publicaba la historia de los contratiempos. Varios diarios, entre ellos el Japan Times, sugerían que había que censurar a Shochiku por «actuar de mala fe»; otros, favorables a Shochiku, o tal vez simplemente contrarios a Sayonara, se manifestaban encantados de que los norteamericanos no tuvieran la oportunidad de «degradar nuestras mejores tradiciones artísticas» representándolas en la versión cinematográfica de una «novela vulgar que no hace ningún favor, ni mucho menos, al pueblo japonés». Los diarios que se oponían a Sayonara gozaban dando noticias como la de que Logan había contratado un actor mexicano, Ricardo Montalbán, para que hiciera el papel de un gran actor del Kabuki (en el kabuki sólo intervienen hombres; los papeles más difíciles son los de las mujeres, representados por hombres caracterizados, y Montalbán tenía que representar a uno de estos actores) y luego había tenido la «desvergüenza» de tratar de contratar a una verdadera estrella del kabuki para que reemplazara a Montalbán en las secuencias de baile, lo que era igual que «pedirle a Ethel Barrymore que hiciera de extra».

En general, la prensa local estaba profundamente interesada en lo que ocurría en Kioto, la ciudad, a trescientos kilómetros de Tokio, en que se había decidido que se filmaran la mayoría de los exteriores de Sayonara, debido a su plétora de templos históricos, sus fotogénicas montañas azules y brumosos lagos, y su atmósfera del Japón antiguo, cuidadosamente preservada, con un elegante barrio de geishas y calles iluminadas por faroles de papel. Y, en general, en Kioto el equipo de rodaje se enfrentaba a todas las dificultades que sus detractores pudieran desear. En particular, era difícil encontrar japoneses que quisieran aparecer en la película, un fenómeno interesante, si se considera que el japonés medio siempre está dispuesto a ser fotografiado. Es verdad que habían conseguido juntar un grupo de actores y titiriteros que no tenían contrato con Shochiku, pero se las veían y se las deseaban para reunir una compañía de ópera femenina más o menos presentable. (Estas instituciones japonesas vienen a ser una especie de Folies Bergère, pero más inocentes y frecuentadas por un solo sexo: aunque parezca extraño, pocos hombres van a las funciones, y el público es casi exclusivamente femenino, al igual que los actores.) Con la esperanza de resolver este problema, los directivos de Sayonara habían distribuido carteles que anunciaban un concurso para seleccionar «las cien chicas más hermosas de Japón». El acontecimiento, que esperaban que atrajera a gran cantidad de aspirantes, fue anunciado para las dos de la tarde de un jueves en el vestíbulo del Hotel Kioto. Pero nadie ganó el concurso, porque no se presentó nadie.

El productor Goetz, que iba a ser uno de los jueces del concurso, recurrió luego, y con moderado éxito, al expediente de reclutar damas de los cabarets y bares de Kioto. Como todas las ciudades japonesas, en general, Kioto es un paraíso para los noctámbulos. Proporcionalmente, la cantidad de establecimientos que expenden bebidas alcohólicas es superior a la que hay en Nueva York, y la diversidad de los mismos es extraordinaria. Hay desde acogedores locales de bambú en los que sólo caben cuatro clientes hasta templos del placer de muchos pisos con rótulos de neón en los que, de acuerdo con la reconocida capacidad de imitación de los japoneses, actúan orquestas de cha-chachá, conjuntos de rock, cuartetos de música folklórica norteamericana, chanteuses existentialistes, vocalistas orientales que cantan canciones de Cole Porter con acento negro norteamericano. Pero tanto si el establecimiento es de lo más bajo como si es de luxe, hay algo que no cambia: siempre pulula por el local un grupo de mujeres listas para alternar con los clientes y ponerlos de buen humor. Innumerables jolies jeunes filies, peinadas a la última moda y elegantemente vestidas, sorben Parfaits d’Amour (un cóctel dulzón, de color violeta, en boga en estos lugares), mientras se dedican a ejercer la tarea de geishas de pobres, es decir, levantar el espíritu, sin corromper, necesariamente, la moral, de extenuados hombres casados y solteros tensos, ansiosos por divertirse. No es extraño ver cuatro mujeres por cliente. Pero cuando los de Sayonara empezaron a tratar de acorralarlas, tuvieron que tener en cuenta la circunstancia de que las trabajadoras nocturnas, con las que estaban tratando, no están preparadas para levantarse temprano, que es una de las exigencias de todo rodaje. Para conseguir su talento, y hacer que las damas estuvieran en el estudio a la hora fijada, los integrantes de la compañía hicieron de todo, excepto distribuir anillos de compromiso.

Otra fuente de irritación para los directivos de Sayonara fue la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, cuya cooperación era vital, pero que, aunque había prometido ayudar, ahora ponía toda clase de obstáculos, porque tenía serias objeciones a uno de los temas básicos del argumento: que durante la guerra de Corea algunos pilotos militares que se casaron con japonesas fueron enviados de regreso a su país. La Fuerza Aérea decía que esto podía haber sucedido en la práctica, pero que no era la política oficial del Pentágono. Logan tuvo que optar entre suprimir la ofensiva premisa, prescindiendo así de una parte considerable de la sustancia del guión, o perderse la colaboración de la Fuerza Aérea si la dejaba, por lo que eligió el bisturí.

Luego se presentó el problema de la señorita Miiko Taka, que representaba el papel de la bailarina de la compañía Takarazuka capaz de inflamar la pasión de Brando, oficial de la Fuerza Aérea. Al principio Logan había tratado de interesar a Audrey Hepburn, que no aceptó, y entonces buscó a alguien «desconocido». Encontró a la señorita Taka, elegante, agradable, una tontuela sin pretensiones, razonablemente atractiva, virgen de experiencia cinematográfica, que dejó un empleo administrativo en una agencia de viajes de Los Ángeles para entrar en lo que ella llamaba «esta fantasía de Cenicienta». Aunque su talento como actriz (igual que el de otro actor importante de Sayonara, Red Buttons, un ex cómico de revista y de televisión que, como la señorita Taka, había tenido un magro aprendizaje dramático) era fuente de preocupación, Logan, impávido, admirablemente alegre a pesar de todo, dijo en una oportunidad: «Todo saldrá bien. Voy a tratar de mantener sus rostros inexpresivos y sus bocas cerradas todo lo posible. De cualquier manera, Brando va a estar tan magnífico que él hará todo lo que necesitamos». Lo que Brando iba a hacer era «darse por vencido». «Me doy por vencido», decía Brando constantemente, «no me voy a esforzar más. Disfrutaré de mi estancia en el Japón».

En aquel momento, en el Miyako, Brando tuvo la oportunidad de disfrutar de un regalo muy japonés: un emisario de la dirección del hotel, haciendo reverencias, radiante, y refregándose las manos, entró en la habitación y le dijo: «Ah, Missa Marron Brando…», y se quedó callado, sin poder decir nada dado lo embarazoso de su misión. Había ido a reclamar los paquetes conteniendo los dulces y los pastelillos de arroz de «regalo» que Brando ya había abierto y probado pródigamente. «¡Ah, Missa Marron Brando, es un error! Eran para otra habitación. ¡Disculpas! ¡Disculpas!». Riendo, Brando le entregó las cajas. Los ojos del emisario, al ver el saqueo que había sufrido su contenido, se pusieron graves, aunque siguió sonriendo; en realidad, su sonrisa se petrificó. Aquélla era una dificultad capaz de poner a prueba la justamente famosa amabilidad japonesa. «¡Ah!», suspiró, y un asomo de solución ablandó su sonrisa, «ya que le gustan tanto, debe quedarse con una caja». Le devolvió los pastelillos de arroz. «Y ellos (probablemente quería decir sus verdaderos destinatarios) recibirán la otra. Ahora, todo el mundo satisfecho».

Hizo muy bien al dejar los pastelillos de arroz, porque la cena se retrasaba. Cuando llegó, yo estaba contestando algunas preguntas que me había hecho Brando sobre un conocido mío, un joven norteamericano seguidor del budismo que durante cinco años había llevado una vida contemplativa, si no enteramente alejada del mundo, en un poblado dentro del recinto del templo Nishi-Honganji de Kioto. La idea de que una persona se hubiera retirado del mundo para llevar una existencia espiritual (y oriental, por añadidura), dio una expresión inmóvil, soñadora, al rostro de Brando. Escuchó con sorprendente atención lo que yo podía decirle acerca de la vida actual del joven, y se mostró intrigado, e incluso realmente apenado, porque no era un retiro completo, absoluto silencio, largas plegarias sobre rodillas doloridas. Por el contrario, detrás de los muros de Nishi-Honganji mi amigo budista ocupaba tres cómodos y soleados cuartos desbordantes de libros y de discos. Además de rezar sus oraciones y de cumplir con la ceremonia del té, podía perfectamente preparar un martini; tenía dos sirvientes y un Chevrolet que conducía a menudo para ir al cine. Había leído que Marlon Brando estaba en la ciudad y deseaba conocerle. Brando no se mostró complacido. Había sido tocada su vena puritana, que tiene bastante amplitud; en su concepción de lo que es la devoción no había cabida para un joven tan du monde como el que le acababa de describir.

—Es como hace unos días en el rodaje —dijo—. Estábamos trabajando en un templo, y uno de los monjes se acercó y me pidió una foto autografiada. ¿Para qué puede querer un monje mi firma? ¿Y mi foto?

Miró inquisitivamente los libros desparramados, gran cantidad de los cuales trataban de temas místicos. En su primera conferencia de prensa en Tokio les dijo a los reporteros que estaba contento de estar en el Japón nuevamente porque tendría oportunidad de «investigar la influencia del budismo en el pensamiento japonés, en tanto que factor cultural determinante». El material de lectura desplegado era prueba de que seguía este erudito, aunque oscuro, programa.

—Lo que me gustaría hacer —dijo de pronto—, sería conversar con alguien que sepa de estas cosas. Porque… —Pero la explicación fue pospuesta hasta que la criada, que justo en aquel momento se había deslizado en la habitación balanceando enormes fuentes, hubo terminado de poner todo sobre la mesa lacada y nosotros nos hubimos arrodillado sobre almohadones a ambos lados.

—Porque —dijo frotándose las manos con una pequeña toalla caliente, que es el prefacio de toda comida en el Japón— he considerado seriamente, he pensado muy seriamente acerca de… abandonarlo todo. ¿De qué sirve ser un actor de éxito, si uno no evoluciona hacia algo más? Está bien, he conseguido el éxito. Por fin soy aceptado, soy bienvenido en todas partes. Pero eso es todo, no hay nada más, ahí termina, no lleva a ninguna parte. Uno está sentado en un gran montón de pasteles, recibiendo… capas y capas de la crema con que los recubren. —Se frotó la barbilla con la toalla, como si se estuviera quitando el maquillaje—. El éxito excesivo puede arruinar, igual que el fracaso excesivo. —Bajando la vista, miró sin apetito la comida que la criada, sin dejar de reírse tontamente, servía en los platos—. Por supuesto —dijo como dudando, como si estuviera dándole vueltas a una moneda lentamente para estudiar qué cara parecía más brillante—, uno no puede ser un fracaso siempre. No y sobrevivir. ¡Van Gogh! Ése es un ejemplo de lo que puede suceder cuando una persona nunca recibe reconocimiento. Dejas de relacionarte con el mundo; la falta de reconocimiento te deja al margen. Pero supongo que el éxito hace lo mismo. ¿Sabe?, me costó mucho tiempo darme cuenta de que eso era yo: un gran éxito. Estaba tan absorto en mí mismo, en mis propios problemas, que nunca miraba a mi alrededor, ni me daba cuenta de nada. Solía caminar por Nueva York, kilómetros y kilómetros, caminaba por la calle de noche, y nunca veía nada. Nunca estaba seguro acerca de ser actor, no sabía si eso era lo que quería hacer; aún no lo sé. Luego, mientras trabajaba en Un tranvía…, y ya hacía dos meses que estaba en cartel, una noche, muy oscuramente, empecé a escuchar un rugido. Era como si hubiera estado dormido y me despertara sentado sobre ese montón de pasteles.

Antes de alcanzar esta endulzada altura, Brando había conocido las vicisitudes del joven sin relaciones, sin apoyo financiero, educado sólo a medias (no tiene certificado de estudios secundarios, ya que le expulsaron antes de la graduación de la Academia Militar Shattuck de Faribault, Minnesota, institución a la que se refiere como «el asilo»), que llega a Nueva York de una región rural, en su caso de Libertyville, Illinois. Durante sus primeros años en la ciudad había vivido solo en apartamentos amueblados o compartiendo pisos escasamente amueblados, fluctuando entre las clases de teatro y trabajos esporádicos, entre otros el de ascensorista.

Un amigo suyo, que le conoció en esa época anterior a los montones de pasteles, corrobora en parte el retrato sonámbulo que pinta Brando de sí. «En verdad, era un hombre pensativo», dijo su amigo. «Parecía tener un cuarto para esconderse dentro de sí mismo, y allí corría siempre, a lamentarse de sus desgracias, y para regodearse también con ellas, como un avaro con su oro. Pero no todo era dolor. Cuando quería, podía salir de su prisión. Se divertía como un niño, de una manera que no conocía impedimentos. En una ocasión estaba viviendo en una vieja casa de piedra marrón en la calle Cincuenta y dos, una zona donde abundan los clubs de jazz. Solía llenar bolsas de agua y subía al terrado para tirárselas a los tipos afectados que salían de los clubs. En la pared de su cuarto tenía un letrero que decía: “No vives si no sabes que estás vivo”. Sí, en aquel apartamento siempre pasaban cosas: Marlon tocaba el bongó o ponía discos, y había un montón de gente, muchachos del Actor’s Studio y vagabundos que había encontrado en la calle. Y podía ser una gran persona. El hombre menos oportunista que he conocido. Nunca trataba de congraciarse con los que hubieran podido hacer algo por él. Podría decirse que hacía lo imposible por evitarlos. Claro que, en parte, la clase de gente que le gustaba y la que no le gustaba eran producto de su inseguridad, de su sentimiento de inferioridad. Muy pocos de sus amigos eran iguales que él, tipos con quienes tendría que competir, ya me entiende lo que le quiero decir. La mayoría eran vagos, idólatras, personas que dependían de él de una manera u otra. Igual pasaba con las chicas con las que salía. Eran muchachas con aspecto de secretarias, vulgares y agradables, pero incapaces de atraer la atención de un enjambre de competidores». (Esta última preferencia de Brando se remontaba a su época de adolescente, o al menos eso decía su abuela. Según ella, «Marlon siempre elegía chicas bizcas».)

La criada sirvió sake en copas como dedales, y se retiró. Los connoisseurs de este pálido y mordiente vino de arroz dicen que pueden discernir variaciones en gusto y calidad en más de cincuenta marcas. Pero para el novicio todos los sakes parecen haber sido fermentados en el mismo tonel. Es un vino agradable al comienzo, que empalaga un poco después, y que no enturbia la cabeza a menos que uno tome litros, que es un hábito muy común entre muchos bons vivants del Japón. Brando ignoró el sake y atacó directamente el bistec. Era excelente. Los japoneses se enorgullecen justamente de la calidad de su carne. Lo demás no era tan bueno: ni los fideos, un plato muy popular en el Japón, ni la guarnición a base de guisantes, patatas y habas. Claro que el menú era bastante raro. Por lo general, es un error pedir comida occidental en el Japón, pero hay momentos en que a uno le vienen arcadas sólo de pensar en más pescado crudo, sukiyaki y arroz con algas, y, por mejor preparado y presentado que esté, el estómago poco acostumbrado se revuelve ante la perspectiva de caldo de anguila y abejas fritas, serpiente a la vinagreta y tentáculos de pulpo.

Mientras comíamos, Brando volvió a la posibilidad de renunciar a su posición como estrella de cine por las satisfacciones de una vida que «llevara a alguna parte». Decidió buscar un término medio.

—Bueno, cuando vuelva a Hollywood, voy a despedir a mi secretaria y me mudaré a una casa más pequeña —dijo. Suspiró, aliviado, como si ya se hubiera desprendido de viejos estorbos y entrara en una nueva situación, llena de sencillez. Entusiasmado con el encanto de su nueva vida, dijo—: No voy a tener cocinero ni criada. Sólo una mujer que venga a hacer la limpieza dos veces a la semana. Pero… —frunció el ceño y puso los ojos bizcos, como si algo nublara la felicidad que imaginaba—dondequiera que esté la casa, tendrá que tener una verja. Por las personas con lápices. Usted no sabe cómo es la gente con lápices. Necesito una verja para que no entren. Supongo que nada podré hacer con respecto al teléfono.

—¿Al teléfono?

—Está intervenido. Escuchan mis conversaciones.

—¿De veras? Y ¿quién lo ha intervenido?

Comió un poco de carne, dijo algo ininteligible. Parecía que no quería decirlo, y sin embargo estaba seguro de lo que decía.

—Cuando hablo con mis amigos, lo hacemos en francés. O en una jerga que hemos inventado.

De repente se oyeron sonidos a través del techo, provenientes de la habitación de arriba: pasos, voces amortiguadas que recordaban el ruido del agua corriendo por las cañerías.

—¡Chissst! —susurró Brando, escuchando atentamente y mirando hacia arriba, alerta—. Baje la voz, lo escuchan todo. —Parece que se refería a su compañero Red Buttons y su esposa, que ocupaban la suite de arriba—. Este lugar está hecho de papel —siguió diciendo en voz muy baja, con la expresión absorta de un niño perdido en un juego muy serio, lo que explicaba su inclinación por ocultar, el hecho de que mirara por encima del hombro, el código inventado para hablar por teléfono, facetas éstas de su personalidad que de vez en cuando hacen que su conversación adquiera una característica conspiratoria, como si estuviera discutiendo un tema subversivo en un ambiente político peligroso. Brando no dijo nada. Yo no dije nada. Ni tampoco el señor Buttons o su esposa, o, por lo menos, no dijeron nada inteligible.

Durante ese intervalo de silencio, mi anfitrión vio una carta enterrada entre los platos, y la leyó mientras comía, como si se tratara de su diario matinal. Después de un rato, acordándose de mí, observó:

—De un amigo mío. Está haciendo un documental, la vida de James Dean. Quiere que sea el narrador. A lo mejor lo hago. —Dejó a un lado la carta y se acercó el pastel de manzana, cubierto de helado de crema—. A lo mejor no. Siempre me entusiasmo por alguna cosa, pero no me dura más de siete minutos. Exactamente siete minutos. Ése es mi límite. Nunca sé ni siquiera por qué me levanto por la mañana. —Al terminar su pastel, observó el mío especulativamente, así que le pasé mi plato—. Pero voy a considerar, ciertamente, este proyecto sobre Dean. Podría ser importante.

James Dean, el joven actor cinematográfico muerto en un accidente automovilístico en 1955, fue promocionado durante su fulgurante carrera como un «rebelde sin causa», símbolo del muchacho estadounidense incomprendido, loco por los coches, que se enfrentaba a los pequeños problemas de la vida con los nervios a flor de piel, siempre dispuesto a saltar. Cuando murió, aún faltaba estrenar una costosa película en la que actuaba, Gigante, y los agentes de publicidad de la productora, tratando de contrapesar cualquier efecto negativo que pudiera tener su muerte sobre las perspectivas comerciales de su producto, tuvieron éxito en convertir su tragedia en algo «encantador», y, como irónica consecuencia, crearon una leyenda sobre Dean cuyo atractivo resultaba un tanto necrofílico. Aunque Brando tenía siete años más que Dean, y era más seguro desde el punto de vista profesional, los dos actores terminaron por ser asociados en la mente colectiva de los aficionados. Muchos críticos, al referirse a la primera película de Dean, Al este del Edén, subrayaron el parecido entre sus gestos como actor y los de Brando, que casi rayaba en el plagio. Y en la vida real Dean parecía practicar también la forma más sincera de lisonja: como Brando, corría por todas partes en motocicleta, tocaba el bongó, simulaba ser un tipo rufianesco, barbotaba una jerigonza intelectual, cultivaba una personalidad caprichosa, maniática, muy pintoresca para la prensa, que combinaba, con notoria habilidad, el muchacho malo con la esfinge sensible.

—No, Dean nunca fue amigo mío —dijo Brando en respuesta a una pregunta que pareció sorprenderle—. No es por eso por lo que estaría dispuesto a hacer de narrador. Apenas le conocí. Pero él tenía una obsesión conmigo. Cualquier cosa que yo hacía, él la hacía también. Siempre estaba tratando de acercarse a mí. Solía llamarme. —Brando levantó un teléfono imaginario y se lo llevó al oído con la sonrisa astuta de quien escucha la conversación de otros—. Yo escuchaba lo que dejaba en el contestador automático. Preguntaba por mí, quería que le contestara. Pero nunca hablé con él. Nunca le llamé. Cuando yo…

La escena se vio interrumpida por el teléfono verdadero, que sonaba.

—¿Sí? —dijo, levantando el auricular—. Soy yo. ¿De dónde? ¿Manila…? Bueno, no conozco a nadie en Manila. Dígale que no estoy. No, cuando por fin conocí a Dean —continuó, una vez colgó—, fue en una fiesta. Iba de un lado para otro, comportándose como un loco. Le hablé. Le llevé aparte y le pregunté si no sabía que estaba enfermo. Y que necesitaba ayuda. —El recuerdo provocó una versión intensificada de la expresión, muy habitual en Brando, de sabia comprensión—. Me escuchó. Ya sabía que estaba enfermo. Le di el nombre de un psicoanalista, y fue a visitarse. Y, por lo menos, su trabajo mejoró. Hacia el fin, creo que estaba empezando a encontrar su camino como actor. Pero esta glorificación de Dean está mal. Por eso creo que el documental podría ser importante. Para mostrar que no era un héroe, para mostrarle tal cual era, un chico perdido tratando de encontrarse. Habría que hacer eso, y a mí me gustaría hacerlo, quizá como una especie de expiación por algunos de mis propios pecados. Como por hacer ¡Salvaje! —Se refería a esa extraña película en que es presentado como el Führer de un grupo de delincuentes fascistas—. Pero ¿quién sabe? Mi límite son siete minutos.

Después de Dean, nos pusimos a hablar de otros actores, y le pregunté específicamente cuáles eran los que él respetaba. Pensó un rato. Aunque pareció estar a punto de nombrar algunos, pues sus labios empezaron a formar palabras, posiblemente quería pensarlo dos veces antes de decir nada. Le sugerí algunos candidatos: Lawrence Olivier, John Gielgud, Montgomery Clift, Gérard Philipe, Jean-Louis Barrault.

—Sí —dijo, animándose por fin—: Philipe es un buen actor. Barrault también. ¡Qué magnífica película fue Les énfants du paradis! Quizá la mejor película que existe. ¿Sabe?, ésa fue la única vez que me enamoré de una actriz, de alguien del mundo cinematográfico. Arletty me enloqueció. —El público de todo el mundo recuerda a la estrella parisiense Arletty por el encanto ingenioso y femenino que dio a la heroína de la célebre película de Barrault—. Quiero decir que me enamoré de verdad. Lo primero que hice la primera vez que fui a París, fue tratar de conocer a Arletty. Quería verla como quien visita un templo. La mujer ideal. —Dio un golpe sobre la mesa—. ¡Qué error, qué desilusión! Era una arpía.

La criada vino a quitar la mesa. En passant, le dio un golpecito fraternal a Brando en el hombro, para recompensarle, me pareció, por haber rebañado los platos hasta dejarlos tan resplandecientes. Volvió a tirarse sobre el piso, poniéndose una almohada bajo la cabeza.

Spencer Tracy es la clase de actor que me gusta ver. La manera como se contiene, se contiene…, luego hace un movimiento rápido, dice lo que tiene que decir, luego vuelve a su impasibilidad. Tracy, Muni, Cary Grant. Saben lo que hacen. De ellos se puede aprender algo.

Brando empezó a mover los dedos en el aire, como si esperara que sus gestos describieran lo que no podía articular con precisión.

—Actuar es algo muy tenue —dijo—. Es algo frágil y tímido que un director sensible puede sacar de uno. En el rodaje de una película, el momento sensible llega con la tercera toma de la escena; entonces sólo necesitas que el director te susurre algo para hacerlo cristalizar. Gadge (el sobrenombre de Elia Kazan) puede hacerlo. Es maravilloso con los actores.

Supongo que otro actor habría entendido sin más lo que estaba diciendo Brando, pero yo encontraba difícil seguirle.

—Es algo que te sucede, dentro, en la tercera toma —dijo, poniendo un énfasis cuidadoso que no hizo que mi incomprensión disminuyera. Una de las escenas más memorables en que ha actuado Brando ocurre en la película La ley del silencio, dirigida por Kazan: es la escena en que Rod Steiger, su hermano miembro del hampa, lleva a Brando en coche y le confiesa que en realidad le está conduciendo a una trampa mortal. Le pregunté si podía usar ese episodio como ejemplo para explicarme su teoría del «momento sensible».

—Sí. Bueno, no. Bueno, vamos a ver. —Entornó los ojos, canturreó algo—. Ésa fue una escena con siete tomas, y no me gustó la manera como estaba escrita. Hubo muchas disensiones. Estaba harto de la película. Todas las escenas rodadas en exteriores fueron hechas en Nueva Jersey, en pleno invierno. Hacía un frío insufrible. Y yo tenía problemas en esa época. Con mujeres. Esa escena… Veamos… Hubo siete tomas porque Rod Steiger no podía dejar de llorar. Es uno de esos actores a los que les gusta llorar. La hicimos una y otra vez. Pero no me acuerdo exactamente cuándo ni cómo cristalizó. La primera vez que vi La ley del silencio en la sala de proyección, con Gadge, pensé que era tan horrible que me fui sin decirle nada.

El mes anterior, un amigo de Brando me había dicho: «Marlon siempre se vuelve contra lo que está filmando. Contra algún elemento de la película. Contra el director o el guión o alguien del reparto. No siempre debido a algo racional…, sólo porque parece tranquilizarle el estar insatisfecho y tiene que desfogarse con algo. Es parte de su manera de ser. Sayonara, por ejemplo. Apuesto cualquier cosa a que en algún momento va a tener algo en contra de la película. O de Logan, tal vez. Quizá contra el Japón, contra todo el país. Ahora ama al Japón. Pero con Marlon no se puede estar seguro porque cambia de un momento a otro».

—Me estaba preguntando —si podría mencionarle esta supuesta «manera de ser» a Brando, preguntarle si él la consideraba como una observación válida acerca de sí mismo.

Pero fue como si hubiera adivinado la pregunta.

—Debería mantener la boca cerrada—dijo—. Aquí, con respecto a Sayonara, les he dicho a algunas personas lo que siento verdaderamente. Pero nunca siento lo mismo durante dos días seguidos.

Eran las diez y media, y Murray llamó con puntualidad.

—Salí a cenar con las chicas —le dijo a Brando con una voz que salía con tanta fuerza del teléfono que incluso yo la podía oír, una voz que se superponía al ruido de un bar y música.

Evidentemente, no estaba en uno de los restaurantes tradicionales de Kioto, que son muy silenciosos, sino en un lugar donde los clientes no se quitaban los zapatos—. Ya estamos terminando. ¿Qué vamos a hacer? ¿Has acabado ya?

Brando me miró pensativamente, y yo miré mi chaqueta. Pero dijo:

—Seguimos hablando. Llámame dentro de una hora.

—Bueno…, está bien. Escucha. Miiko está aquí. Quiere saber si recibiste las flores que te envió.

Brando desvió la vista al encristalado porche-solario, en el que, sobre una mesa redonda de bambú, había un jarrón con ásteres.

—Sí. Dile que muchas gracias.

—Díselo tú. Está aquí al lado.

—¡No! ¡Eh, espera un momento! ¡Ésta no es la manera de hacerlo!

Pero su protesta llegó demasiado tarde. Murray ya había dejado el auricular y Brando repetía «¡Ésta no es la manera de hacerlo!», ruborizado e inquieto como un escolar.

La siguiente voz que emanó del aparato era la de la actriz principal de Sayonara, Miiko Taka. Le preguntó por su salud.

—Mejor, gracias. Comí una ostra en malas condiciones, eso fue todo. ¿Miiko…? ¡Miiko, qué encantadora has sido al mandarme las flores! ¡Son preciosas! Las estoy mirando en este momento. Las ásteres —continuó, como si tímidamente se arriesgara a decir un verso— son mis favoritas entre las flores.

Pasé al porche, para dejar que Brando y la señorita Taka continuaran su conversación en privado. Debajo de las ventanas, el jardín del hotel, con sus sencillísimos y muy cuidados arreglos de rocas y árboles, flotaba en la bruma que emana de los ríos de Kioto, una ciudad llena de agua, con ríos poco profundos que la cruzan y canales saltarines, punteada con estanques inmóviles como víboras enroscadas y pequeñas y alegres cataratas que suenan como japonesitas que ríen. Kioto fue antaño la capital imperial, y es actualmente el museo cultural del país, tan lleno de tesoros estéticos que los bombarderos norteamericanos la respetaron durante la guerra. Está rodeada de agua, además; más allá de las colinas que la circundan, los caminos corren sobre terraplenes a través de los reflejos plateados de los arrozales inundados. Aquella noche, a pesar de la bruma, las azules colinas circundantes eran discernibles contra la oscuridad, porque el aire superior era puro. Se veía el cielo, con estrellas, y el asomo de una luna. Se veían partes de la ciudad. Lo más próximo era un barrio de techos curvos, con aristocráticas casas de fachadas oscuras, construidas con maderas sedosas y sin embargo austeras, septentrionales, de aspecto tan secreto como cualquier palacio de piedra de Siena. ¡Cuán brillantes parecían, en contraste, los faroles de las calles y las linternas de los zaguanes, que proyectaban agudos colores como de kimonos: rosado y anaranjado, amarillo limón y rojo! Más lejos se extendía una llana zona moderna: amplias avenidas, neón, un rascacielos de cemento armado desnudo que parecía menos duradero, más perecedero, que las casas de papel agazapadas a su alrededor.

Brando terminó de hablar por teléfono. Acercándose al porche, me miró mientras yo admiraba la vista.

Dijo:—¿Ha estado en Nara? Es muy interesante.

Sí, había estado allí, y, desde luego, lo era. «La antigua Nara, la de los viejos tiempos», como la llaman siempre los cicerones locales, está a una hora de viaje de Kioto; es una ciudad de tarjeta postal, en medio de un parque espectacular. Constituye la apoteosis del genio que tienen los japoneses para hipnotizar a la naturaleza y hacerla comportarse de manera nada natural. El gran parque, salpicado de templos, es un salón verde en el que pastorean las ovejas y bajo los pinos vagabundean los mansos ciervos, unos ciervos que, como las palomas venecianas, posan de buen grado con las parejas de recién casados en viaje de novios. Los niños tiran de la barba a chivos que no toman represalias. Los ancianos, envueltos en capas negras con cuellos de visón, se sientan en cuclillas junto a estanques tachonados de lotos y llaman dando palmadas a cardúmenes de peces, carpas moteadas y escarlatas, gordas, gruesas como truchas, que dejan que les acaricien la boca y luego tragan las migas que esparcen los ancianos. Me pareció sorprendente que aquel Edén sin serpiente atrajera a Brando. Con su gusto liberal por lo remoto y lo no muy adornado, uno hubiera pensado que no reaccionaría ante un paisaje tan arreglado y domesticado. Luego, como si se refiriera a Nara, dijo:

Bueno, me gustaría casarme. Quiero tener hijos.

Quizá no era, después de todo, un comentario incongruente. La amable seguridad de Nara podría haberle sugerido, por asociación de ideas, el matrimonio y la familia.

—Uno ha de tener amor —dijo—. No hay ninguna otra razón para vivir. Los hombres no se diferencian de los ratones. Nacen para realizar la misma función. Procrear.

Marlon», para citar a su amigo Elia Kazan, «es una de las personas más dulces que he conocido. Probablemente, la más dulce de todas». La observación de Kazan resultaba particularmente evidente cuando Brando estaba en compañía de niños. Para él, los miembros de la generación más joven del Japón, esos niños encantadores y vivaces de mejillas de cereza, piernas corvas y flequillos erizados, eran siempre bienvenidos en los lugares donde se rodaba Sayonara. Con los niños era bueno, estaba cómodo, jugaba con ellos, sabía apreciarlos; parecía, en realidad, contemporáneo suyo en el terreno de las emociones, un compañero conspirador. Además, aquella expresión condolida, aquella mirada llena de compasión caritativa que reservaba para la contemplación de algunas personas adultas, estaba ausente de su mirada cuando estaba frente a un niño).

Tocando la ofrenda floral de la señorita Taka, continuó:

—¿Qué otra razón hay para vivir, excepto el amor? Ése ha sido mi problema principal. No he podido amar a nadie. —Regresó a la habitación iluminada, y se quedó allí como si buscara algo, ¿un cigarrillo? Tomó un paquete. Vacío. Se tocó los bolsillos y revisó las chaquetas desparramadas aquí y allá. El guardarropa de Brando ya no recuerda a las pandillas callejeras: en lo que a indumentaria se refiere, ha dado un salto adelante, o ha vuelto atrás, y ha adoptado el estilo elegante de otros proscritos, los gangsters de la época de la ley seca, es decir, sombreros negros, trajes a rayas y camisas de colores oscuros, estilo George Raft, con corbatas de tonos pastel. Encontró cigarrillos, y se tumbó sobre el futón a fumar. Tenía perlas de sudor sobre los labios. La estufa eléctrica hervía. La temperatura era tropical: allí se hubieran podido cultivar orquídeas. En el piso de arriba el señor Buttons y señora estaban haciendo ruido nuevamente, pero Brando parecía haber perdido interés en ellos. Estaba fumando, pensativo. Luego, tomando el hilo de su pensamiento, dijo—: No puedo amar a nadie. No puedo confiar en nadie como para entregarme por completo. Pero estoy preparado. Es algo que quiero. Y estoy a punto, tengo que… —Entornó los ojos, pero su tono, en lugar de ser intenso, era indiferente, aburridamente objetivo, como si estuviera discutiendo algún personaje en una obra, un papel que estaba cansado de representar pero que tenía la obligación de interpretar a causa de un contrato—. Porque…, bueno, ¿qué otra cosa queda? De eso se trata. De amar a alguien.

(En la época de nuestra entrevista, Brando era, por supuesto, soltero, aunque en varias ocasiones se había comprometido casi oficialmente, una vez con una actriz, que aspiraba a ser escritora, llamada Blossom Plumb, y otra vez, que había recibido mayor publicidad, con la señorita Josanne Mariani-Bérenger, hija de un pescador francés. En ninguno de los dos casos llegaron a publicarse las amonestaciones. Pero el mes pasado, en una ceremonia repentina y algo secreta llevada a cabo en Eagle Rock, California, Brando se casó con una actriz poco conocida, morena, que lucía un sari y que se llama a sí misma Anna Kashfi. Según las contradictorias informaciones de la prensa, o bien es budista, nacida en Daijeeling, india de pura cepa, o bien nació en Calcuta y es hija de una pareja inglesa de apellido O’Callaghan, que actualmente vive en Gales. Brando no ha hecho nada para aclarar el misterio)

—De todos modos, tengo amigos. No. No, no los tengo —dijo, boxeando con una sombra—. Sí, claro que los tengo —decidió finalmente, secándose el sudor sobre el labio—. Tengo muchísimos amigos. Hay algunos a quienes no les oculto nada. Hay que confiar en alguien. Bueno, no completamente. No dependo de nadie que me diga lo que tengo que hacer.

Le pregunté si eso incluía a los consejeros profesionales. Por ejemplo, tenía entendido que Brando dependía mucho de los consejos de Jay Kanter, un joven que trabajaba en la Music Corporation of America, que es la agencia que le representa.

—Oh, Jay —dijo Brando—. Jay hace lo que yo le digo.

Sonó el teléfono. Debía de haber pasado una hora, porque era Murray de nuevo.

—Sí, seguimos hablando —dijo Brando—, mira, será mejor que yo te llame… Dentro de una hora, más o menos. ¿Vas a estar en tu cuarto…? Muy bien. Colgó, y dijo:

—Buen tipo. Quiere llegar a ser director, con el tiempo. Estaba diciendo algo. Estábamos hablando acerca de amigos. ¿Sabe cómo hago amigos yo? —Se inclinó hacia mí, como si tuviera un secreto divertido que comunicarme—. Procedo con mucho cuidado. Doy vueltas y vueltas. Doy vueltas. Luego, gradualmente, me acerco. Luego extiendo una mano y los toco, con mucho cuidado… —Extendió los dedos como antenas de insecto, y me rozó el brazo—. Luego —dijo, con un ojo a medio cerrar y el otro a la Rasputín, abierto mesméricamente, brillante—, me alejo. Espero un poco. Hago que se queden pensativos. Justo en el momento preciso, me vuelvo a acercar. Los toco. Doy vueltas. —Ahora su mano, ancha, de dedos romos, trazaba un círculo, como si tuviera una soga con la que rodeara a una presencia invisible—. No saben qué está pasando. Antes de que se den cuenta, están enredados, comprometidos. Los tengo. Y de pronto, en algún momento, soy todo lo que tienen. Muchos de ellos, sabe, son personas que no encajan en ninguna parte, nadie los acepta, han sido heridos, lisiados de una manera u otra. Pero yo quiero ayudarles, y ellos pueden concentrarse a mi alrededor. Yo soy el duque. Soy una especie de duque de mis dominios.

(Un antiguo habitante del ducado, al describir al señor y sus súbditos, ha dicho: «Es como si Marlon viviera en una casa cuyas puertas no se cierran nunca. Cuando vivía en Nueva York, la puerta de su casa siempre estaba abierta. Cualquiera podía entrar, aunque Marlon no estuviera, y todos lo hacían. Uno llegaba y había quince o veinte personas. Era extraño, porque no parecían conocerse entre sí. Estaban allí, simplemente; como si fuera una estación de autobuses. Había quienes dormían sobre una silla. Otros leían el diario. Una chica bailaba sola. O se pintaba las uñas de los pies. Un cómico ensayaba su número. En algún rincón, dos personas jugaban al ajedrez. Y sonaban tambores: ¡tantarán, tantarantán, rataplán! Pero nadie bebía nunca, y no pasaba nada fuera de lo común. De vez en cuando alguien decía: “Vamos a la esquina por un helado”. En todo esto, Marlon era el común denominador, el único vínculo. Deambulaba por la habitación llamando a alguno aparte y hablándole. No sé si se ha dado cuenta, pero Marlon no puede, o no quiere, hablar con dos personas a la vez. Nunca toma parte en una conversación de grupo. Siempre es un tête-à-tête, con una sola persona cada vez. Lo que es necesario, supongo, si usa las mismas artes para encandilar a todos. Pero aunque sepas que es eso lo que hace, no te importa. Porque cuando te toca el turno, Marlon te hace sentir que eres la única persona en el cuarto. En el mundo. Como si estuvieras bajo su protección y tus preocupaciones y tus estados de ánimo fueran de su incumbencia. No puedes menos que creerlo; no he conocido a nadie que irradie tanta sinceridad como él. Después es probable que te preguntes si finge. Pero, de ser así, ¿para qué? ¿Qué puedes darle? Nada, excepto afecto, y de eso se trata. Afecto, que le da autoridad sobre ti. A veces pienso que Marlon es como un huérfano que en una época posterior de su vida trata de compensar su condición convirtiéndose en cabeza bondadosa de un inmenso orfanato. Pero aun fuera de la institución quiere que todos le amen». Aunque existen muchos testigos que podrían contradecir esta opinión, el propio Brando, en cierta ocasión, le dijo a alguien que le entrevistaba: «Puedo entrar en una habitación donde hay cien personas, y si hay una sola que no me quiere, me doy cuenta, y siento la necesidad de irme». Como acotación, debemos agregar que dentro del grupo que señorea Brando, se le estima como padre intelectual a la vez que como hermano mayor, desde el punto de vista afectivo. La persona que probablemente lo conoce mejor que nadie, el comediante Wally Cox, dice que es «un filósofo creativo, un pensador muy profundo», y agrega: «Es una fuerza verdaderamente liberadora para sus amigos».)

Brando bostezó. Ya era la una menos cuarto. En menos de cinco horas tendría que estar en el lugar del rodaje, bañado, afeitado y desayunado, listo para que un maquillador le diera a su rostro el tinte mulato que exige el tecnicolor.

—Fumemos otro cigarrillo —dijo cuando me dispuse a ponerme la chaqueta.

—¿No cree que debería dormir?

—Eso quiere decir que luego hay que levantarse. La mayoría de las mañanas, no sé por qué lo hago. No puedo aguantarlo. —Miró el teléfono, como si recordara su promesa de llamar a Murray—. Por otra parte, tal vez trabaje luego. ¿Quiere algo de beber?

Fuera, las estrellas se habían oscurecido y lloviznaba, así que la idea de tomar un último trago me pareció agradable, especialmente porque tenía que regresar caminando a mi hotel, que quedaba a quince manzanas del Miyako.

Me serví un poco de vodka. Brando no se sirvió licor. Sin embargo, pasado un rato tomó mi vaso y bebió un sorbo, y después lo puso entre los dos.

—Mi madre. Se hizo añicos como si hubiera sido de porcelana —dijo de repente, sin que viniera a cuento, con un tono que expresaba profundo sentimiento.

A menudo les había oído decir a los amigos de Brando: «Marlon adoraba a su madre». Pero antes de 1947, y de la première de Un tranvía llamado deseo, pocos, o quizá ninguno, de los miembros del círculo del actor habían conocido a su padre o su madre. No sabían nada de su pasado, excepto lo que él les decía. «Marlon siempre daba una descripción muy pintoresca de la vida en su casa, allá en Illinois», me dijo uno de sus amigos. «Cuando nos enteramos de que su familia venía a Nueva York para el estreno de Un tranvía…, todos estábamos muy intrigados. No sabíamos qué esperar. La noche del estreno, Irene Selznick dio una gran fiesta en el Club 21. Marlon fue con sus padres. Bueno, es imposible imaginar a dos personas más atractivas. Altos, bien parecidos, encantadores. Lo que me impresionó, creo que sorprendió a todos, fue la actitud de Marlon hacia ellos. En su presencia, no era el muchacho que conocíamos. Era un hijo modelo. Comedido, respetuoso, muy cortés, considerado en todos los sentidos».

Brando nació en Omaha, estado de Nebraska, donde su padre era viajante de productos derivados de la cal. Era el tercer hijo, único varón, y pronto le llevaron a Libertyville, Illinois. Allí se establecieron los Brando, en una casa de las afueras que disponía del terreno suficiente para permitirles criar gallinas, gansos y conejos, tener un caballo, un gran danés, veintiocho gatos y una vaca. La tarea diaria de Bud, como entonces llamaban a Marlon, era ordeñar la vaca. Bud parece haber sido un muchacho extrovertido y competitivo. Cualquiera que se acercara a él se veía arrastrado a participar en algún concurso. ¿Quién puede comer más deprisa? ¿Quién puede permanecer más tiempo sin respirar? ¿Quién es capaz de contar el cuento más disparatado? Bud era rebelde, también. Pasara lo que pasase, se escapaba de casa todos los domingos. Pero él y sus dos hermanas, Frances y Jocelyn, tenían devoción por su madre. Muchos años después, Stella Adler, ex profesora de arte dramático de Brando, describió a la señora Brando, que murió en 1954, como «una criatura muy hermosa, celestial, un ser aniñado que vivía en otro mundo». Siempre, viviera donde viviese, la señora Brando había desempeñado papeles destacados en las producciones de las sociedades dramáticas locales, y siempre había deseado un mundo con más candilejas que el que podía proporcionarle el lugar en que vivía. Estos deseos inspiraron a sus hijos: Frances se dedicó a la pintura, Jocelyn, que ahora es actriz profesional, se interesó por el teatro. Bud también había heredado las inclinaciones teatrales de la madre, pero a los diecisiete años anunció que quería ser sacerdote. (Entonces, como ahora, Brando buscaba algo en que creer. Como uno de los discípulos de Brando dijo en cierta ocasión: «Necesita encontrar algo en la vida, algo dentro de sí que sea verdadero de forma permanente, y necesita dedicar su vida a ello. Para una personalidad tan intensa, nada inferior serviría».) Le convencieron que no siguiera el sacerdocio, luego le expulsaron del colegio y le declararon inútil para el servicio militar en 1942 por una lesión en la rodilla. Brando hizo las maletas y se fue a Nueva York, donde Bud, el adolescente rollizo, rubio y desgraciado, desaparece para dar lugar al hombre Marlon, un hombre de gran talento.

Brando no se ha olvidado de Bud. Cuando habla del muchacho que fue, éste parece vivir en él, como si el tiempo hubiera hecho poco para separar al hombre del chico herido y anhelante.

—A mi padre le era indiferente —dijo—. Nada que yo pudiera hacer le interesaba ni le agradaba. Ahora lo he aceptado. Ahora somos amigos. Nos llevamos bien. —Estos últimos diez años su padre se ha ocupado de sus asuntos financieros; además de Pennebaker Productions, compañía en la que Brando padre es un empleado, han estado asociados en diversas empresas, incluyendo una explotación agropecuaria en Nebraska, en la que Brando invirtió un gran porcentaje de sus primeras ganancias—. Pero mi madre lo era todo para mí. Todo el mundo. Solía llegar a casa del colegio… —Se interrumpió, como si esperara que yo lo imaginara: Bud, con los libros bajo el brazo, arrastrando los pies por la calle, al caer la tarde—. No había nadie en casa. Nada en la nevera. —Más diapositivas: cuartos vacíos, una cocina—. Entonces, sonaba el teléfono. Alguien que llamaba de algún bar. Y decía: «Tenemos a una señora aquí. Mejor que vengan a buscarla». —De repente, Brando se quedó en silencio. El cuadro se desvaneció, o, más bien, quedó fijo: Bud hablando por teléfono. Por fin la imagen volvió a cobrar movimiento, se adelantó en el tiempo. Bud tiene dieciocho años —: Pensaba que si me amaba lo suficiente, que si confiaba en mí lo suficiente, me decía, podríamos estar juntos, en Nueva York: podríamos vivir juntos y yo la cuidaría. Y al fin sucedió. Abandonó a mi padre y se vino a vivir conmigo. A Nueva York, donde yo estaba actuando. Lo intenté todo. Pero mi amor no era suficiente. A ella nada le importaba lo suficiente. Regresó. Y un día… —Su voz se volvió más monótona, pero el tono emotivo cobró intensidad hasta que podía discernirse, como un sonido dentro de otro sonido, una perplejidad herida—. Ya no me importaba. Ella estaba frente a mí. En un cuarto. Trataba de aferrarse a mí. Y la dejé caer. Porque ya no podía soportarlo más, ya no podía ver cómo se iba haciendo añicos, frente a mí, como si hubiera sido de porcelana. Pasé por encima de ella. Y me fui. Me era indiferente. Desde entonces, todo me ha sido indiferente.

Estaba sonando el teléfono. El ruido pareció sacarle de su adormecimiento. Miró a su alrededor, como si se acabara de despertar en un cuarto desconocido, luego sonrió torcidamente, después murmuró:

—Maldición, maldición —mientras acercaba la mano al teléfono—. Lo siento —le dijo a Murray—. Estaba a punto de llamarte… No, ahora se va. Pero dejémoslo correr por esta noche. Son casi las dos… Sí… Claro que sí. Mañana.

Mientras tanto, me había puesto la chaqueta y estaba esperando para despedirme. Me acompañó a la puerta, donde me puse los zapatos.

—Bueno, sayonara —me dijo en son de burla—. Dígales abajo que le pidan un taxi. —Luego, cuando yo ya estaba caminando por el pasillo, me dijo, en voz alta—: Y ¡oiga! No preste demasiada atención a lo que digo. Mis sentimientos son muy variables.

En cierto sentido, ésa no fue la última vez que le vi aquella noche. Abajo, el vestíbulo del Miyako estaba desierto. No había nadie en el mostrador, ni se veían taxis fuera. Incluso al mediodía, el complicado entramado de las calles de Kioto me ha jugado malas pasadas. Sin embargo, inicié la caminata bajo una llovizna que calaba hasta la médula, en lo que esperaba fuera la dirección correcta. Nunca había estado en la calle tan tarde. Era un contraste marcado con las horas centrales del día, cuando en los barrios que forman el núcleo de la ciudad, poblados por multitudes en fiesta permanente, se oye un ruido discordante parecido al del interior de un pachinko (un local donde hay máquinas tragaperras), o de las primeras horas de la noche, que son las más exóticas de Kioto, porque entonces, como flores nocturnas, los faroles enguirnaldan las calles secundarias y esplendorosas geishas, de rostros blancos como cerámica y pelucas laqueadas decoradas con campanillas de plata, se apresuran entre las sombras con su andar cimbreante y saltarín, dirigiéndose a orgías de un meticuloso buen gusto. Pero a las dos de la mañana estos seres exquisitos y grotescos han desaparecido, y los cabarets están cerrados. Sólo quedaban para hacerme compañía los gatos, los borrachos y las damas de vida alegre, los bultos como fardos de viejos mendigos en las puertas y algún andrajoso músico callejero que me seguía un trecho tocando música medieval con su flauta. Ya había andado un par de kilómetros cuando, por fin, una de las innumerables callejas me llevó a terreno familiar: el distrito de la calle principal, lleno de casas de apartamentos y cines. Fue entonces cuando volví a ver a Brando. De veinte metros de alto, con una cabeza tan grande como la del mayor de los Budas, allí estaba, en colores de revista infantil, sobre un cartel de cine que anunciaba La casa de té de la luna de agosto. Bastante parecida a la de un Buda, también, era su pose, porque estaba en cuclillas, y había una sonrisa serena en el rostro que brillaba gracias a la lluvia y a la luz de un farol de la calle. Una deidad, sí. Pero más que eso, en realidad: simplemente, un hombre joven sentado sobre un montón de pasteles.

 

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