A 17 años de la muerte de Marcel Marceau, el gran mimo del siglo XX

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Hace 17 años, el mundo se despidió de Marcel Marceau, un artista cuya vida estuvo marcada por el silencio y la expresión corporal. Durante la Segunda Guerra Mundial, en una Francia ocupada, Marceau, nacido como Marcel Manguel en 1923, utilizó su talento como mimo para salvar a alrededor de 400 niños judíos, guiándolos en silencio a través de una peligrosa travesía hacia la libertad.

Con la ayuda de Georges Loinger, jefe de una unidad de la Resistencia Francesa, Marceau entretenía a los niños con su actuación, pidiéndoles que guardaran silencio mientras caminaban hacia la seguridad. “Mi arma secreta era mi entrenamiento como mimo”, recordó, compartiendo cómo su habilidad para jugar y hacer reír ayudaba a mantener la calma en situaciones de alto riesgo.

El “Poeta del Silencio”

Hijo de un carnicero judío que fue deportado a Auschwitz, Marcel y su hermano Alain cambiaron su apellido de Manguel a Marceau para protegerse. Inspirados por el general de la Resistencia François Séverin Marceau-Desgraviers, se unieron a los grupos rebeldes en Limoges y más tarde a las fuerzas de la Francia Libre de Charles de Gaulle. Fue en un oscuro cine donde Marceau vio a Charles Chaplin, lo que encendió su pasión por el arte del mimo.

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El surgimiento de una leyenda

En 1947, Marceau eligió su icónico atuendo: una cara pintada de blanco, labios rojos, una camiseta de rayas y un sombrero de copa aplastada adornado con una flor marchita, simbolizando la fragilidad de la vida. Así nació Bip, su personaje emblemático, un mimo triste y vagabundo que exploraba la comedia y la tragedia de la existencia humana.

Con un estilo único, Marceau logró transmitir emociones profundas en poco tiempo, convirtiéndose en un referente del mimo. “Logra en menos de dos minutos lo que la mayoría de los novelistas no logran en sus volúmenes”, afirmaba un crítico tras ver su pieza “Joven, maduro, anciano y muerte”.

Marceau, activista por la paz, creía que “el silencio es infinito” y que las palabras limitan la expresión del alma. Su legado perdura, recordándonos el poder del arte para comunicar lo que las palabras no pueden.

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