(JUAN JESÚS DE CÓZAR).- El fruto más valioso de la libertad humana es nuestra capacidad de amar. Una capacidad universal, que no exige especiales condiciones personales. No todos podemos saber mucho, pero en los genes del alma llevamos la facultad de amar mucho. Claro que las cualidades hay que cultivarlas y regarlas cada día. En el otro lado de la balanza está el odio: ¿de dónde surge?, ¿por qué razones?, ¿cómo evitarlo? O sea, la gran pregunta sería: ¿podemos construir un mundo sin odios, un mundo donde todos podamos comprendernos y vivir en paz?
Esta preocupación latía en la extraordinaria película “Mandarinas” (2013), del director georgiano Zaza Urushadze. El filme estuvo nominado al Globo de Oro y al Oscar en la categoría entonces denominada ‘mejor película extranjera’ y, en opinión de este crítico, merecía ambos premios. Urushadze falleció en diciembre de 2019 con solo 53 años, pero nos dejó una última y preciosa película que en España se estrena a partir del 12 de febrero y que lleva por título “Anton, su amigo y la Revolución Rusa”.
Inspirada en hechos reales ocurridos a la familia del escritor Dale Eisler, coautor del guion junto al propio director, es una cinta en la que Zaza vuelve a plantearse sus preocupaciones vitales, esos grandes interrogantes mencionados más arriba. Y lo hace con ese estilo suyo delicado, poético y emotivo, que tan sabiamente armoniza con los hechos en ocasiones duros de la historia que nos cuenta.
En esta ocasión nos traslada a una aldea ucraniana cercana a Odessa y al año 1919. Desde varias décadas antes habitan allí familias de origen alemán dedicadas a la agricultura, que emigraron buscando mejores condiciones de vida. Viven y conviven en paz, con independencia de la religión que practiquen y al margen de ideologías. Los pequeños Anton, cristiano, y Yasha, judío, son grandes amigos y Urushadze quiere mostrarnos a través de sus ojos infantiles las características de la auténtica amistad. Quizá porque solo ‘si nos hacemos como niños’ lograremos ese deseado mundo sin odio y seremos capaces de decir, como Yasha a Anton: “No me imagino un cielo sin amigos. Sin ti”. Pero la revolución bolchevique lo estropeará todo.
La historia tiene más enjundia y unos personajes adultos interesantísimos, varios maravillosos, otros complejos y un par de ellos verdaderamente perversos. Como remate, una gran dirección de actores y una fotografía muy hermosa. Echaremos de menos a Urushadze y su esfuerzo por hacer un cine profundamente humano y trascendente, que remueve al espectador sin desanimarlo. Al contrario, le muestra que hay esperanza, que para comprenderse hay que conocerse, que los radicalismos nos desunen y que un mundo bueno es un mundo de amigos.
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