Le preguntaron al escritor, poeta y maestro universitario Marco Martos, si en su condición de académico de la lengua se define como un apocalíptico o un integrado.
En otras palabras, si es ultra conservador o acepta los cambios. Él respondió con un rotundo: “Integrado; no hay que asustarse, el idioma cambia siempre, de generación en generación”.
Más aún, para desencanto de los puristas, sostuvo precisamente todo lo que ellos no quisieran oír: Internet no está empobreciendo el idioma, ni siquiera lo hace el chat con su lenguaje simplificado.
El Dr. Martos -entonces presidente de la Academia Peruana de la Lengua- respondió de esa manera a las preguntas del periodista Gonzalo Pajares en una entrevista publicada en el diario Perú21 el 23 de abril del 2007:
Pregunta: “El lenguaje del chat, lleno de abreviaciones, de emoticones, ¿es un peligro para el español?
Respuesta: “No. Como integrado que soy, le digo que no. Los mensajes del celular son los telegramas de nuestros días. El miedo al habla de los jóvenes es injustificado (…) siempre ha existido, incluso en la época de Cervantes”.
En el idioma –explicó el maestro- hay dos tendencias, una conservadora y otra revolucionaria. Se impone la que defiende el cambio. “Eso sí –aclaró- una persona no puede modificar la lengua, necesita de otras”.
En estas afirmaciones del destacado académico, maestro de muchas generaciones en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, subyace una verdad proclamada por los grandes cultores del idioma: que la lectura enriquece el vocabulario e impulsa hacia una mejor comunicación.
En la misma entrevista nos ilustró el Dr. Martos con estos datos: “Una persona en su vida cotidiana emplea unas 300 palabras; 500 si es culta” y además dijo que un buen novelista suele utilizar un léxico de tres mil palabras; Cervantes empleó nada menos que ocho mil.
La oposición “apocalípticos e integrados”- dilema omnipresente en la historia- fue analizada en profundidad en 1964 por el filólogo y escritor Umberto Eco, en un libro que, con siete ediciones, se ubicó entre los mayores sucesos editoriales de las ciencias sociales del siglo XX y que mantiene su vigencia.
La idea central del libro antes citado gira en torno a la aceptación o rechazo a la cultura de masas. ¿Solo la cultura de élite merece tal nombre? Las innovaciones siempre generaron rechazo y temor; ya se traían sus reticencias las primeras mentes humanas, por ejemplo, en la prehistoria, sin duda, el tremendo avance que significó encender el fuego suscitó rechazo por temor a no poder controlarlo.
Muchos siglos más tarde, el portentoso avance de la escritura, no era del agrado del pensador más célebre de la antigüedad clásica, Sócrates, a quien le preocupaba que como consecuencia de escribirlo todo, se dejara de ejercitar la memoria. Para mayor ilustración ver “El Fedro” de Platón.
En cuanto a los “apocalípticos”, aunque existen desde siempre, se les reconoce un padre formal en el filósofo presocrático Heráclito: “Yo no he escrito para vosotros, sino para quien pueda comprenderme. Para mí, uno vale por cien mil y nada la multitud”. Notoriamente elitista el filósofo de Éfeso, y los que hoy rechazan las expresiones de la cultura popular están en esa misma línea.
“Integrados” son, por el contrario, quienes aceptan los cambios, la cultura de masas y la industria cultural, pese a reconocer “el problema del consumismo y de la aceptación conformista de contenidos provenientes, por ejemplo, de la televisión” (U. Eco). Este último tema, el de la televisión y sus contenidos, ha consumido ya bastante tinta y parece que aún tiene para rato.