Alfredo Obarrio
Me pregunto: ¿Qué es lo que marca a un individuo o a una sociedad? Su grado de compromiso con el prójimo. Según sea nuestra postura, nuestra vida será luminosa y terapéutica o bien profundamente estéril.
Esta no es una reflexión ni banal ni pasajera. Nos habla del ser del hombre, del hombre individual, de ti y de mí, pero también de cómo es la sociedad que vivimos.
Varias preguntas nos pone ante el espejo: ¿qué somos, cómo nos vemos, cómo deseamos ser? Pero también: ¿qué es lo que no somos?, ¿qué es lo que no seremos nunca?, ¿qué es lo que no deseamos cambiar para que todo cambie? Me refiero a nuestra miseria, nuestro egoísmo, nuestra soberbia, nuestra vanidad. En definitiva, a nuestra falta de caridad.
Ese espejo es como el relato de Dorian Grey. Nos creemos efebos. Nos creemos perfectos. La belleza lo es todo. El poder lo es todo. El yo lo es todo. Es el pacto con el diablo. Así lo escribe Oscar Wilde. El joven pacta con el diablo para que su belleza no se vea alterada por las huellas del tiempo. El pacto se cumple. Pero el diablo deja marcas profundas en el alma. Su viejo retrato pintado al óleo va reflejando toda su podredumbre. Su infinito egoísmo va deformando su belleza. El cuadro le delata. El diablo también. El lector se pregunta: ¿cambiará al ver cómo se deforma? Pero, como sabemos, cuando se vive para el hedonismo, la comodidad y el desamor no hay espacio para el arrepentimiento. Solo un acto realiza. Cubre su retrato con una sábana blanca. Puro escapismo. Lo es, porque cuando descubrirnos que el egoísmo ha cubierto todos los pliegues de nuestra piel, ya nada queda de nosotros. Nos convertimos en máscaras de cera, en seres aislados, en seres que viven en la penumbra, porque el goce siempre es pasajero. No lo es la caridad. Esta permanece. No nos envilece. Todo lo contrario. Nos acomoda en esa belleza que nace de Dios. En una belleza que vive en el corazón de los hombres, en unos hombres que han comprendido que, a diferencia de Caín, nosotros, aún en nuestra fragilidad, somos los guardianes de nuestros hermanos. Ellos son parte de nosotros. La mejor parte. Entregarnos a ellos, protegerlos, cuidarlos, alimentarlos y proyectarlos nos purifica y nos alegra el corazón. Cada acto que realizamos nos sostiene aún más que a ellos. Todos lo sabemos, porque todos, en algún momento de nuestras vidas, lo hemos experimentado. Porque todos, en algún momento de nuestras vidas, también fuimos esos hombres frágiles, esos seres diminutos necesitados de una mano tendida, de una cálida sonrisa o de una mirada amiga que nos dijera: tranquilo, yo estoy contigo hasta el fin de los tiempos.
Una pregunta se precipita, como un torrente, en nuestra mente: ¿así lo vive nuestra sociedad? ¿De verdad esta sociedad nuestra se mueve por criterios de caridad o, en menor medida, de solidaridad? La duda permanece. La vida, ya larga, me ha descubierto que hay mucha gente que así actúa. Colectivos y personas individuales se entregan sin importarles el tiempo o la incomodidad. ¿Y la sociedad en su conjunto? La literatura sale a nuestro encuentro. Christian Bobin, en su obra titulada La presencia pura, nos recuerda, no sin amargura:
“estamos todos sometidos a leyes que sólo se ocupan de lo que es calculable, de lo que se puede demostrar, dividir, multiplicar. Todo lo que se puede poner en números: se puede recortar una hora en minutos y en segundos. Pero si estoy enfermo y me das dos minutos, igual te reprocharán por ello más tarde, te dirán que tenías algo mejor que hacer. Pero como enfermo, sé que esos dos minutos son como si me hubieras dado dos siglos, una recuperación de inteligencia hacia la vida, una recuperación de amor, una mini resurrección. Y esto no tiene precio. Somos nosotros, colectivamente, los que estamos enfermos, mucho más que estas personas”.
No le falta razón a Bobin. Su texto nos lleva a un fragmento de El Principito: el relato de El mercader y el Principito. En él, el Principito comprende que la felicidad no se haya en la soledad que provoca la avaricia, el egoísmo y la vanidad, sino en la entrega a los demás. El tiempo se revierte, como un cántaro de luz, cuando lo depositamos en nuestros amigos, familiares, o cuando se lo entregamos a los más menesterosos. Si lo hacemos, ya no seremos como Sísifo subiendo una piedra que nos golpea una y otra vez, ya no seremos seres que enterraremos nuestros talentos en la arena, sino que haremos de ellos un espacio abierto para el encuentro, la comunicación, la entrega y la verdad. No seremos muertos, ni gentes amuralladas, como nos indica Christian Bobin, sino frondosos árboles sobre los que se podrán recostar el cansado, el necesitado, el hambriento y el excluido:
Sabemos que la vida nos golpea, pero también nos enseña. Entre sus enseñanzas, dos verdades permanecen. La primera recuerda que la mayor soledad nace del egoísmo, de la soberbia, de la idolatría. Pura necedad. La segunda es eterna: “Os lo aseguro que cuando lo hicisteis con uno de esos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt. 25, 40). Pura verdad.
¿Qué camino escogemos? ¿La comodidad o la entrega? De su respuesta depende nuestra felicidad, y para el católico, muy probablemente la vida Eterna, aunque no nos corresponde a nosotros aventuranos. A tal atrevimiento no llegamos.