Confesión literaria de Bob Dylan para un discurso tardío

 

Inyectado en vena, como literatura de la buena. Me refiero al discurso de Bob Dylan, que llegó hace pocos días a Estocolmo en forma de grabación con su voz -precaria y personalísima- y con música de piano de fondo. Dylan en estado puro. Dicen que tenía una hora límite, según el contrato de los Nobel, para entregarlo y si no lo hacía le retiraban el dinero que acompaña al premio.

Dylan, tímido y pícaro, brillante, imprevisible, como casi siempre. Una pieza literaria de primer orden. Y al final, sin que lo haya hecho el maestro de manera expresa, parece como si nos lo hubiera cantado. Una perla.

Empieza diciendo que cuando recibió la noticia del Nobel, pensó en cuál podía ser la relación de sus canciones con la literatura. Bob Dylan afirma que se preguntó cuál era la conexión entre ambas nociones. Y añade que quiso hacer esa reflexión pensando en los demás, aunque “dando rodeos”, aclara. Es su estilo.

Algunas de las frases dylanescas están pronunciadas en el discurso con esa vocalización -casi excepcionalmente personalizada- a veces apagada y tortuosa, del idioma inglés que Dylan ha tenido siempre, para martirio de quienes querríamos imitarle recitando o cantando. Supongo que –a veces- es difícil hasta para las personas que tienen el inglés como idioma materno.

Maestros iniciáticos

Recuerda a sus maestros iniciáticos. En primer lugar, cita a Buddy Holly: “Murió cuando yo tenía unos 18 años y él 22, y desde la primera vez que lo oí, sentí que era semejante a mí. Como si fuéramos parientes, como si fuera mi hermano mayor. Hasta creí que nos parecíamos”. El último Nobel de literatura creció, pues, con Buddy Holly; también, según afirma, con los ritmos de una cierta América: “country western, rock ‘n’ roll and rhythm and blues”. Para él, se trata de tres corrientes de un mismo género.

Adoró a Buddy porque componía y también cantaba “beautiful melodies and imaginative verses”. Dylan afirma con melancolía que vio a su arquetipo apenas unos pocos días antes de que muriera en aquel accidente de avión de febrero de 1959. El día en el que murió la música, según dicen todavía algunos nostálgicos. Dylan expresa su fascinación total. Asistió a un concierto de Buddy Holly después de viajar cien millas y confiesa su emoción porque estuvo muy de cerca de su ídolo.

Dylan detalla los ojos de Buddy Holly tras unas gafas oscuras, su manera de vestir, cómo marcaba el ritmo con sus pies. Le pareció mayor de 22 años, convencido y convincente. “Era poderoso y electrizante”, señala. Creyó percibir que Buddy Holly le miró para transmitirle algo. Y recuerda que sintió un escalofrío.

Uno o dos días después de morir Buddy, alguien regaló a Dylan un disco. Contenía “Cotton fields”, un blues compuesto por Leadbelly que alude al trabajo en los campos de algodón sureños. (*Es curioso, mi versión de la infancia de esa canción es distinta y se concretó en Creedence Clearwater Revival).

En fin, según Dylan, ese disco le cambió la vida: “Como si hubiera habido una explosión, como si hasta entonces hubiera caminado en la oscuridad y de repente se iluminara todo”. Y en el impreso que acompañaba al disco, estaban otros nombres: Sonny Terry, Brownie McGhee, el nombre de un grupo, The New Lost City Ramblers, Jean Ritchie. Gente guitarrera, por supuesto.

Así que si estaban allí, citados junto a Leadbelly, el jovencísimo Dylan sintió que tenía que buscarlos para oírlos de cerca. Tenían que ser muy buenos. Y apostó por crecer con esas músicas, con esos maestros. Pero aunque confiesa que sigue fiel a aquel sentimiento, contradictorio, añade: “I forgot about it” (lo olvidé). Aquel impacto se pierde ya en la memoria de una cierta época.

Empezó su viaje para encontrarse con aquellos artistas y para aprender de ellos. Al hacerlo, descubrió que el modo en el que sonaban era distinto al que él había oído a través de las emisoras de radio. “Vibraban más y tenían más vida”, precisa. Distinguió entre las melodías y las versificaciones fáciles y las que no lo eran. Y se confesó a sí mismo su debilidad por las baladas antiguas y por el country blues. Comprendió que tenía que sufrir para aprenderlo.

Tocaba para grupos de cuatro o cinco personas, en un cuarto o en una esquina cualquiera. Fue consciente de que tenía que tener un repertorio amplio para captar la atención en cada momento y ante gentes diversas. “Algunas canciones resultan íntimas, en otras hay que gritar”, aclara. Y se dio cuenta de que tenía que fundirse con el lenguaje de la calle. No bastaba aprenderlo escuchándolo de otros cantantes, fueran artistas del blues, autores de ritmos de los tugurios sureños o de temas “de los Apalaches y canciones de cowboys”. Procuraba fijarse en detalles muy precisos. “Disparas tu pistola y la vuelves a enfundar”, escribe.

Dylan múltiple y críptico

En medio del tráfico y la oscuridad, “uno puede darse cuenta de que Stagger Lee era un mal tipo y Frankie Lee una buena chica”, señala en referencia a una de sus canciones un tanto enigmáticas. Y como si fuera lógico, añade una frase en la que mezcla el carácter burgués de Washington, alude a otra canción muy versionada y dispersa (John the Revelator) y al hundimiento del Titanic. Para mí, unas líneas del Dylan críptico y oscuro.

Sigue casi una declaración amorosa al folklore irlandés. Cita ‘Irish rover’ y ‘Colonial boy’, con un adjetivo cariñoso previo: el de ‘salvajes’. Para él, suenan ahí las flautas y los tambores amortiguados. Rastrea la tragedia de Lord Donald, una balada quizá de origen escocés, en la que el personaje clava un cuchillo a su esposa mientras “otros camaradas están ya envueltos en sábanas blancas”.

Dylan confiesa que todo eso constituyó su aprendizaje retórico, junto al del lenguaje popular. Habla de las técnicas que pulularon por su cabeza y de las carreteras solitarias por las que circuló. Empezó entonces a escribir sus propias canciones, su folk: su propia jerga. Y las enseñanzas escolares revivieron en su mente: Don Quijote, Ivanhoe, Robinson Crusoe, los Viajes de Gulliver, la Historia de Dos Ciudades. Confiesa que esas lecturas le despertaron y le abrieron a la vida. Y de manera consciente o no, influyeron en sus canciones.

Melville, Remarque y Dickens

Entre esa literatura que le acompaña siempre, Dylan entresaca tres libros precisos: Moby Dick, Sin novedad en el frente y la Odisea. Expresa su fascinación ante el primero, que le interpela con el carácter misterioso del capitán Ahab, su ego de cojo airado que requiere venganza contra la ballena en un recorrido que pasa por dos océanos. Según Dylan, el objetivo de Ahab es abstracto, “nada definido o concreto”, a pesar de sus referencias a su esposa y su hijo que quedaron atrás. Le interesó la recompensa ofrecida a quien avistara la ballena maldita entre una tripulación multirracial, las alegorías religiosas, los contactos con otros balleneros. El loco Gabriel que profetiza el destino de Ahab. Éste contrasta con el capitán Boomer, manco, que está feliz porque Moby Dick sólo le arrancó su brazo. Moraleja del Nobel: “Es un libro que muestra como hombres distintos reaccionan de manera diferente ante la misma experiencia”.

Lugares que no están en los mapas

Tolerancia frente a la obsesión de la venganza. Y ahí Dylan profundiza en sus obsesiones bíblicas y destaca el modo en el que están en la novela de Herman Melville. Pero no olvida las deidades paganas que contiene la misma novela, “figuras de cera, de madera, adoradores del fuego” y recuerda que el nombre del barco (Pequod) es el de una tribu india. Un personaje ha vivido siempre en el mar. Otro resalta que el lugar de donde procede no está en los mapas: “It’s not down on any map. True places never are” (los lugares auténticos nunca están en ningún mapa).

Encuentra el debate luterano sobre la predestinación en un personaje desconfiado, que ha vivido siempre navegando en el mar donde lo aprendió todo. Describe la revuelta en el buque, el cuáquero falsamente pacifista, a quien mueve el dinero, ambicioso y sediento de sangre.

Dylan localiza dentro de esa novela todos los mitos de la humanidad: los griegos, la cultura judeocristiana, las leyendas británicas, el conocimiento de la navegación y de la geografía, la vertiente cuáquera de la segunda aparición de Cristo, los signos del Zodiaco, la mitología hindú. Todo eso –según él- está en el universo descrito en Moby Dick y en la cultura de los balleneros.

El aceite de las ballenas –recuerda- era utilizado en la unción de los reyes antiguos. En Moby Dick, nos dice el Nobel de la literatura cantada, hay sabiduría geográfica y también la (hoy) desacreditada frenología, lo mismo que elevada filosofía y falsas teorías científicas. Cita a un personaje en el que ve una parodia de la resurrección.

Dylan recrea el ataque de Ahab contra Moby Dick armado de un cuchillo. Extrae una conclusión rápida y precipitada: “Sólo vemos la parte superficial de las cosas. Podemos interpretar lo de abajo como nos convenga”.

Y mientras el buque avanza, los tiburones, las sirenas y los buitres escrutan los rostros y las calaveras de los navegantes, “como usted lee un libro”. Dylan elogia la elocuencia del capitán loco: “Golpearía al sol si me insultara”, amenaza Ahab.

Finalmente, el Dylan que describe la aventura de Moby Dick se recrea en el final de la bestia de los mares y del vengador Ahab. Lo hace con sobriedad y entre el equilibrio delicado de las palabras. Quien describió como profético, el hombre de ninguna parte, Ishmael, sobrevive flotando en los mares sobre un ataúd. “Ese tema y todo lo que implica terminaría adentrándose en no pocas de mis canciones”, dice Dylan.

La literatura recitada y cantada, Shakespeare y Dylan

Termina aquí la descripción de menos de la mitad del discurso enviado a Estocolmo. Sigue una recreación dylaniana –igualmente prolija- de ‘Sin novedad en el frente’, la novela de Erich María Remarque. Dylan termina su análisis del contenido de la novela recordando una canción de Charlie Poole que resume el sentido antimilitarista de ese clásico de la literatura alemana del siglo XX.

Y luego pone rumbo a la Odisea, “un gran libro cuyos temas se abrieron camino hacia las baladas de muchos compositores de canciones”. Los personajes de Homero le sugieren que no hay honor, ni viaje feliz. Tampoco inmortalidad. “Ulises es rey de la tierra de los muertos”, recrea Dylan.

“Nuestras canciones –dice para concluir- son literatura distinta. Fueron hechas para ser cantadas y no leídas. Las palabras de Shakespeare fueron escritas para ser interpretadas en un escenario. Igual que las letras de las canciones requieren ser cantadas, no leídas en una página. Así que espero que algunos de ustedes tengan la oportunidad de escuchar esas letras del modo en el se pretendía, para que fueran oídas: en un concierto, en un disco o del modo en el que la gente las oiga en esta época. De modo que regreso otra vez a Homero, que dice: ‘Canta dentro de mí, oh musa, y por medio de mí, cuenta tu historia”.

Lo de menos, quizá, es que ese análisis literario de Dylan, a ratos casi cervantino, pertenezca al cumplimiento atrasado de una obligación, a un discurso tardío enviado aún más tarde a la academia de los premios Nobel. Lo principal es que con sus líneas meticulosas y su voz singular, Bob Dylan logra de nuevo recrear el espíritu de sus sueños disparatados, entrecruzados. Unos sueños propicios que invitan al silencio y a la literatura de la noche.

 

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