Mis experiencias con Felipe Pinglo y Chabuca Granda son, sin lugar a duda, distintas. Los temas más afamados de Chabuca como La Flor de La Canela o Fina Estampa los conocí primero, yo no cumplía ni quince años y llegué a “El Embrujo” de Barranco, Chabuca todavía vivía, aunque nunca pude verla cantar y menos conocerla o intercambiar algunas palabras con ella. “El Embrujo” era un bello lugar a la que su anfitriona, la Sra. Elena Bustamante dotaba de un estilo inigualable. Por allí desfilaban, los viernes, artistas de la talla de Eva Ayllón, Luis Abanto Morales, Carlos “Caitro” Soto, Andrés Soto, el argentino “Vinko”, con su celebrada imitación de la autora de Bello Durmiente; así como otros menos conocidos como Neuman y otros más cuyas caras están, pero los nombres ya no.
El local quedaba justo al lado del Puente de los Suspiros, con lo que era normal que Chabuca Granda hubiese resultado mi primer entorno musical criollo, o el segundo, después de mi hogar, y las grandes jaranas de mi niñez, en los cumples de mis viejos, cuyos amigos me despertaban aguardientosos, cantando el vals La Andarita (Luis Pardo) a viva voz, a las 4 de la madrugada.
Sin embargo, desde los 16 años, 1984, empecé a frecuentar la peña Valentina, “el rincón más criollo de la Rica Vicky”, ya dirigida por la señora Norma Arteaga Barrionuevo (hija de Valentina, quien falleciera en 1983) y que contrastaba con el confín barranquino que acabo de describir. El Centro Social Folclórico Valentina era la catedral de la música y de la cultura afroperuana. Sobre un atril de madera, en cuyo fondo lucía una gran fotografía de Valentina Barrionuevo en blanco y negro, una pequeña orquesta compuesta por un director, -yo recuerdo a Román Herald y Hugo Jaén, maestro con la campana- dos guitarristas, un bajista, un conguero, un bongosero, y dos cajoneadores hacían retumbar La Victoria con los mejores festejos del momento.
En Valentina, todo era negritud, y puedo decir con cierto orgullo que alguna vez bailé el vals Olga, cantado en vivo por el popular Arturo Zambo Cavero y pude escuchar, ante el absoluto, momentáneo y respetuoso silencio de la concurrencia, la aún vigente y señorial voz de la entonces octogenaria Eloísa Angulo, la soberana de la canción criolla, entonar El Payandé.
En todo caso, fue poco antes de cumplir los 20, y no recuerdo muy bien cómo, que descubrí en todo su esplendor a Felipe Pinglo. El asunto tuvo mitad de vintage y mitad de ideológico, por el notable contenido social de temas suyos como el celebérrimo El Plebeyo, Jacobo El Leñador, Mendicidad, entre otros.
En realidad, tanto Felipe Pinglo como Chabuca Granda describieron a la Lima que se fue; pero, curiosamente, Pinglo, siendo dos generaciones anterior, retrató a la joven y moderna urbe industrial, llena de contradicciones, de obreritas, canillitas y mendigos que se abría paso en los veinte y treinta; mientras que Chabuca rescata la ciudad idealizada de zaguanes, balcones y flores de Amancaes que aquella emergente capital obrera suplantó.
Yo entonces opté por Pinglo porque lo sentí más barrio, y en esos días yo también lo era, él compuso De Vuelta al Barrio, yo, humildemente, La Calle Inclán, que todavía entonamos en ocasionales reuniones los viejos parroquianos de la paralela a la 44 de la Arequipa, que poblábamos en los telúricos años ochenta, donde la marginalidad alcanzó a las clases medias, al “expituco” Miraflores, y cómo no “El Plebeyo de ayer, es el rebelde de hoy” a quien Pinglo presenta como agente de la reivindicación social, muy a tono con mi propia rebeldía juvenil, que, igual que la de toda mi generación, solía inclinarse hacia la izquierda.
Felipe Pinglo era la Lima que añoraba, pero, hasta cierto punto, la que aún vivía en mi rioba, la que me encontraba los domingos en tribuna sur, en el Comando antes de que se llamase Comando, cuando me iba a ver a mi Alianza Lima, a cuyos ases de hacía cincuenta años, como Alejandro Villanueva y Juan Quispe, el bardo barrioaltino les dedicó varias polkas, pasos dobles y one step.
Creo que los años tienden a desideologizarnos, al menos un poco, y a valorar más lo puramente estético. Fue así como me encontré con los Boston Vals de Pinglo, Hawái, Horas de Amor y ¡Oh Mujer!, luego su único tema vanguardista, Palabras Esdrújulas, así como con una exquisita Chabuca Granda que está mucho más allá del caballero de Fina Estampa, como la que desafía el romper del río Rímac con su Pobre Voz, o con Una Larga Noche junto a María Sueños que arde de deseos en su Cardo o Cenizas, “como será mi piel junto a tu piel”.
Si tuviese que comparar las poesías de ambos, diría que la de Chabuca es de una estética insuperable (Pinglo y Chabuca corresponden a épocas y estéticas distintas) pero que los temas y personajes de Pinglo me recuerdan a los de Charles Chaplin, como en sus Luces de la Ciudad o El Pibe, o a los de Toulouse Lautrec y alguno que otro de Francisco de Goya “cubierto de harapos, la faz macilenta, el pobre mendigo limosnea un pan, implorando siempre la bondad ajena, a todos le pide una caridad” (vals Mendicidad).
Felipe Pinglo y Chabuca Granda fueron nuestros dos genios de la música criolla, qué duda cabe, y como tales supieron adivinar el final, la propia muerta, como Chaplin, el hombre, y el vagabundo, su personaje, el que muere para siempre en el drama Candilejas. En El Espejo de Mi Vida, Felipe Pinglo, joven, pero consumido por una enfermedad pulmonar, se describe así a sí mismo:
“Ayer tarde me he mirado en el espejo
pues sentía por mi faz curiosidad,
y el espejo al retratar mi cuerpo entero
me ha brindado dolorosa realidad.
Estoy viejo, hay arrugas en mi frente,
mis pupilas tienen un débil mirar,
y mis labios temblorosos y arrugados
saboreando están los besos
que ayer dieron y hoy no dan “
A su turno, Chabuca se retrata yaciente en su casi desconocido pero desgarrador landó: “Me he de guardar”
“En un hoyito iré yo a parar
solitita me he de guardar
dentro la tierra, al pie de un rosal
bajo un almendro te he de esperar”
Las obras de Felipe Pinglo y Chabuca Granda no son lineales. Entenderlas así sería renunciar a conocerlas y disfrutarlas en toda su plenitud. Ambos artistas fueron prolijos y experimentaron con diferentes influencias musicales, comprendieron cabalmente que no podían imponerle límites, ni cortapisas, a la inspiración y la búsqueda constante de nuevos caminos. Descubrir sus derroteros, y sus escondidos recovecos, es acercarnos un poco más a sus vivencias y al espíritu de su arte.