Escrito por Holm-Detlev Kóhler
The happiest women, like the happiest nations, have no histoty. (George Eliot)
«Amo demasiado a mi país para ser nacionalista.» (Albert Camus, Cartas a un amigo alemán)
El «resurgir» del nacionalismo
La caída del muro de Berlín ha tenido un efecto acelerador en el resurgir de algo que la mayoría de la gente y de los académicos relacionaban ya con un pasado superado: los nacionalismos. Para muchos significa «el gran desafío a la cultura democrática» (Mario Vargas Llosa, El País, 1-9-1996). El nuevo orden mundial, la transición de la bipolaridad a la multipolaridad, está pasando por un profundo desorden de las relaciones internacionales, debido en gran parte a la imposibilidad de arreglar las fronteras derrumbadas por la cuestión nacional. El fin de siglo se parece a su comienzo. El derrumbe de los imperios lleva al surgir de viejas y nuevas naciones para luchar por el poder y el territorio.
«Unos quince Estados nuevos se han levantado sobre las ruinas de los imperios soviético y etiópico y cuatro más han surgido de los fracasos de los estados federales de Yugoslavia y Checoslovaquia» (Smith, 1996, pág. 577).
Además, los nuevos nacionalismos se visten de forma tribal y pre-moderna reivindicando algo eterno, esencial y mítico, la salvación del hombre frente a las amenazas de una modernidad incapaz de crear su propia racionalidad de progreso.
«El nacionalismo como ideología política se erigió en las ruinas físicas e intelectuales de los Imperios» (Kamenka, 1986, pág. 591).
De todas formas, la palabra «resurgir» no corresponde a una realidad en la cual los clásicos estados-naciones del Occidente pierden su peso dentro de una mundialización cultural, económica y, en mucho menor medida, política; el nacionalismo se convierte en el principio político dominante en la gran mayoría del mundo donde hasta hace poco tiempo no conocían ni el sentido de su palabra.
«De las doscientas naciones que hoy constituyen las Naciones Unidas, sólo una veintena de ellas, casi todas europeas o americanas, poseían conciencia nacional antes de 1914» (pág. 1993, pág. 26).
frente a esta realidad histórica se extiende con una fuerza asombrosa la ideología del nacionalismo como orden natural de la humanidad, dividida eternamente en naciones.
«Los mitos fundadores de una nación tienen la piel dura: aun desahuciados por la crítica demoledora de sus falsificaciones sucesivas e interpolaciones flagrantes, siguen ofuscando a algunos historiadores contemporáneos y se perpetúan» (Juan Goytisolo, El País, 14-9-1996).
La modernidad fue caracterizada por muchos como un proceso de formación nacional, de «nacionalización de las masas» o de transformación de grupos étnicos y comunidades tradicionales en naciones. En estos conceptos progresistas de la nación ésta aparece como un proceso racionalizador de las estructuras sociales. Hay que aclarar que este tipo de conceptualización del nacionalismo dentro de la modernización es un fenómeno del siglo XX mientras en el siglo XIX -frecuentemente llamado el siglo del nacionalismo- todos los teóricos clásicos de la modernidad miraban al nacionalismo como algo pasajero con poco futuro [1]. El liberalismo y el socialismo eran ideas progresistas universales. Ni Marx ni Durkheim daban mucho futuro al nacionalismo. La economía política clásica no reconocía ninguna autoridad por encima del individuo, propietario o de la empresa privada. Aunque Adam Smith hablaba de «la riqueza de las naciones» no tenia ninguna idea de la nación, y la trataba como un grupo de individuos de un territorio sin más [2]. Incluso para el nacionalismo económico del siglo pasado como la Escuela Histórica de la Economía Nacional alemana, el principio de la nacionalidad sólo tenía un sentido unificador de pequeñas unidades hacia una gran nación e -igual que el nacionalista italiano Mazzini- rechazaban cualquier separatismo, «balcanización», etc., en pequeños Estados nacionales sin grandes territorios y recursos. El principio de la etnicidad no cabía ni para estos «nacionalistas».
La cuestión nacional empezó a ocupar un lugar importante en los debates ideo lógicos no antes de los años ochenta del siglo XIX cuando determinaba las estrategias políticas y la base social de los grupos políticos (véase p. ej. los debates en la II Internacional). Esto corresponde al hecho de que el nacionalismo se había convertido desde una ideología revolucionaria universalista en la fuente principal de legitimidad de los Estados autoritarios.
Frente a estas tendencias actuales resulta urgente recordar la realidad del nacionalismo como ideología de unos movimientos sociales modernos sin raíces en el ser humano ni el origen de los pueblos sino algo posterior a la Revolución Francesa. Todo lo demás, las búsquedas de un «potencial etno-nacional» (Llobera, 1996), es pura especulación interesada o tautología en el sentido de que cualquier fenómeno histórico es el resultado de un proceso histórico y cualquier comunidad humana se basa en algún tipo de identidad colectiva. Aquí pretendemos no confundir las señales de humo con el «world wide web» de la comunidad internet aunque se pueda buscar un nivel de abstracción donde son la misma cosa.
Conceptos de la «nación»
«Sabemos desde el siglo XVIII, gracias a la Ilustración y el empeño posterior de los historiadores críticos, que todas las historias nacionales y credos patrióticos se fundan en mitos (…), ya que estos mitos, manejados sin escrúpulo como un arma ofensiva para proscribir la razón y falsificar la historia, pueden favorecer y cohesionar la afirmación de «hechos diferenciales» insalvables, identidades de calidad agresivas y, a la postre, glorificaciones irracionales de lo propio y denigraciones sistemáticas de lo ajeno.
Como dice el lúcido e incisivo ensayista serbio lván Colovic, refiriéndose al discurso oficial del nacionalismo étnico, el escenario iconográfico político «evoca y recrea un conjunto de personajes, sucesos y lugares míticos con miras a crear un espacio-tiempo, igualmente mítico, en el que los ascendientes y los contemporáneos, los muertos y los vivos, dirigidos por los jefes y héroes, participen en un acontecimiento primordial y fundador: la muerte y resurrección de la patria»» (Juan Goytisolo, El País, 14-9-1996)
Este hecho explica también que no existe y no puede existir una definición generalmente aceptada de los términos «nación» y nacionalismo (cfr. Hall, 1993, pág. 90), sino que sus contenidos y connotaciones están sujetos a una continua lucha entre el rigor científico en su evolución y los intentos de instrumentalización por los movimientos y grupos político-sociales.
Constatar la «confusión» en el debate sobre el nacionalismo parece como único consenso dentro de una variedad casi infinita de definiciones y conceptualizaciones (cfr. Dogan, 1993). La disputa entre dos marxistas revolucionarios representa los polos opuestos de los intentos para encontrar alguna definición objetiva de la nación. Mientras la polaca Rosa Luxemburgo negaba esa posibilidad y denunciaba al Estado nacional y al nacionalismo como «sobres vacíos en los que cada clase aporta, en cada circunstancia, un contenido material particular», el georgiano Josep Stalin, encargado por Lenin de responder a esta pregunta, contestaba en 1913: «La nación es una comunidad humana, estable, históricamente constituida, de idioma, territorio, vida económica y formación psíquica que se traduce en una comunidad de cultura.»
Frente a la imposibilidad de una definición objetiva y empírica, el gran sociólogo alemán e ideólogo del estado guillenniano Max Weber (1976, pág. 528), siguiendo al clásico y políticamente más ilustrado y menos nacionalista Emest Renan, situó la nación en el sentido de solidaridad subjetiva de grupos humanos frente a otros. Esto no significa la ausencia de cualquier factor objetivo como el idioma, el territorio, la historia, la cultura o el Estado sino la insuficiencia de estos factores para explicar el hecho nacional.
«Los factores que suelen emplearse para definir a la nación [son la] homogeneidad étnica, una lengua común, una memoria colectiva y una tradición comunes, un territorio compartido, una misma religión y un largo etcétera (…). La nación implica una dimensión política propia. (…) Si me siento a la vez y sin problema gallego y español, aragonés y español, es que concibo a Galicia o Aragón como regiones. Si, en cambio, por considerarme miembro de la nación catalana, o de la nación vasca, resulta incompatible con la pertenencia a la nación española, la idea de la nación es excluyente.» (Ignacio Sotelo, El País, 25-11-1996)
Aunque los conceptos esencialistas de nación como sujetos eternos que caminan por la historia auto-realizándose finalmente en un estado-nación o una nación cultural no resistieron al más mínimo esfuerzo histórico científico, algunos todavía intentan darle una vida duradera más allá de las coyunturas políticas históricas como fenómenos de «longue durée» (Smith, 1996, pág. 589), construyendo las naciones como etnias transformadas. Contra estos intentos Hans-Jürgen Puhle (1994, pág. 19) reclama acertadamente que «la etnicidad es un «‘artefacto» del mismo tipo que la nación: es creada, construida e inventada» (cfr. también Hobsbawm, 1994, pág. 38). Frente a la imposibilidad de explicar las naciones sólo por factores objetivos o subjetivos queda como resultado provisional del repaso por los conceptos de la nación una serie de factores «proto-nacionalistas» que en determinadas circunstancias pueden convertirse en elementos de procesos contingentes de formación nacional. Los más destacados son:
l. La modernización del Estado: La existencia de un Estado central, monopolizando el poder coercitivo y los recursos militares y administrativos aparece como condición de las naciones modernas incluso en los casos poscoloniales de la posguerra, donde la estructura de un Estado colonial configura la oposición antiimperialista. Así afirma el filósofo indio Rabindranath Tagore el impacto del Estado colonial inglés:
«El nacionalismo es un peligro grave. Desde hace años es la causa de todos los sufrimientos de la India. Y como estamos gobernados y dominados por una nación cuya actitud es exclusivamente política, hemos intentado, a pesar de nuestra herencia del pasado, de adoptar la creencia de que nosotros también podemos tener una misión política» (cita en Alter, 1994, pág. 53).
El Estado imperialista ocupa ahí la función del Estado absolutista en la Europa del siglo XVIII. En el mundo moderno, en todo caso, el Estado se transformó en algo casi omnipotente y omnipresente.
«A medida que el Estado intervino más y más en los asuntos de sus súbditos, pareció que, paradójicamente, se separaba más de ellos (…). El Estado pareció adquirir vida propia. (…) La evidente separación entre Estado y sociedad planteó el problema de cómo se conectaban ambas entre sí. Al tratar de responder a ese problema, la idea de nación adquirió entonces una importancia notable. (…) De este modo, la sociedad dejó de ser considerada como un grupo fragmentado de intereses privados, unidos sólo por el Estado, y fue vista más bien como una unidad, cuya esencia se expresaba en el concepto de nación y que, en consecuencia, debía configurar el Estado» (Breuilly, J 990, págs. 58 y SS.).
2. La modernización social: Como explica Ernest Gellner en sus ya clásicos estudios del nacionalismo, la industrialización y el nuevo orden socioeconómico constituyen el contexto de la formación nacional en Europa. Una sociedad industrial exige una lengua, una cultura, un derecho comunes dentro de sus unidades nucleares de mercado y aporta las tecnologías para crear una red de comunicación nacional homogeneizadora. Mientras la «intelligentsia» se convierte en el grupo pionero de los movimientos nacionalistas, las nuevas clases sociales, sobre todo la pequeña burguesía, aportan la base social para su masificación. En los casos de los movimientos nacionalistas románticos anti-modernistas, los cambios socioeconómicos sirven como ejemplo contrario de negación pero no dejan de ser decisivos. Las nuevas técnicas de comunicación y el surgir de una sociedad civil con asociaciones, fiestas populares, medios de comunicación y transporte, grandes aglomeraciones urbanas, etc., facilita en todos los casos la formación y extensión de movimientos nacionalistas. Benedict Anderson (1993) es el representante más radical de este concepto erigiéndose la imprenta, la prensa y la literatura popular, en condicionante para la creación nacional como «comunidad imaginaria». La revolución de la imprenta invitó a las masas a ingresar en la historia.
Las teorías sobre el nacionalismo parten en su mayoría de un concepto de modernización basada en la distinción de Ferdinand Tönnies entre Gemeinschaft (comunidad) y Gesellschafl (sociedad). El nacionalismo aparece como un proceso de modernización desde la comunidad hacia la sociedad, «la transición de la aldea a la ciudad, del taller a la fábrica, de la sociedad tradicional a la moderna. ( …) A los efectos anónimos de la industrialización se iba a contraponer afirmaciones enfáticas de identidad nacional» (Robertson, 1988, pág. 123 y s.).
3. Vinculado de forma inmediata a la modernización social, el capitalismo con su lógica de crear mercados de creciente extensión territorial, derribando las fronteras arancelarias, fue un empujón decisivo para la formación nacional. El mercado y la economía nacional sirvieron de motor para el Estado nacional moderno.
4. La movilización política de la sociedad: Este factor, íntimamente relacionado con los tres anteriores, pone el concepto de la soberanía popular de la nación, e induce a la participación de todos los ciudadanos en la política nacional. Este contenido esencial de las revoluciones burguesas y de la Ilustración llevo directamente a los conceptos de la nación como pueblo político, la otra cara de la pérdida de vitalidad de las sociedades tradicionales.
5. Guerras: Como sabía bien el gran teórico de la guerra Carl von Clausewitz, la guerra moderna ha vuelto a convertirse «en el asunto de todo el pueblo» (Hall, 1993, pág. 92) y juega un papel central en la creación de una identidad nacional apoyándose en la construcción de enemigos exteriores comunes. Las guerras de unificación alemana llevadas a cabo por Prusia contra Dinamarca, Austria y Francia no son ninguna excepción e incluso en casos extra-europeos corno el de los EE.UU. la guerra contra Inglaterra y la posterior guerra civil comprueban la importancia de conflictos bélicos para la unificación nacional.
Mientras los factores «políticos» hasta aquí expuestos tienen un impacto inmediato en el fomento de los nacionalismos, otros factores de carácter «cultural» tienen un carácter más ambiguo.
6. La religión: En algunos casos como Polonia, Serbia o Croacia figura en el centro de los nacionalismos mientras en otros como Italia significa más bien una barrera para la unificación nacional. En principio el carácter universalista, no-excluyente de las religiones choca con los nacionalismos pero su capacidad de crear identidades colectivas abstractas está utilizado con mucho éxito en varios casos. La aportación más importante de la religión a los nacionalismos han sido los símbolos, ritos y mitos como la tierra bíblica, el pueblo elegido, etc. Para muchos el nacionalismo es la religión secular de la modernidad sustituyendo la lealtad de los súbditos hacia los representantes de Dios por la lealtad a la nación. La idea del sacrificio está en el lema nacional de «morir por la patria» o «todo por la patria» que en realidad significa siempre «matar por la nación». La nación sustituye la religión «como entidad sacra anterior a nosotros en la historia y posterior a nuestra muerte. Es la tierra prometida, el edén común, merecedora del sacrificio supremo: dulce et decorum est pro patria mori» (Giner, 1996, pág. 4). La España de la Inquisición representa un caso ejemplar de la instrumentalización de la Iglesia para fines estatales proto-nacionales imponiendo la unidad entre religión y Estado, mientras en Alemania la «lucha cultural» entre protestantismo y catolicismo contribuyó a la «solución pequeña» de una Alemania prusiana excluyendo Austria.
7. El idioma: La homogeneización lingüística en forma de la imposición de un dialecto sobre todos los demás o la creación de una nueva lengua artificial es un factor muy limitado a pequeñas elites hasta el establecimiento de sistemas escolares nacionales. Los idiomas tradicionales eran sistemas de comunicación internacionales para el clero y la aristocracia como el latín, mientras el pueblo hablaba una variedad infinita de dialectos locales. A partir del auge del nacionalismo romántico a mediados del siglo XIX, este factor ocupa un lugar más importante en algunos movimientos nacionalistas.
Otros factores culturales como la «etnicidad», tradiciones, etc., son igualmente, como los factores racistas (la descendencia, la sangre común, etc.), puros inventos de los nacionalistas. Desde luego, ninguno de estos factores y ninguna combinación lleva automáticamente a la nación. Para entender su fuerza relativa y las características de los nacionalismos hay que detenerse con más detalle en los procesos históricos de formación nacional.
La formación de las naciones
Existe una interesante característica historiográfica del nacionalismo: La formación nacional es el ámbito donde la influencia de los historiadores ha sido mayor que en cualquier otro ámbito social. «En cierto sentido son los historiadores los que crean las naciones» (Lodovici, 1992, pág. 191). En muchos casos, los historiadores (Geofrrey de Monmouth ya en el siglo x11 en Inglaterra, von Treitschke en Prusia, Cesare Balbo en la Italia del Risorgimento, Jules Michelet en Francia, Frantisek Palacky en Bohemia/Chequia, Joachim Lelewel en Polonia) o los estudiosos de historia se convirtieron en intelectuales orgánicos de los movimientos nacionalistas aportando una base esencial de su ideología: la invención de una historia nacional para fomentar una memoria colectiva. Muy escasas veces, los historiadores ocupan un papel tan central en la historia real. Para eso, estos historiadores tenían que olvidar su rigor científico y convertirse en autores y propagandistas de ciencia ficción. Los historiadores del nacionalismo reinventaron un mundo nuevo de derechos históricos, tierras prometidas, etnias eternas, leyendas heroicas, etc., una nueva materia prima para la construcción de una memoria colectiva. Por eso dijo Hobsbawm (1991, pág. 20): «Ningún historiador serio de las naciones y el nacionalismo puede ser un nacionalista político comprometido.» Hasta la actualidad los historiadores nacionalistas han tenido que inventar unos pasados nacionalistas para justificar los crímenes y masacres del presente.
«La Historia es el producto más peligroso que la química intelectual haya inventado. Suscita sueños, embriaga a los pueblos, les hace engendrar recuerdos falsos, exagera los reflejos, alimenta viejas heridas, los atormenta durante el reposo, los lleva al delirio de grandezas o al de la persecución y hace que las naciones se agrien y se vuelvan insoportables y vanas.» (Paul Valery, cita en Forné, 1995, pág. 19).
En cualquier caso empírico nos encontramos con una combinación específica de factores subjetivos y objetivos. Esta configuración nacional es el resultado de un proceso de nacionalización, de luchas para imponer un carácter nacional a la población de un territorio y de las actitudes y resistencias o rechazos a esto. La afirmación de Riquer (1990, pág. 124) de que «historiar España implica dedicarse sobre todo al estudio de las representaciones mentales de algunos políticos e intelectuales y no al análisis de una realidad histórica» no es ninguna peculiaridad sino algo válido para cualquier nación. Cualquier intento serio, en consecuencia, de entender y analizar la nación pasa por la reconstrucción de la formación nacional como proceso contingente sin ninguna esencia o idea por detrás. Juan Pablo Fusi (1990, pág. 132), basándose en algunos de los teóricos fundamentales del nacionalismo actual, resume los elementos «de un largo proceso de asimilación e integración nacionales»:
«La creación de un mercado nacional, la urbanización del país, la creación de un sistema nacional de educación, la expansión de los medios de comunicación de masas, la aparición de una opinión pública, y la progresiva socialización de la política.»
Cabe preguntarse por qué se le escapó uno de los más fundamentales: la violen cia represiva del Estado con el papel de los cuarteles como factor disciplinario y homogeneizador a través del cumplimiento del servicio militar.
La historia de las naciones modernas es muy reciente aunque se divida muy pronto en épocas claramente diferenciadas. «Al principio estaban los Estados, no las naciones» (Puhle, 1994, pág. 14). El liberador de Polonia, coronel Pilsudski, dice acertadamente: «Es el Estado el que hace la nación y no la nación al Estado» (cita en Hobsbawm, 1991, pág. 53).
La primera fase parte de Estados absolutistas claramente establecidos como en Inglaterra y Francia. Las reformas británicas, producto de las rebeliones del siglo XVII, y la Revolución Francesa crearon las condiciones políticas y mentales para la posterior formación nacional. Pero la idea nacional de la Revolución Francesa no fue un Estado de los franceses, descendentes de los francos (una pequeña minoría de la población como todos los demás grupos étnicos), sino el «citoyen», el ciudadano participante en la voluntad general y representado en el parlamento, independientemente de su origen étnico. La idea étnica de la nación como una realidad orgánica natural surgió después; p. ej. en el movimiento nacionalista alemán donde aparece como reacción antirrevolucionaria, o como la inyección posterior de la etnicidad al nacionalismo en el caso francés.
La formación política de la nación moderna tiene su ejemplo paradigmático en la Revolución Francesa. La nación como encamación de la voluntad general, como orden político basado en la solidaridad voluntaria de los ciudadanos, exigía la libertad individual como primer elemento revolucionario. Los derechos humanos y civiles y la igualdad de todos los ciudadanos aparecen como condición prioritaria para la realización nacional. La otra cara de la moneda era la represión brutal de todas las organizaciones corporativas y tendencias regionalistas y localistas. El segundo elemento revolucionario radica en la masificación de la política con las elecciones generales en el centro. La política deja de ser un ejercicio exclusivo de las elites privilegiadas. Cualquier política se ve obligada a legitimarse como una aportación al bienestar nacional por encima de los intereses particulares, y los políticos tienen que presentarse como representantes nacionales. Un ejemplo ilustrativo son las «naciones de clase» (Lepsius, 1982), los inventos de las naciones socialistas en los países de órbita soviética. Junto al segundo hay que destacar el tercer elemento revolucionario de la idea nacional de la Revolución Francesa, la movilización de masas a favor de objetivos nacionales de carácter general o estatal con la movilización popular para la guerra como ejemplo más significativo [3]. Esta triple tendencia revolucionaria de la individualización y civilización, de la masificación de la política y de la movilización nacional a favor de objetivos generales marca la historia a partir de la Revolución Francesa.
Desde su comienzo, la violencia estatal fue el instrumento clave de la transformación de los pueblos en naciones. La escolarización obligatoria con el francés como único idioma oficial acompañada por una represión brutal de todas las lenguas habladas fue una de las medidas, otras eran los cuarteles (auténticas «escuelas de la nación»), la invención de tradiciones (Hobsbawm) como himnos, banderas, fiestas, folclore, etc., todas dirigidas a erradicar las culturas y tradiciones de los pueblos existentes. Al contrario de lo sostenido por las ideologías nacionalistas, ni la lengua ni la cultura ni la historia común existían al comienzo de la nación sino en un Estado que introdujo e impuso una lengua, cultura e historia nacionales mediante su nuevo monopolio de violencia central destruyendo las culturas existentes y falsificando la historia real e inventando una ficción nacional.
La movilización de la población y la expansión del Estado son los dos procesos complementarios de los nacionalismos dirigidos por los Estados. Grandes ejércitos permanentes sustituyen a las tropas de mercenarios y filibusteros, los gobiernos concentran recursos mediante la hacienda, sistemas de impuestos, educación pública, el control de la población por una burocracia administrativa (empadronamiento, visados, pasaportes, registros) y sistemas judiciales en vez de los gobiernos indirectos por terratenientes, clérigos y autoridades locales (cfr. Tilly, 1993). Posteriormente, los Estados crean símbolos, muscos, arte, fiestas y deportes nacionales, un proceso de estatalización de la sociedad que llega hasta nuestros días. La movilización anti-napoleónica de Prusia después de la derrota traumática de Jena y Auerstedt en 1806 es el primer gran ejemplo de la formación nacional autoritaria contrarrevolucionaria. La educación nacional del pueblo mediante asociaciones culturales, grupos de gimnasia, de tiradores, de cazadores, símbolos inventados de un pasado heroico, etcétera, debería preparar al pueblo para la primera guerra nacional después del fracaso del ejército profesional contra el pueblo francés en armas. La nación alemana se formó mediante la espada (Clausewitz), la unidad de «sangre e hierro» (Bismarck), una posibilidad tanto más real cuanto que las guerrillas españolas de 1808 sirvieron como primer ejemplo de cómo un pueblo podía ganar a la Francia napoleónica.
Estas prácticas estatales de la politización y articulación de la vida social se exportan en nuestro siglo al resto del mundo «subdesarrollado» lo que explica el auge del nacionalismo en estas sociedades a pesar de no contar con ninguno de sus requisitos «proto-nacionalistas» y la imposibilidad de organizar el territorio según criterios nacionalistas. Las guerras civiles se convierten en una historia interminable en estas condiciones en las que el desarrollo económico y social impide la estructuración social en unidades superiores a los grupos gremiales o a la comunidad.
La creación de poblaciones mono-étnicas, mono-lingüísticas y mono-culturales como contenido esencial de todos los Estados nacionales a partir de mediados del siglo x,x sólo se puede conseguir por cuatro tipos de política (cfr. Hobsbawm, 1994, pág. 43): la asimilación forzada mediante la coerción estatal, la expulsión masiva de grandes poblaciones (limpieza étnica), el genocidio, o las políticas de «apartheid»; las que convierten a todos los que no forman parte del grupo dominante en extranjeros o ciudadanos de segunda clase. La formación de las naciones fue un proceso destructor sin parangón de culturas, lenguas y tradiciones populares.
La imposición de los idiomas nacionales es un buen ejemplo de violencia en la homogeneización nacional. Ni un 10 por 100 de la población francesa hablaba francés o entendía las declaraciones revolucionarias, y el primer parlamento italiano de Torino (1860) hablaba francés porque ni un 3 por 100 de la Italia del Risorgimiento hablaba el dialecto de la Toscana, que posteriormente se convirtió en el italiano. Cuando Nicolás Maquiavelo, en su famoso capítulo 26 de El Príncipe, en 1513 había llamado a la liberación nacional de Italia frente a los bárbaros, nadie entendía todavía lo que era Italia. La férrea disciplina de los cuarteles y escuelas tardaría aún generaciones en matar las lenguas populares e imponer un solo dialecto como lengua nacional, un proceso que duró en todos los casos hasta el siglo XX, realizando de esta forma lo que Antonio de Nebrija ya había procurado con su primera gramática castellana: hacer del idioma un arma del imperio.
Con posterioridad al período de la formación nacional impulsada por la Revolución Francesa, una segunda fase se caracterizaría por una doble vertiente: Por un lado la transformación de los nacionalismos en fuentes de legitimidad de los Estados en manos de la derecha política; por otro lado el surgir de un nuevo tipo de nacionalismos en contra de los grandes imperios multinacionales austro-húngaro, ruso y otomano. A partir de 1830, los habsburgos toleraban ciertas actividades culturales, siguiendo con la represión de cualquier actividad política opositora. Mientras la primera fase reconocía solamente naciones grandes, basadas en principios universalistas como los derechos humanos y la soberanía de los ciudadanos, ahora empiezan a surgir nacionalismos cada vez más pequeños y excluyentes que se convierten en una amenaza mortal para los grandes imperios del centro y este de Europa.
Las fuerzas dominantes habían aprendido de los movimientos revolucionarios las técnicas de movilización popular. La oposición social, protagonizada por la clase obrera, había que excluirla tachándola de «traidora a la patria» o incorporándola en la comunidad nacional mediante el paternalismo social. Esta clase obrera había surgido como un fuerte enemigo del nacionalismo en el poder. Así, la socialdemocracia austriaca intentó en mayo de 1868 salvar el Imperio Austro-Húngaro frente a las tendencias secesionistas de los movimientos nacionalistas, considerando los grandes imperios multinacionales como el mejor terreno para la lucha de clases, dirigiendo un «manifiesto al pueblo trabajador en Austria», redactado en alemán, checo, polaco, rumano, italiano y húngaro:
«La época de las secesiones nacionalistas ha pasado. El principio nacional, hoy día, sólo queda en la agenda de los reaccionarios. (…) El mercado laboral no reconoce fronteras nacionales! el comercio mundial pasa por encima de las fronteras lingüísticas. Al capital dominante en todos los sitios no preocupa la descendencia» (cita en Alter, 1985, pág. 93).
Dos años más tarde el periódico La Solidaridad (1870) manifestaba:
«La idea de patria es una idea mezquina, indigna de la noble inteligencia de la clase trabajadora. ¡La Patria! La Patria del obrero es el taller; el taller de los hijos del trabajo es el mundo entero» (cita en Vilar, 1984, pág. 11).
Al mismo tiempo, sin embargo, el académico suizo Johann Caspar Buntschli (1879, pág. 89 y ss.) proclamó el principio moderno de la nacionalidad que marcaría las políticas nacionales hasta nuestros días:
«Cada nación tiene la vocación y el derecho para formar un Estado. La nación es el dispositivo natural y cultural hacia el pueblo político. (…) Del mismo modo que la humanidad está dividida en un número determinado de naciones, así también el mundo debería estar dividido en un número igual de Estados.»
Este principio de la nación significó la ruptura con las ideas que habían marcado los revolucionarios y humanistas hasta entonces. De hecho no sólo en Francia, sino también en Italia el filósofo nacionalista Guiseppe Mazzini y los revolucionarios del 1848/49 en Alemania habían pensado en la nación como un pacto voluntario basado en valores universales, en una idea de la república universal.
A este periodo de cambios cualitativos siguió una tercera fase a finales del siglo XIX, que culmina con la victoria del principio nacionalista en la I Guerra Mundial y que se caracterizaría por el giro final hacia la derecha política y la radicalización de las ideologías nacionalistas, preparando el terreno para los ultra-nacionalismos fascistas, y la pérdida del carácter universal y emancipador. Xenofobia, racismo, irracionalismo y, en los casos de Francia, Austria y Alemania, un antisemitismo político, forman parte integral de los nacionalismos de esta época. «Tú no eres nada, tu pueblo es todo», apuntó el fundador de la Action Fracaise Charles Maurras (1898) ejemplarizando este principio totalizador del nacionalismo de fin de siécle. Los enemigos ya no son primordialmente los regímenes antiguos, sino los movimientos internacionalistas del liberalismo burgués y del socialismo proletario. Gran parte de la burguesía, particularmente después de los fracasos revolucionarios del 1848/49, formó nuevas alianzas reaccionarias, proteccionistas y nacionalistas con la aristocracia y el clero tradicional en búsqueda del mantenimiento del poder frente a los cambios de la modernidad.
Mientras la Europa occidental vivía esta derechización del nacionalismo, el derrumbe de los grandes imperios orientales dio paso al surgimiento de un número creciente de pequeñas naciones en búsqueda de un Estado propio. Estas naciones siguieron un proceso diferente de formación nacional, dirigido no por el Estado sino contra el Estado imperial creando primero identidades culturales colectivas. En esta tercera fase no sólo se nacionaliza la política sino la sociedad entera, la cultura, el deporte los medios de comunicación, todos los símbolos se convierten en elementos de la nacionalidad.
Con la victoria del principio de «autodeterminación nacional», proclamado por el presidente de EE.UU. Woodrow Wilson a final de la I Guerra Mundial, siguiendo la idea de Buntschli, y el derrumbe de las utopías y movimientos internacionalistas, la legitimidad política pasa definitivamente desde principios universalistas democráticos hacia la nación. La idea de identidad entre las fronteras culturales, étnicas y lingüísticas con las fronteras estatales sirve desde entonces como movilizador de enfrentamientos bélicos en todo el mundo.
La idea absurda de una nación va a causar mucha más sangre todavía y, desde su subida al trono político de la modernidad, se ha multiplicado el número de Estados. Pero, con todo, el empeño sangriento no se va a acercar nunca al ideal de
«a cada nación un Estado» para garantizar el derecho de «auto-determinación» de hecho, existen al menos 3.000 idiomas y más de un millar de categorías étnicas, muchas de ellas muy dispersas en varios Estados en el mundo. El principio nacionalista, por otra parte, también determinó el proceso descolonizador, dado que la nación se había convertido en un principio mundial de orden internacional. El mundo actual se mueve alrededor de procesos de formación nacional, la mayoría de ellos destinados al fracaso y todos pendientes de su fuerza militar y política. Un ejemplo clarificador expone lmmanuel Wallerstein:
«¿Existe una nación saharaui? Si se le pregunta al movimiento de liberación nacional, al Frente Polisario, dirá que sí, y añadirá que lo es desde hace mil años. Si se le pregunta a los marroquíes, nunca ha existido una nación saharaui, y la gente que vive en la antigua colonia del Sahara español siempre formó parte de la nación marroquí. ¿Cómo podemos resolver intelectualmente esta diferencia? La respuesta es que no hay solución. Sí en el año 2000, o tal vez 2020, el Polisario vence en la guerra en curso, habrá existido una nación saharaui; si vence Marruecos, no habrá existido» (Wallerstein en Wallcrstcin/Balibar, 1991, pág. 127 y ss.)
Conclusiones
El asesor del canciller austriaco Mettemich, arquitecto de la Santa Alianza de Viena (1815), Friedrich von Gentz, escribió en 1819 que una victoria del nacionalismo en Europa dejaría un desierto salvaje de ruinas sangrientas como única herencia para nuestra descendencia (cfr. Schulze, 1994, pág. 210). Frente al panorama actual en el centro y este de Europa su visión de principios del siglo XIX mantiene cierta actualidad para el comienzo del siglo XXI. Allí donde los valores democráticos y civiles universalistas perdieron o no consiguieron nunca la suficiente fuerza para circunscribir el nacionalismo se ha establecido el principio del poder militar con el arma ideológica del nacionalismo étnico.
En el mundo actual existen unas 250 minorías bajo amenaza y se habla unas 8.000 lenguas. Si la formación de unidades nacionales fuera la solución, el reducir este número hasta el establecimiento de un sistema internacional de estados-naciones sería una solución muy sangrienta y darwiana. En ningún caso un pueblo grande tiene una historia nacional, una considerable antigüedad o una continuidad histórica u homogeneidad étnica. En estas circunstancias la nación es un invento tan absurdo como de gran trascendencia histórica.
Utilizando el concepto clásico marxiano de reificación (o cosificación), la nación empieza en todos los casos empíricos como un movimiento social revolucionario o contrarrevolucionario para cambiar o reestabilizar el orden social existente. Al principio es un proyecto diseñado por un pequeño grupo de intelectuales. En unas condiciones sociales favorables, este proyecto se convierte en una idea orientativa de un grupo más amplio con capacidad de liderazgo cultural-político hasta extenderse en un movimiento de masas. Este movimiento puede estar dirigido por un Estado o contra un Estado existente. Durante este proceso el proyecto inicial se cosifica en una serie de instituciones e ideas esenciales. El proceso de formación histórica desaparece en la conciencia de los implicados para convertirse en algo «objetivo», eterno. La nacionalización de la sociedad resulta, una vez cantada la victoria sobre el enemigo (cultural, social, político, interno o externo) como proceso culminador y contenido continuo de esta forma de dominación. Todos los fenómenos sociales se interpretan como nacionales; las instituciones, valores, fuentes de legitimidad, símbolos, productos económicos u obras culturales; no hay apenas nada que se escape del proceso nacionalizador. La unidad nacional funciona como religión civil por encima de cualquier otro objetivo social o político.
La libertad individual de todos los ciudadanos garantizada en la proclamación de los derechos humanos, pone de manifiesto la dialéctica de la revolución burguesa, incapaz de realizar materialmente sus promesas revolucionarias. Los derechos humanos fueron proclamados como derechos individuales y universales contra todo tipo de dominio, como derechos superiores a cualquier intervención estatal en la esfera privada y como recurso contra la represión estatal. En la práctica, la idea de la nación se convierte en un principio de extensión ilimitada del poder absoluto estatal sobre el individuo. Los derechos civiles se ven sistemáticamente subordinados al «interés nacional» con el cual se disfraza la policía, la hacienda o el juez. El factor más importante de desmovilización e incorporación del movimiento obrero a la sociedad burguesa radicó en su calificación como «enemigo de la nación» y, en este sentido, la Primera Guerra Mundial marca el comienzo de su declive y no el comienzo de su época gloriosa, como sostenían los apologistas de la Revolución Rusa.
La nación, en esta perspectiva, es un fenómeno profundamente ambiguo, en la medida en que combina la liberación revolucionaria como realización de la idea de la comunidad de ciudadanos libres e iguales, con una forma moderna del dominio autoritario, excluyente y clasista. Quien no habla, piensa o actúa en concordancia con el proclamado interés nacional se ve privado de cualquier derecho y perseguido por todo un aparato represivo. La invención de una cultura nacional es un proceso de destrucción de la variedad cultural existente.
Todas las definiciones y conceptos que hacen de la nación un sujeto homogéneo con frases como «la nación tiene derecho a…», o «la autodeterminación de la nación» no sólo son pura ideología al construir una entidad imaginaria homogénea y capaz de actuar, sino que además incorporan a personas y grupos en contra de su voluntad en este organismo. Una persona se convierte en ciudadano no por un derecho individual y civil, sino por formar parte del organismo nacional. El intento continuo de ordenar el mundo según este principio absurdo sólo puede llevar a una eterna lucha sangrienta.
La nacionalidad no estaba presente en las culturas y lenguas populares hasta mediados del siglo XIX y constituyó un ingrediente exclusivo de las casas aristócratas dominantes. En la segunda mitad, estas clases dominantes formaron alianzas con capas burguesas y medias contra las fuerzas internacionalistas o cosmopolitas. En esta época los movimientos nacionalistas inventaron la absurda idea nacional según la cual un pueblo renacido se forma en una nación mediante una guerra, matando, expulsando, sometiendo o asimilando a la población «ajena» para, finalmente, llegar a su estado «natural» o «normal» de un estado-nación étnicamente homogéneo. Esta leyenda nacionalista que hasta hoy obsesiona a muchas cabezas en todo el mundo sirve como legitimación para masacres, torturas y los crímenes más brutales contra la humanidad tanto por parte de los Estados como por parte de sus adversarios (cfr. Lodovico, 1992).
Durante el siglo XIX, para muchos el siglo del nacionalismo, no existía ningún Estado, que cumpliese, ni siquiera hasta cierto punto, los requisitos de un Estado nacional homogéneo. Este siglo, sin embargo, vivió el auge del nacionalismo como una ideología de las clases medias y un pacto implícito entre las viejas y nuevas elites contra la amenaza del internacionalismo proletario. Con la victoria del nacionalismo sobre el internacionalismo en 1914-18 empezó su exportación masiva al este y sureste de Europa y al resto del mundo. A partir de entonces, en ninguna parte existen posibilidades de establecer fronteras nacionales y todos los propagandistas de la auto-determinación nacional son defensores de guerras sangrientas y limpiezas étnicas eternas. La «autodeterminación» y la «nación» son hermanos bíblicos donde uno mata al otro; esperamos que sea un día la auto-determinación que mate a la nación. Dos filósofos alemanes en su intento de superar la tremenda experiencia nazi y aprender algo de la historia real en contra de las historias inventadas llegan a las siguientes conclusiones:
«La idea del estado-nación es, hoy día, la gran desgracia de Europa y de todos los continentes. Mientras esta idea representa hoy la fuerza destructiva omnipotente en el mundo, nosotros podríamos empezar por analizarla y superarla desde sus raíces» (Karl Jaspers: Libertad y reunificación: sobre las tareas de la política alemana, Münich, 1960, pág. 53).
«Lo verdadero y mejor en cualquier pueblo es más bien lo que no se inserta en el sujeto colectivo e incluso se resista a ello» (Theodor W. Adorno: «Sobre la pregunta: ¿Qué es lo alemán?», Obras, vol. 10.2, pág. 691).
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