Salvador Bernal
Confieso mi nostalgia ante la OIT, porque mi primer estudio académico, publicado en la revista jurídica de la universidad de Zaragoza a mediados de los sesenta, versó sobre los convenios internacionales relativos a la libertad sindical: se trataba de un esfuerzo intelectual, obviamente, de futuro. Esos convenios no se aplicaban en España. Como sucede también hoy, y no sólo aquí, con acuerdos y convenciones en espera de aplicación, especialmente en países del tercer mundo, que se aprovechan del llamado dumping social.
Ciertamente, los grandes principios y declaraciones exigen no sólo ratificación jurídica, sino tiempo para que calen en la sociedad civil. Algo semejante puede suceder, en ambientes cristianos, con la doctrina social de la Iglesia. Por eso, me permito aconsejar la lectura del texto del videomensaje enviado por el papa a los participantes en la sesión de la Conferencia Internacional del Trabajo, que este año se celebra de forma virtual. Destacaré algunos puntos.
La experiencia de los problemas causados por la pandemia, que ha destruido muchos puestos de trabajo, debería animarnos a refundar el trabajo desde principios sólidos, para que sea “verdadera y esencialmente humano”, como “componente esencial de nuestro cuidado de la sociedad y de la creación”.
Se impone superar planteamientos basados en la mera eficiencia tecnocrática, en la competitividad económica y el consumismo, en los nacionalismos -“la pandemia nos ha recordado que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren”-; acaban despreciando –discriminando- a ese amplio sector constituido por los desechos del sistema: las diversas formas de vulnerabilidad social.
La doctrina social de la Iglesia tiene dos ejes vertebradores: la primacía de la persona y el bien común. El trabajo del futuro exige “servir y cuidar el bien común y garantizar la participación de todos en este empeño”. Nadie debería quedar fuera del diálogo, para “construir, consolidar la paz y la confianza entre todos”. “Y una de las características del verdadero diálogo es que quienes dialogan estén en el mismo nivel de derechos y deberes”.
El papa recuerda el riesgo de un virus peor que el covid: la indiferencia egoísta. Por eso insiste en la necesidad de “garantizar que todos obtengan la protección que necesitan según sus vulnerabilidades: enfermedad, edad, discapacidades, desplazamiento, marginación o dependencia”. Los sistemas de protección social deben “asegurar el acceso a los servicios sanitarios, a la alimentación y a las necesidades humanas básicas”.
Muchos temen, y no sin razón, los inconvenientes derivados de un ordenamiento jurídico, como el laboral, en ocasiones excesivamente tuitivo e intervencionista. Pero la “desregulación” no es una panacea. Al contrario, “la Santa Sede apoya una regulación uniforme aplicable al trabajo en todos sus diferentes aspectos, como garantía para los trabajadores”. Estas normas jurídicas “deben ser orientadas hacia la expansión del empleo, el trabajo decente y los derechos y deberes de la persona humana. Todos ellos son medios necesarios para su bienestar, para el desarrollo humano integral y para el bien común”. En cualquier caso, es muy necesario que la protección y asistencia social llegue también “a la economía informal y preste especial atención a las necesidades particulares de las mujeres y de las niñas”.
Por otra parte, “si el trabajo es una relación, tiene que incorporar la dimensión del cuidado”. Contribuye así “a la restauración de la plena dignidad humana”, “a asegurar un futuro sostenible a las generaciones futuras”. En la empresa todos han de sentir la preocupación por cuidar de los demás, en aplicación práctica de “una cultura de la solidaridad, para contrastar con la cultura del descarte”. Especial responsabilidad corresponde a los empresarios, a quienes Francisco recuerda su vocación de producir riqueza al servicio de todos, para mejorar así el mundo.
Finalmente, en una sede como la OIT, el papa se dirige a los líderes sindicales, que se enfrenta también hoy con “desafíos trascendentales”. Con palabras entrañables, alude al aspecto “profético” de su tarea, que expresa el perfil de la sociedad y da voz a quienes no la tienen (aun con el riesgo de corromperse y convertirse en pseudopatronos distanciados del pueblo). También, como centinelas, “deben vigilar los muros de la ciudad del trabajo, como un guardia que vigila y protege a los que están dentro de la ciudad del trabajo, pero que también vigila y protege a los que están fuera de los muros”. Por esto, han de ocuparse también de “los que todavía no tienen derechos, a los que están excluidos del trabajo y que también están excluidos de los derechos y de la democracia”.