Por Homar Garcés:
El modelo de Estado burgués liberal (extendido sin mucha variación a todos los continentes) constituye un Leviatán burocrático que induce a ciudadanos y ciudadanas a una obediencia conformista y, en muchos aspectos, acrítica. Siendo ello un hecho comprobado, la aceptación del contexto social general creado por la lógica del capitalismo que sustenta este modelo de Estado ha implicado la renuncia tácita a la libertad de quienes experimentan dicha lógica a diario, por lo cual toda rebeldía ante la misma resulta inaceptable y, por demás, peligrosa para sus principales beneficiarios, si no es contenida desde su inicio.
Es una situación que no deja de repetirse. El flujo y reflujo del conflicto existente desde hace siglos entre la libertad y la autoridad ha tenido por efecto absurdo que la política de la sinrazón y el consenso servil impuestos por las clases dominantes sean unos rasgos característicos del nuevo siglo, lo que comenzó como una excentricidad y una reacción frente al ineficiente y corrupto desempeño de algunos gobiernos a nivel mundial. El ejemplo de ello ya no se limita a lo que es Estados Unidos o Brasil, viéndose en grados más o menos similares en otras latitudes, dando espacio a expresiones de absoluta intolerancia que niegan el talante democrático de quienes las reproducen sin siquiera en lo mínimo posible las graves consecuencias que esto tendría para la sociedad en que viven.
En este caso, como se ha comprobado a través de la historia común de la humanidad, la utilidad de los rebeldes vuelve a ponerse de manifiesto de dos maneras. Por una parte, sirve para reforzar el miedo a la novedad de las masas inculcado por quienes las controlan en beneficio de sus particulares intereses de clase, haciéndoles ver que las cosas sólo pueden funcionar de la forma como han funcionado siempre, sin alteración alguna. Por otra, al ser anatematizado cuanto rasgo de rebeldía que pueda aflorar en cualquier momento (siendo perseguidos, encarcelados y, en el peor escenario, asesinados sus promotores), se le señala a los sectores populares cuál sería su destino de continuar insistentemente con ello.
Para aquellos que representan el poder constituido toda utopía alternativa es una amenaza que suelen destruir por todos los medios a su alcance, apelando, en una primera instancia, a la manipulación de la conciencia de las masas, al llamado sentido común que no es otra cosa que el pensamiento dócil y conservador que legitima la hegemonía de la minoría corporativa dominante.
De este modo, se degrada todo asomo de rebeldía y de revolución a un trastorno y, por tanto, a una situación que alteraría perjudicialmente el «orden natural» que todos debieran respetar, en beneficio de todos. Por tal motivo, la subjetividad subversiva implícita en cada acción rebelde tendría que expresarse en una tenaz lucha de resistencia integral que consolide la posibilidad real de un nuevo orden civilizatorio, en el cual la vida en general sea el principal centro de atención y no, como hasta ahora, los grandes capitales transnacionales.
Sería darle un vuelco radical a lo que han sido tradicionalmente las relaciones de poder, erradicando así las divisiones y las desigualdades padecidas por las mayorías populares, y un sentido práctico a la rebeldía que éstas manifiestan toda vez y de forma diversa contra las acciones de un orden injusto que las niega y las excluye.
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