Es Londres, no Londonistán

 

Londres, la capital de Inglaterra y sede de la City, el principal centro de la industria financiera internacional (sólo la City genera el 25% del PBI del Reino Unido). Además de ser considerada por las revistas de servicios financieros como la mayor economía metropolitana del mundo (cientos de miles de empresas privadas extranjeras tienen aquí su sede), Londres es también considerada por expertos en criminalística ─como el italiano Roberto Saviano— como el mayor lavadero mundial de dinero sucio.

Precisamente en esta ciudad donde la plutocracia mundial se ha asentado, sus habitantes, a la hora de elegir de alcalde entre Zac Goldsmith, uno de cuyos méritos es ser el hijo de un multimillonario de ascendencia judía, o Sadiq Khan, abogado y musulmán confeso, cuyo linaje proviene de un barrio pobre de inmigrantes paquistaníes en el sur de Londres, donde la única fortuna familiar consistía en tener como padre a un chófer de autobús y como madre a una costurera, eligieron a éste último alegre y holgadamente.

Y es que no todo es negocio y oropel en esta ciudad. Londres no sólo es litle Moscú, como dicen los oligarcas rusos; ni la segunda capital de Francia, como aducen los inversionistas franceses. Londres es también un gran tapiz cultural y social donde cada raza, religión y país del mundo ha dejado su propia marca. Su inacabable variedad de matices culinarios, la polifonía lingüística que se escucha en sus calles y en sus medios de transporte público, hacen que esta ciudad tenga la mayor diversidad étnica del mundo.

Y en esta diversidad no sólo han proliferado las grandes fortunas sino también las enormes desigualdades. Existen barrios con las viviendas más caras del mundo, pero que están deshabitadas, pues para sus dueños en ultramar sólo representan inversiones menos volátiles que sus acciones en bolsa. Existen barrios y comunidades que ejercen una férrea resistencia a la Gentrification, un proceso promovido por inversionistas y agentes inmobiliarios que empuja a la población de bajos recursos —mayormente de descendencia africana y asiática─ fuera de de las áreas centrales de Londres para modificar su arquitectura, elevando así el precio de la vivienda, para luego ser repoblados por nuevos dueños e inquilinos pudientes, mayormente blancos.

Junto a la élite salarial creada por la industria de los servicios financieros e inmobiliarios sobrevive, al pie de la pirámide, la mano de obra barata, el primer y mejor insumo subsidiado del que gozan las grandes corporaciones que han instaurado en Londres el reino de la flexibilidad laboral, con contratos de trabajo basura, sin jornada definida, que si bien no sirven para sacar al trabajador de la pobreza, sí le sirven al Gobierno para jugar la danza numérica de cómo se pueden crear incesantemente nuevos puestos de trabajo sin haber incrementado el número de trabajadores, ni menos haber creado siquiera un modesto bienestar.

Vista de fuera, la victoria de un modesto candidato musulmán a la alcaldía de Londres llama ciertamente la atención. No tanto por su confesión religiosa, sino porque desde el 11 de septiembre de 2001 la prensa occidental huérfana del gran coco del comunismo internacional ─desvanecido tras el colapso de la Unión Soviética─ encontró un nuevo fantasma: el islamismo. Agitando este fantasma como una moneda que en una cara tiene la religión y en la otra el terrorismo, han conseguido legitimar y reactivar así su industria bélica y minimizar la vigencia del Derecho Internacional y el respeto a los Derechos Humanos en el mundo.

Así como en la segunda mitad del siglo XX los macartistas norteamericanos sufrían pesadillas viendo cómo el mapamundi se iba tornando rojo por el “avance” del comunismo frente al mundo libre, los macartistas de hoy sueñan con que un día Europa amanecerá convertida en Eurabia; que sobre sus catedrales se construirán mezquitas y Londres se convertirá en Londonistán.

Un macartista de aquellos, hoy redivivo, Donald Trump, apelando a esa magnífica dotación de recursos y hechos que le provee la ficción y los prejuicios, denunció hace meses que la policía londinense vivía aterrada frente a la población musulmana. Perorata que fue desmentida oportuna y tajantemente por la policía de Londres. El Trump de ahora no se diferencia de los de antaño. En los años 60, Enoch Powell, un político conservador inglés, avizoraba la “abominación” que algún día sufriría la población anglosajona, cuando la mano que blandiese el látigo no fuese la del blanco sobre la espalda del negro, sino al revés.

La victoria de Sadiq Khan, independientemente de su confesión religiosa y su militancia política (laborista), es una derrota de los medios de comunicación y la casta que lidera la política de austeridad en Inglaterra. Quisieron meter la iglesia y el miedo en las urnas y les salió la calle. Los que viven en sus guetos de puridad racial y económica desconocen que no hay nada más que acerque al ecumenismo y la tolerancia racial, lingüística y religiosa que la convivencia en la diversidad, el medio donde se alcanza la universalidad, cuando lo diferente se ha fundido en lo uno.

Quizá lo peor de las castas que gobiernan Europa no sea que tengan a su disposición los medios masivos de comunicación, o que éstos sean sus auténticos amos. Sino que los políticos terminan por creerse lo que dicen los medios. Por eso los periódicos y los medios televisivos no se parecen a sus calles y a sus gentes. En la política tendrá que ocurrir lo que en el fútbol, donde la diversidad racial se parece a lo que ocurre en la calle. Londres ha dado un importante paso haciendo que Vox Populi prime sobre Vox Dei.

(Fuente: Diario Público – España).

 

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