Poner nombre a las cosas es privativo del ser humano en un proceso complejo que requiere una comunicación fuerte en los sentidos y una inteligencia creativa. Intus legere sostienen algunos filólogos como origen de la palabra inte-ligencia: poner nombres a las cosas es conocerlas por dentro, es decir, descubrir su naturaleza con sus cualidades y accidentes. Por ejemplo, gracias a las ideas o conceptos podemos experimentar que conocido un delfín ya están conocidos todos los delfines con distinción entre su naturaleza y los accidentes: tan delfín es un macho como una hembra, uno de tres años como otro de veinte años.
Jugar con las palabras no es resolver crucigramas, un buen pasatiempo instructivo, sino un ejercicio peligroso al que algunos se dedican desde hace tiempo. Si llamo “mariposa” a un “silla” estoy alterando la realidad desde mi mente, me confundo y no puedo dialogar con los demás; por eso el manejo del lenguaje es clave para la madurez personal y para convivir en sociedad.
Algunos ejemplos negativos son: interrupción voluntaria del embarazo; elegir una muerte digna; género en lugar de sexo; derechos de los animales; dieciséis formas de matrimonio; progenitor A y progenitor B; familia monoparental; trabajo fijo discontinuo; inmunidad de rebaño; homofobia, etcétera. Y viene a la mente la denuncia de Orwel en su obra supercitada “1984” pues bajo la protección del Gran Hermano la verdad es la mentira; la libertad es la esclavitud; el amor es el sexo; la guerra es la paz, y tantas otras manipulaciones absurdas.
Juan García.