Este es un artículo de opinión de Eduardo Álvarez Vanegas, investigador doctoral del Centro de estudios comparados sobre guerra civil, Departamento de ciencia política y relaciones internacionales de la Universidad de Sheffield, en Reino Unido.
SHEFFIELD, Reino Unido – La elección de Gustavo Petro y Francia Márquez, el 19 de junio, como los próximos presidente y vicepresidenta significó un terremoto político para Colombia. Independientemente de lo que ocurra con el gobierno de Petro partir de su posesión el 7 de agosto, en el país ya se produjeron cambios importantes.
El primero es que Colombia ha elegido, con la abstención más baja en 24 años, un presidente que combina ideas de izquierda y del liberalismo radical del siglo XX sobre la necesidad de la reforma rural, la justicia social y la desigualdad, más agendas progresistas del siglo XXI conectadas con debates globales sobre transición energética, cambio climático y regulación de las drogas de uso ilícito.
El segundo cambio es que Colombia también ha elegido por primera vez a una mujer negra, quien, si bien es nueva en la escena política tradicional, trae consigo una trayectoria como lideresa ambiental y encarna el sueño de la Constitución Política de 1991, que concibe a Colombia como un país multiétnico y multicultural.
Más allá de este terremoto y de las enormes esperanzas y expectativas que despierta el gobierno electo, el sueño de la paz persiste en Colombia, junto con otros problemas estructurales que fueron protagonistas durante la campaña y que ya deberían haber sido solucionados con o sin conflicto armado, como el problema agrario, la pobreza, desigualdad y corrupción.
Es cierto que el proceso de paz con las FARC-EP ha traído enormes beneficios para la sociedad colombiana. No es algo menor que se haya desactivado más de 90 % de ese grupo guerrillero y se esté avanzando en el conocimiento de las verdades y los dolores que ha dejado la guerra a través de las instituciones de justicia, verdad, reparación y no repetición, a pesar del contexto político tan adverso gracias al gobierno de Iván Duque, quien decidió implementar lo que le vino en gana del Acuerdo de Paz.
Asimismo, la lucha insurgente es un anacronismo que ha quedado sepultado como consecuencia de la elección como presidente de un exguerrillero quien siguió las instituciones electorales para llegar al poder y le apostó a hacer política sin armas.
No obstante, el país ha visto cómo en los últimos 10 años –desde el inicio de las negociaciones de paz entre el Estado y las antiguas FARC-EP en 2012 hasta su firma en 2016 y la actualidad– la violencia ha continuado, se ha reconfigurado e intensificado en muchas regiones.
Esta violencia se refleja en: la persistencia de organizaciones armadas no estatales; el asesinato sistemático de líderes sociales y excombatientes; el aumento del desplazamiento forzado, confinamiento de poblaciones y masacres; la influencia cada vez más notoria del crimen transnacional y sus emisarios; la incapacidad de los dos últimos gobiernos en poner en marcha estrategias unificadas de estabilización y seguridad territorial; unas tensas y hasta rotas relaciones entre sociedad y Estado; y la imposibilidad para reconciliar agendas de seguridad y desarrollo que permitieran el tránsito de millones de colombianos de las economías ilegales a las legales.
En medio de este contexto, el presidente electo Petro ha venido avanzando su gran apuesta de la “paz total.”
Si bien aún no conocemos una propuesta oficial de política pública, a partir de lo que se ha publicado en medios de comunicación y entrevistas, hay al menos cuatro elementos que permiten aventurar algunas interpretaciones sobre el significado de esa “paz total.”
El primero es el sentido que Petro le da a la paz. Petro parece apartarse de la “paz chiquita” o “paz fragmentada”, términos que ha usado para referirse a los acuerdos de paz entre organizaciones armadas no estatales y el Estado colombiano que por lo general terminan en procesos de desarme, desmovilización y reincorporación, pero no en transformaciones estructurales para la sociedad colombiana.
Una excepción es el último acuerdo con las antiguas FARC-EP, firmado en 2016, que desafortunadamente no se ha implementado integralmente para mostrar su potencial transformador.
Al apartarse de esa visión, Petro considera que la “paz total” es una apuesta para la conciliación nacional y la convergencia de diferentes sectores sociales, políticos y económicos que deben devenir en un “Gran Acuerdo Nacional” para impulsar la paz como derecho, de acuerdo con la Constitución de 1991, y que, sí o sí, debe incluir un plan de choque para la implementación del Acuerdo de Paz de 2016 –con sus respectivas revisiones–, reactivar los diálogos con el ELN e impulsar sometimiento a la justicia de otros grupos armados.
Es decir, la desactivación de estos grupos –la sumatoria de “paces chiquitas”– es un elemento que permitirá sentar las condiciones para avanzar en la solución de problemas estructurales.
Otro elemento tiene que ver con el reinicio de los diálogos con el ELN. Petro ha insistido en que se debe hacer eficazmente, con base en la Agenda de Diálogos de Quito de 2017, y frente a lo cual ya hubo buenas señales por parte de los delegados de ese grupo que aún están en Cuba y de la comunidad internacional, cuyos buenos oficios y canales de comunicación nunca cesaron durante el gobierno de Duque.
Sin embargo, el país parece aún no entender que el ELN no quiere recibir un tratamiento de segunda ni que un eventual proceso de paz sea una adenda al proceso con las antiguas FARC-EP. Tampoco parece entenderse un aspecto crucial: la tensión entre diálogos y negociación que obedece a la visión de paz del ELN y al diseño de la agenda de Quito.
Según ésta, mientras que los diálogos se dan entre el Estado y el ELN, la negociación avanzaría con el desarrollo del punto 3 de esa agenda (“transformaciones para la paz”) por medio de la participación de la sociedad civil para tomar decisiones o “propuestas transformadoras” sobre temas estructurales (pobreza, corrupción, medio ambiente, entre otros).
A medida que se implementen estos cambios, el ELN dejaría paulatinamente las armas. ¿Cuántos años tomaría este proceso? ¿Está dispuesto el gobierno electo a un posible desgaste con una organización que jamás ha negociado con el Estado colombiano, salvo diálogos desde los años 90?
Es importante que se replantee la Agenda de Quito para acotar los diálogos, retomar los avances sobre los mecanismos de participación de la sociedad civil que se alcanzaron entre 2017 y 2018, y delimitar los temas de negociación con tiempos más realistas que aguante la sociedad colombiana y afecte lo menos posible la gobernabilidad del presidente electo.
De igual manera, los buenos oficios de la comunidad internacional y la iglesia colombiana deben propender por fortalecer las iniciativas de los acuerdos humanitarios para disminuir la violencia y afectaciones sobre la población civil, y garantizar la participación de la sociedad civil o diálogo amplio.
También se necesita una dosis de realismo político para que que estos diálogos –y ojalá negociación– aterricen a las necesidades regionales con transformaciones para implementar en el corto, mediano y largo plazo, acompañando ceses al fuego sostenidos y verificables.
A ello se suma el momento organizacional por el que atraviesa el ELN y los retos que suponen su injerencia binacional, unidades posiblemente más degradadas, si hay o no unidad de mando y los procesos de toma de decisión interna propios de una organización político-militar que aún no conocemos y muchos análisis incurren en el error de equipararla con las antiguas FARC-EP. Todo lo anterior llevará a decidir si se negocia con toda o parte de la organización.
Un tercer elemento son las medidas relacionadas con las disidencias de las antiguas FARC-EP y con el sometimiento a la justicia de otros grupos como las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC).
Frente a las primeras, este es un fenómeno que lleva seis años de evolución, fragmentado, sin un proyecto común y que se ha convertido en una de las principales fuentes de violencia, por ejemplo, contra excombatientes.
Se ha pensado en que haya una reincorporación de estos grupos al marco del Acuerdo de Paz de 2016. Este llamado a volver al redil quizá sea fantasioso teniendo en cuenta que la ventana de oportunidad que hubo hace unos años ya se cerró.
Además, estos grupos tienen múltiples liderazgos que se retiraron del proceso de paz, al que tildaron de “traición”, hoy en día se enfrentan entre sí y muchos se han reivindicado como los continuadores de las antiguas FARC-EP.
Claramente, estos grupos no serán reconocidos políticamente, ni serán sujetos de una nueva negociación, pero es positivo que el gobierno electo reconozca que este es un problema político que requiere soluciones políticas y jurídicas que trasciendan las cortoplacistas como la captura de cabecillas o minimizarlos a carteles del narcotráfico.
Con respecto a las AGC, he sostenido que el sometimiento no se puede limitar al aparato armado, sino que, ante todo, debe considerar los vínculos de esta con sectores públicos y privados, y que fueron instrumentales en doble vía.
Las AGC recogen muchas trayectorias y legados de la guerra en Colombia. Minimizarlos a un grupo de cabecillas, sin tener en cuenta sus redes, lógicas de tercerización con diferentes actores armados y alcances transnacionales, el país caerá en un nuevo sometimiento o “paz chiquita” sin transformación real alguna.
El presidente electo ha dado puntadas sobre este tema y ha planteado la necesidad de reformar el marco legal para el sometimiento a la justicia y permitir el sometimiento colectivo con garantías para las víctimas y de seguridad para quienes se sometan y develen las verdades que el país debe conocer en clave de aplicación de justicia y de garantías no repetición, en especial, acerca de quienes se han beneficiado de este grupo armado y el paramilitarismo en general. Un reto nada menor.
Finalmente, a estos elementos se suman líneas estratégicas que harían de las “paces chiquitas” una agenda de paz más integral. Son importantes los diálogos que sostendrá con sectores y adversarios políticos que no se limitan a las mayorías legislativas y que podrían impulsar deudas pendientes con el país como las agendas de convivencia, no estigmatización y (re)conciliación.
También está el apoyo al sistema de justicia transicional al que le debe garantizar su independencia y robustez financiera.
Igualmente, está la reforma al sector seguridad, mencionada en las recomendaciones del informe de la Comisión de la Verdad, que deberá recoger las transformaciones que se han venido dando en los últimos 20 años, fortalecer el liderazgo civil, buscar la construcción de confianza entre la sociedad y el Estado (la fuerza pública registra los peores índices de aprobación en su historia) y asumir los pasados abusivos, entre otros aspectos.
De igual manera, se debe impulsar el cambio del paradigma de la seguridad, que debe velar por el control territorial según los tipos de amenazas y basarse en los principios de prevención y protección, así como abandonar las lógicas de estigmatización.
Es claro que el presidente electo ha observado y ha sido crítico de la situación de seguridad, y reconoce la necesidad de una paz no limitada a acuerdos entre organizaciones armadas. Semana tras semana el contexto político se torna más favorable para que su apuesta se lleve a cabo.
Muchos esperamos que Petro sepa sortear los obstáculos y saboteadores –incluidos los que ya lo han buscado para la foto, los que quedarán en su gabinete– y nos deje contemplar la ilusión de una Colombia que puede salir del eterno debate entre paz y guerra.
Este artículo se publicó originalmente en democraciaAbierta.
RV: EG
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