Cuando estoy con mi hijo es fácil darse cuenta de la hermosa inocencia de los niños, esa que por desgracia para la vida en el planeta no tenemos los adultos. Inocencia que se refleja en el constante sonreír, en la tierna mirada, en la ausencia total de maldad y en el permanente deseo de jugar; inocencia infinita que brota de cada poro de la piel de mi pequeño; inocencia que me hace recordar con nostalgia mi propia niñez. Tener la oportunidad de estar con mi hijo y poder jugar con él a las escondidas o a las encestadas, por ejemplo, es tan maravilloso y mágico que hace que valga la pena vivir, sólo para tener la oportunidad de seguir disfrutando de su compañía y de reír a su lado, al menos mientras aún conserva la inocencia.
Obviamente mi hijo crecerá, y casi con total seguridad será influenciado negativamente de alguna manera por tanta porquería que envuelve a la humanidad actual. Y esto hace que me pregunte lo siguiente: ¿Es mucho pedir algo de la inocencia infantil en la interacción social de nuestros días?, ¿permitiremos que la maldad adulta continúe dominando en el mundo, maldad responsable en gran parte de las desgracias sociales y ecológicas que incluso pueden ocasionar la extinción próxima de la especie humana?, ¿Es imposible para la minoría poderosa que controla el orbe y para los millones de imbéciles que se dejan manipular por dicha minoría, rescatar algo de la inocencia que alguna vez tuvieron?
El peor de los panoramas espera a la humanidad entera de no entrar en razón, y no contagiarnos al menos un poquito de la hermosa inocencia de los niños, o no mantener algo de la niñez al llegar a la adultez. El hombre nuevo deberá preservar en alguna medida su inocencia infantil para originar una nueva sociedad, libre de la maldad propia del capitalismo.
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