La pandemia debería producir un giro copernicano en la educación

 

Salvador Bernal

​ Jornada por los afectados de la pandemia.

Sería una pena reducir la actual crisis educativa en el mundo a la cuestión, más o menos instrumental, del empleo de las nuevas tecnologías. No parece discutible su gran aportación práctica en los tiempos más agudos de la expansión del coronavirus. De hecho, sirvió para comprobar el buen uso –no exhaustivo ni excluyente- que venían haciendo de esos recursos los centros educativos de mayor prestigio.

Será necesario siempre aprender y mejorar en la utilización de técnicas que facilitan el trabajo o el estudio o la solución de tantos problemas laborales. Por mi experiencia, he sugerido más de una vez a amigos, profesores de ciencias de la salud, que incluyan algún tipo de programa para que los graduados sepan escribir a máquina con los diez dedos. En el futuro, médicos y enfermeras –y pacientes y acompañantes- ganarían tiempo: podrían dedicar más espacio a ver, oír y charlar con las personas, en vez de luchar con teclas esquivas…

Pero los aspectos prácticos son más bien secundarios. Porque la pandemia ha puesto de relieve la insuficiencia de tantas inquietudes personales en la búsqueda del sentido de la propia vida. Ahí la familia y los maestros resultan insustituibles. No ya para “imponer” una visión de la existencia, sino para conducir un aprendizaje que temple la personalidad, forme el carácter y ayude a conocer y vivir las ineludibles limitaciones del ser humano, dando respuesta a su innata capacidad de preguntar.

Seguramente estará en la Red, pero no lo he encontrado en una somera investigación: recuerdo una muy antigua serie de televisión que –salvo error- era británica y se titulaba El prisionero; el protagonista era un destacado espía que, tras presentar su dimisión, se despertaba en una idílica isla-prisión, rodeado de personas que gozaban de la vida, pero sin libertad, sometidas a un control amable y tecnológicamente exhaustivo. La coordinación correspondía a un ordenador de la época, capaz de resolver todo, excepto la gran pregunta que le hará un día el protagonista: -¿Por qué? El espectador escucha el movimiento de los discos internos de la máquina, que termina… ardiendo, incapaz de superar el bucle provocado por la única pregunta para la que no tiene respuesta.

También hoy, y no sólo los estudiantes, querríamos saber por qué. Y no parece que el equipo de la OMS trasladado a Wuhan vaya a darnos cumplida explicación, ante la manifiesta opacidad de las autoridades chinas. Tampoco es tan necesario, porque, sin atender a las exageraciones de Bill Gates sobre futuras pandemias, la clave del futuro está más bien en la comprensión profunda de la finitud humana, en la búsqueda de modos mejores de entender el mundo, el clima, la convivencia, la muerte.

No hace mucho lo señalaba en Le Monde una tribuna colectiva firmada por médicos y psicólogos. En la entradilla, el diario resumía que la pandemia hace necesaria la instauración en la escuela de una verdadera «pedagogía de la finitud»: «Ante la realidad universal e inevitable de la muerte, el continuum de la vida debe integrarse plenamente en el currículo pedagógico».

La tribuna arrancaba con preguntas esenciales constitutivas del tono de incertidumbre entre los alumnos que volvían a las aulas en septiembre: “¿Cuántos se encontraban, en marzo de 2020, ante los líderes políticos que desgranaban cada noche en la televisión el número de víctimas del virus? ¿Cuántos habían llegado a encontrar un sentido a estas muertes, reducidas a simple contabilidad ajena a toda forma de humanidad? ¿Cuántos habían perdido a un abuelo, un vecino o un amigo? ¿Cuántos se vieron obligados, a causa del encierro, a intensificar la ayuda que prestan a un pariente enfermo o discapacitado?” Sin olvidar que ellos mismos sienten que les puede alcanzar la enfermedad y la muerte.

El mito del progreso perenne e irreversible, con sus más recientes secuelas transhumanistas, no prepara ciertamente para la comprensión de los grandes temas. Incluso, se esquivan en la programación pedagógica, no se sabe si por miedo o por ignorancia. De ahí la necesidad de escuchar a los clásicos, de conocer orígenes y tradiciones, de no hurtar el hecho religioso. Y, desde luego, de no castigar a los padres que tratan de enseñar a los propios hijos, en contra de soluciones simplistas y abusivas como las del actual proyecto legal francés contra el “separatismo”: como suele suceder con demasiada frecuencia últimamente, leyes elaboradas por presiones demoscópicas crean nuevos problemas sin resolver los anteriores.

https://www.ideasclaras.org/

 

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