En un vuelo internacional esta semana: avión lleno, siete horas de vuelo, niños llorando. Nos dedicamos a espiar con algún disimulo el método elegido para matar el tiempo por quienes no trataban de dormir ni se enganchaban con la oferta fílmica de la aerolínea. A algo hay que dedicarse cuando no es una opción bajar en la siguiente esquina.
El resultado de la pesquisa fue que entre más de doscientos a bordo, al menos unos quince leían, y tal vez eran más, no se pudo saber porque no había forma de husmear en primera clase.
Una mirada más inquisidora permitió contar a siete leyendo en plataforma digital –una tablet- a otros cinco en libros impresos y a unos pocos ojeando diarios como el New Yorker, el Finanacial Times, otros dos en un idioma no identificado, en fin, diarios del mundo.
Leer un libro es como mirar, tocar, amar … la piel suave o rugosa, amarillenta de vejez o recién salida de imprenta, del papel impreso o dejarse seducir por las ventajas del libro digital, que carga sin aspavientos una biblioteca entera siendo un artefacto liviano. Aunque presenta las características del libro tradicional, el e-reader nunca, nunca se convertirá en fetiche.
Sobre el tema ha corrido bastante tinta y se han pronunciado muchos expertos. Uno con autoridad incuestionable es Román Gubern, de la Universidad Autónoma de Barcelona, quien vaticina la convivencia a futuro de ambos soportes.
Aunque parece sospechar que por ahora seguirá reinando el formato clásico porque -explica Gubern- quienes “se han criado y crecido en la cultura del libro impreso, mantienen una fuerte dependencia emocional con él”.
En una publicación del diario El País, “Los escritores y sus bibliotecas”, nos cuenta la gran cronista argentina Leila Guerriero cómo llevan esta relación con sus bibliotecas algunos escritores, y las historias de ellos ratifican la idea del experto catalán sobre la dependencia emocional.
La palabra clave acá es emoción, para muchos los libros son objeto de culto que “van colonizando cada espacio” alrededor de una biblioteca: estantes, mesas, armarios, butacas, hasta el piso es un buen soporte. Y en muchos casos, son libros que nunca más volverán a leerse. ¡¡¡!!! Esa es la parte incomprensible.
Algunos atesoran los libros, otros los aman, los prestan o no; algunos los abandonan por otros nuevos. Otro regala sus libros cada vez que viaja (es el autor peruano Santiago Roncagliolo). El colombiano Héctor Abad Fasciolince aunque gran lector, es pragmático y si tuviera que abandonar su casa en una emergencia no salvaría sino a su familia y “que se jodan los libros”.
Nuevamente habla Leila Gueriero para opinar que “la formación de las bibliotecas particulares crea manías” iniciadas desde los primeros estantes en un cuarto infantil, con libros de Mark Twain o Ray Bradbury (entre muchos otros posibles) y con el tiempo el estante y sus libros crecerán y se multiplicarán junto con el individuo que alguna vez habitó ese cuarto infantil.
Para Jorge Luis Borges, una gran biblioteca era su idea del paraíso y escribió muchos textos sobre el tema; ¿habría aceptado Borges el libro digital de haber nacido un siglo después? Nos quedaremos con la duda, tal vez sí ya que era viajero, pero él no alcanzó a utilizar ese sucedáneo del libro impreso que parece emparentado con la magia.
En realidad, el libro digital se inventó en fecha temprana, 1971, pero hubo que esperar hasta el presente siglo para que adoptara la tinta electrónica y poder leer sin fatigar la vista. En ese punto muchos pensaron que ese sería el final del libro impreso.
¿Cómo pudieron imaginar tal cosa y atreverse a publicarla? Como si no hubiera habido libros antes de la invención de la imprenta.
No solo sigue siendo mayor por larga diferencia, un 70 por ciento, la producción de libros impresos frente a los digitales, sino que después de un impulso fuerte que tuvo el libro digital hacia el año 2007, sus ventas cayeron pese a que en ese formato el precio es menor.
Umberto Eco, el gran bibliófilo, filólogo y escritor fallecido este año dijo que: “El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez inventadas no se puede hacer nada mejor”.
Difícil sería no estar de acuerdo con la cita de Eco recogida en el libro de El País antes citado. El libro sigue siendo aquello que preserva la palabra escrita, como antes las tablillas, el papiro, luego el papel o la tinta electrónica, igual que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijera; son inventos perfectos sobre los cuales solo caben variaciones.