Hace unos meses, la COP27 acordó evitar la doble penalización ecológica de los países menos desarrollados (como la de las clases populares en los países prósperos, en línea con la rebeldía de los “chalecos amarillos” en Francia). No se trata sólo de hacer pagar más a los que contaminan más, es decir, simplificando, los ricos. Habrá así quizá un reparto más proporcional de los recursos, pero sin incidir en las causas reales que ponen en peligro el futuro del planeta.
Cada día queda más patente que es decisivo conseguir armonizar los distintos relojes del crecimiento y, tal vez, diseñar criterios distintos a PIB o renta per cápita, para valorar el nivel de un desarrollo que debería ser más cualitativo y someterse de veras al bien presente y futuro de la persona. Habría que dejar de correr… hacia ninguna parte. Dar mayor realce a los fines que a los medios. Ser más, no tener más.
Por otra parte, ha caído el mito del progreso perenne e irreversible, la gran narrativa construida por la Ilustración y su fe en la ciencia y en la técnica. Ciertamente, los avances siguen siendo continuos, pero hoy somos conscientes de sus límites: basta pensar en quienes sienten pavor ante la inteligencia artificial, porque les evoca las derivas masivamente letales de la fusión nuclear. El dominio de los novísimos recursos técnicos no asegura la habitabilidad del planeta, la reducción de su deterioro, el mantenimiento de la biodiversidad.
Jesús Domingo Martínez
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