Desde que en 2007 y 2008 empezamos a tomar conciencia de la crisis, la insatisfacción con la situación económica de España se convirtió en indignación, con motivos más que sobrados, que existían en realidad desde mucho antes. Las voces de la indignación no exigían otro régimen político, distinto a la democracia, sino todo lo contrario: pedían su realización auténtica. Se habló entonces de falta de legitimidad de la política, pero los representantes y las instituciones eran legítimos, como lo son ahora. Lo que había sufrido un serio desgaste era la credibilidad de unos y otras, lo cual resulta gravísimo para la vida cotidiana, porque sin confianza no funciona la democracia.
Los episodios nacionales que empezaron el 20-D no han hecho sino iniciar una nueva etapa, la del aburrimiento, la sensación de que todo está dicho y oído, la resignación ante las nuevas actuaciones y sobreactuaciones. Nos preparamos para asistir al espectáculo de las descalificaciones mutuas, los pactos en pro del puro número, el juego de los sillones, las declaraciones panfletarias o insustanciales.
Pero una sociedad democrática tiene como punto de partida la existencia en ella de desacuerdos, y parte de su tarea consiste en generar acuerdos, porque son los miembros de esa sociedad los que tienen que resolver sus problemas y no puede haber exclusiones. Las sociedades democráticas tienen que ser un sistema de cooperación.
En las totalitarias y dictatoriales la tarea política se reduce a clausurar medios de comunicación molestos, a silenciar a los disidentes con la cárcel, el asesinato y otros medios persuasivos. Pero en las democracias este modo de proceder está desautorizado de raíz, porque los destinatarios de las leyes, los ciudadanos, tienen que ser de alguna manera sus autores, y son ellos los que tienen que encontrar los puntos comunes, directamente o a través de representantes.
Algunos piensan en agudizar los desacuerdos de los que se parte, convirtiéndolos en conflictos que instauran la política amigo-enemigo, hasta “asaltar los cielos” y desde ellos forzar la supuesta utopía del mundo nuevo. Hace unos días un político aseguró que en España la verdad ha sido secuestrada y eliminada, y recurrió al bello proverbio de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la Verdad, y ven conmigo a buscarla; la tuya, guárdatela”. Con lo que venía a decir que en el mundo político existe la Verdad, que en él tratamos de lo verdadero y lo falso, afirmación peligrosa si las hay porque, si es así, quienes encuentren la verdad se sienten obligados a imponerla. Como decían los viejos inquisidores, no se puede dar las mismas oportunidades a la verdad que al error. De donde se sigue que la defensa del pluralismo y la tolerancia serían papel mojado.
Pero en el ámbito político hablamos de legitimidad de las instituciones y de justicia de las normas. Y las decisiones acerca de lo justo y lo injusto requieren el uso público de la razón desde el respeto y la tolerancia. No existe la Verdad en política, existe la búsqueda conjunta de lo justo y lo conveniente.
Por eso, otro camino para generar acuerdos consiste en agregar los intereses en conflicto de modo que se satisfagan los de la mayoría, o los de la suma mayoritaria de minorías; pero necesita un norte para llegar a políticas no sólo legítimas, sino también justas. Ese norte consistiría en economizar desacuerdos buscando un núcleo compartido de exigencias básicas, que una sociedad democrática del siglo XXI debería satisfacer para estar a la altura de los valores sobre los que se sustenta. Los partidos que defiendan ese núcleo deberían conjugar sus esfuerzos para convertirlo en realidad a través de realizaciones.
Según el índice de democracia, elaborado por The Economist, que pretende determinar el rango de democracia de 167 países, en los últimos años son países escandinavos los que figuran a la cabeza de la clasificación, especialmente Noruega. Por unas instituciones públicas sólidas, una cultura basada en la confianza, baja desigualdad, buenos servicios públicos financiados con impuestos, un sistema de bienestar social que nivela desigualdades, y un índice elevado de participación política.
Este es el sueño europeo de la socialdemocracia, que en España está en franco retroceso por el empobrecimiento de parte de la población, que ha reducido las clases medias en 3,5 millones de personas. Si a esto se añade que el núcleo de la socialdemocracia no es para España y para la Unión Europea un simple sueño, sino un compromiso, encarnarlo en la vida política es lo que nos corresponde.