“El descubridor del papel del perdón en los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret”
En su libro La condición humana, explica Hanna Arendt (ed. Paidós, Barcelona 1993, pp. 255-262), a nivel antropológico, el asombroso poder del perdón. Sirve para deshacer los actos del pasado y liberar de sus consecuencias. Sin ser perdonados seríamos como el aprendiz de brujo que desconocía la fórmula mágica para romper el hechizo. Pero si somos perdonados podemos recomenzar a vivir. Y si perdonamos, damos la capacidad al otro de recomenzar una vez más, de iniciar algo nuevo. Al contrario que la venganza, el perdón es impredecible, y comporta la liberación de la venganza.
Reconoce la filósofa judía que “el descubridor del papel del perdón en los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret”, aunque lo hiciera en un contexto religioso.
Cabría observar, en la perspectiva de la fe cristiana, que también Jesús nos “descubrió” cómo el perdón forma parte del gran poder divino; y que, el perdón humano, a fin de cuentas, es imagen del divino, tiene siempre raíz divina.
Perdonar tiene que ver con darse a sí mismo por la salvación de todos y cada uno
En su homilía del domingo de ramos (10-IV-2022), Francisco observó que en el calvario se enfrentan dos mentalidades. En el evangelio, de hecho, las palabras de Jesús crucificado se contraponen a las de sus verdugos. En ellos suena como un estribillo: “Sálvate a ti mismo”. Por parte de los jefes: «Que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el elegido» (Lc 23,35). Por parte de los soldados: «Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (v. 37). E incluso uno de los malhechores lo repite: «¿Non eres tú el Cristo? ¡Sálvate a ti mismo!» (v. 39).
“Salvarse a uno mismo, cuidarse uno mismo, pensar en uno mismo; no en los demás, sino sólo en la propia salud, en el propio éxito, en los propios intereses; en tener, en poder, en aparecer. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la humanidad que crucificó al Señor”. Es Francisco quien nos invita a pensar en ello, como un aviso de hasta dónde puede llegar, la paradójica y a la vez “lógica” (con la lógica del yo) mentalidad individualista: para demostrar que no puedes salvarte a ti mismo (que es lo que supuestamente buscamos todos), te crucificamos.
Pero, continúa el Papa, “la mentalidad del yo se opone a la de Dios; el salvarse a sí mismo choca con el Salvador que se entrega”. Él no reclama nada para sí mismo; ni siquiera se defiende ni se justifica. Reza al Padre y tiene misericordia con el buen ladrón. Solo le interesa lo contrario de salvarse a sí mismo: “Padre, perdónalos” (v. 34).
Francisco nos aconseja detenernos en esas palabras que Jesús pronuncia clavado al patíbulo de la humillación, y que vienen a aumentar la intensidad de su don, hasta convertirlo en “per-dón”.
En efecto, la misma palabra parece decirlo: «perdonar» es más que dar, es dar del modo más perfecto, que es dar implicándose a sí mismo, dar por completo.
En consecuencia: “Miremos a Jesús en la cruz y comprenderemos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Miremos el Crucifijo y digamos: Gracias Jesús: me amas y me perdonas siempre, incluso cuando me cuesta amarme y perdonarme”.
Así es. Nos cuesta amarnos y perdonarnos, porque nuestra parte no divina (meramente humana o a veces un poco infrahumana) nos impide ver la realidad, esa realidad que implicaría aceptarnos a nosotros mismos como somos: poca cosa pero recibidos de Dios; más: hijos de Dios.
Jesús perdona a todos, también a sus enemigos: “En el momento más difícil, Jesús vive su mandamiento más difícil: el amor a los enemigos”. Cuando alguien nos ha ofendido, es común que nos quedemos lamiendo nuestras heridas.
Y entonces, dice Francisco, “Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar. A romper el círculo vicioso del mal y del remordimiento. A reaccionar a los clavos de la vida con amor, a los golpes del odio con la caricia del perdón”. Por eso, si queremos comprobar nuestra pertenencia a Cristo, “miremos cómo nos comportamos con los que nos han hecho daño”.
El perdón de Jesús nos enseña a perdonar: “El Señor nos pide que respondamos no como nos salga de dentro o como hacen todos, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la cadena de “te quiero si me quieres; soy tu amigo si tú eres mi amigo; yo te ayudo si tú me ayudas”. No, compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno un hijo. No nos divide en buenos y malos, en amigos y enemigos.
El perdón: camino de perseverancia, verdad y santidad
Tres cosas más logra el perdón: nos da la perseverancia del amor (perdonar siempre: seguir perdonando, pase lo que pase); nos devuelve a la verdad (hogar que pierde quien hace el mal); nos abre a la santidad que es la verdadera vida (la vida plena). Veamos una por una.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Francisco interpreta que Jesús pasó las horas en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, pero Él nunca se cansa de perdonar. Por eso nos aconseja que no nos cansemos de pedir perdón. Ni los sacerdotes de administrarlo, ni cada cristiano de recibirlo y dar testimonio de él. No nos cansemos del perdón de Dios.
Es como si se nos dijera: Dios perdona continuamente para que nos dejemos perdonar y perdonemos, también continuamente. Dios perdona siempre y perdona todo, porque es su modo de servir que nos trae una paz inigualable (recordará de nuevo Francisco el jueves santo). Y así podamos servir más y mejor.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Esto no se refiere a que no lo hubieran premeditado, sino que ese «porque no saben» denota “esa ignorancia del corazón que tenemos todos los pecadores”. “Cuando se usa la violencia, nada se sabe de Dios, que es Padre, ni de los demás, que son hermanos.
Así es: cuando se rechaza el amor se desconoce la verdad.
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Solo una persona acoge esa frase: el buen ladrón (Lc 23, 42). Y Jesús le responde: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (v. 43). “He aquí –señala el sucesor de Pedro– el prodigio del perdón de Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera canonización de la historia.
Cierto. La santidad se alcanza pidiendo perdón y perdonando. Y así “con Dios siempre se puede volver a vivir”.
El pedir perdón, dirá el Papa pocos días después en la vigilia pascual, requiere la valentía de dejarse perdonar y la disposición para cambiar, dejando las obras del mal. El perdonar nos hará más capaces de servir a todos con una conciencia limpia (jueves santo)
Lo dijo también Francisco en Floriana, Malta (3-IV-2022): Para Dios no existe la palabra «irrecuperable». Y quien experimenta su perdón es el que lo conoce verdaderamente.
Ramiro Pellitero
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