Nunca abandones a los abuelos. Acompáñalos. Te necesitan y te lo aseguro: tú a ellos también. Una bella historia del escritor Claudio de Castro
“Los nietos son la corona de los ancianos, así como los padres son el orgullo de sus hijos.”
(Proverbios 17, 6)
Te he contado a menudo sobre mi infancia en Costa Rica. Solíamos ir con mi mamá a la casona de madera de mi abuelita, a quien llamaba con amor: Mamita. Pasábamos con ella los veranos escolares.
Si alguna vez de niño estuviste alguna temporada en casa de tus abuelitos, vas a comprender mi añoranza, mis palabras. No imaginas cuánta falta me hace Mamita, mi dulce abuelita del alma.
Quien ha experimentado su cariño, lo sabe bien. El amor de los abuelos es diferente, te protegen y consienten incondicionalmente. Su amor es todo ternura.
Hace unos días leí un meme que me encantó. Mostraba a unos ancianos jugando felices con unos niños pequeños que no paraban de reír. Creo que decía: “los abuelos no deberían morir”.
Los ancianos, un tesoro
Quiero preguntarte algo: “¿Tienes a tus abuelos vivos?” No imaginas el tesoro que posees y está a tu disposición. Qué no daría yo, por tener vivos a los míos. Me hacen tanta falta…
No los dejes solos. Nunca los abandones. Acompáñalos. Te necesitan y te lo aseguro: tú a ellos también.
¿Por qué te lo cuento?
Recuerdo hace unos años que trabajaba en una empresa cafetalera y tuve una experiencia que me marcó.
Cerca de la compañía, a pocas cuadras quedaba un asilo para ancianos, regentado por unas dulces y amables monjitas.
Tenían una capilla bellísima a la que me encantaba ir los medio días para acompañar un rato a Jesús en aquel Sagrario.
Uno de esos días me pasó algo que aun al pasar los años no he podido olvidar.
¿Tienes un minuto?
Salía de la capilla un poco apurado para regresar al trabajo, cuando siento que alguien me toma del brazo y me detiene.
Era la anciana más dulce y tierna que puedas imaginar. Su mirada estaba llena de ilusión y su sonrisa alegraba todo a tu alrededor.
—¿Me ayudas a bajar las escaleras?
—A una bella dama jamás podría negarle tal favor.
—Qué guapo eres. Gracias por ayudar a esta mujer anciana.
Demoramos menos de dos minutos en bajar de la capilla al pasillo que la llevaría al área donde estaban las habitaciones de los ancianos.
Iba a seguir mi camino y de pronto apretó con fuerza mi brazo para no soltarlo.
—Debo decirte algo. ¿Tienes un minuto para esta abuelita?
—Para tan bella dama, tengo todo el tiempo del mundo.
—Sabes, me esforcé toda mi vida trabajando hasta con dobles turnos para darle una buena
educación a mi hijo. Luego lo ayudé en su carrera universitaria. Enviudé y me trajeron acá.
—Es un lugar muy agradable —le dije —. Me gusta visitar su capilla.
—Mi hijo es médico, pero nunca viene. Llevo meses sin saber de él. Siempre está ocupado salvando vidas. Y me siento tan orgullosa. Sé que tengo nietos y no los conozco. Y no sé si algún día tendré la alegría de verlos.
Vi una gran tristeza en el fondo de su alma.
—Ya vendrán, no se preocupe. Verá a su hijo médico y conocerá a sus nietos.
Me miró de pronto con una mirada absorta y repitió.
—Sabes, mi hijo es médico.
Nunca olvides amable lector lo que nos dicen las Sagradas Escrituras:
«Quien no se preocupa de los suyos, especialmente de los de su casa, ha renegado de la fe y es
peor que el que no cree».
1 Timoteo 5, 8
Cuida a tus abuelos, lo merecen.
¡Dios te bendiga!
Por Claudio de Castro