Catedrática de Filosofía y directora de la línea Trabajo, Cuidado y Desarrollo
Todos los años, junto a reivindicaciones más ligadas a la coyuntura económica del momento, el primero de mayo se convierte en una ocasión para una reflexión más amplia sobre el trabajo: el lugar que ocupa o debería ocupar en nuestras vidas, el modo en que estructura la entera vida social y la solidaridad intergeneracional.
Recordar el motivo original de esta celebración ̶ la huelga de los obreros de Chicago en 1886, reclamando una jornada laboral de 8 horas ̶ nos retrotrae a una etapa de la historia económica y social a la que asociamos sobre todo una visión penosa del trabajo, casi como un mal necesario para sostener la propia vida, que de paso la consume. El fuerte arraigo de esta visión del trabajo queda corroborado por la propia etimología de la palabra: el «tripalium» designaba un instrumento de tortura.
Por contraste, uno de los logros más significativos del pensamiento moderno fue el alumbrar una visión más positiva de esta realidad humana, que apenas había tenido ocasión de aflorar: si Adam Smith identificó el trabajo como el motor de la riqueza de las naciones, Hegel llamó la atención sobre el modo en que el trabajo mismo constituía para el sujeto un medio de adquirir una peculiar conciencia de sí y de su relación con el mundo. Trabajando, no solo advertimos nuestra capacidad de transformar lo que tenemos entre manos, sino también el modo en que la actividad laboral nos va configurando a nosotros mismos. Con ello, el trabajo comparece no solo como un medio para otra cosa, sino como un principio activo de identidad personal y factor de cultura.
Para que constituya un principio positivo, sin embargo, el trabajo tiene que presentarse lleno de sentido a los ojos de quien lo realiza, no como una simple imposición externa, que, en lugar de potenciar el desarrollo personal, lo contradice. Y es precisamente esto lo que hoy parece echarse más en falta: la demanda de «trabajo significativo», que se aprecia en fenómenos como «la gran dimisión» revelan que lo que está en juego en el mundo contemporáneo del trabajo ya no son solamente reivindicaciones económicas, sino existenciales; lo que Hartmut Rosa describiría en términos de «resonancia» con el mundo.
Ciertamente, las reivindicaciones económicas nunca dejarán de estar presentes: a fin de cuentas, trabajamos para vivir, para sostenernos nosotros y nuestras familias; por eso esperamos un salario justo; además, el trabajo que realizamos nos otorga un lugar en el mundo, una manera concreta de insertarnos en la vida social, que configura también nuestra identidad. Pero, en medio de todo esto, esperamos que el trabajo que realizamos no caiga en el vacío, que no sea un holocausto al dios de un progreso cada vez más incomprensible, sino que tenga sentido a nuestros propios ojos y en el conjunto general de nuestra vida: importan ̶ y mucho ̶ la competencia profesional y la productividad, que cualifican objetivamente nuestro trabajo; pero importa todavía más no sacrificar a ellas lo que convierte en humano el trabajo realizado: la capacidad de responsabilizarse de ciertas tareas y aportar activamente a su desempeño; la atención a las dimensiones relacionales y cooperativas involucradas en su desarrollo; la contribución solidaria a metas humanamente significativas.
En efecto: el trabajo no representa simplemente un factor abstracto en el proceso de producción; en este aspecto, muchos trabajos están ya siendo remplazados por tecnología, aunque la indefinida multiplicación de necesidades humanas dé siempre lugar a trabajos nuevos. Conviene tener presente, sin embargo, que los elementos técnicos o tecnológicos se integran siempre en una praxis colaborativa, orientada a satisfacer necesidades humanas, y que es a esto a lo que, en rigor, denominamos «trabajo», en el sentido genuinamente humano de la palabra. Así entendido, el trabajo tiene por protagonistas a personas concretas, que tienen mayor capacidad de aportar en la medida en que se saben sostenidas por sus familias y sus colegas.
Sin duda, un sano clima laboral genera «bienes relacionales» que favorecen la productividad de los trabajadores. De ahí que, como apunta Donati, la robotización e «hibridación» progresiva de los entornos laborales, no deba ir en detrimento de sus componentes humanos. Tener presentes los bienes relacionales que sostienen y se generan en torno al trabajo, permite subrayar también la importancia de pensar solidariamente el mundo del trabajo y del cuidado. Que los cuidados hoy se distribuyan entre familias, estado y mercado no debería hacernos olvidar hasta qué punto la eficiencia del tejido productivo, y la calidad humana de nuestras sociedades, depende de cubrir satisfactoriamente esta necesidad. Por esa razón, situar en el centro de nuestro modelo social un concepto humano de trabajo, constituye un modo de reorientar el desarrollo social hacia parámetros humanamente sostenibles.